La psiquiatra Sue Stuart-Smith y las ventajas de vivir al ritmo de las plantas
Fragmento de “La mente bien ajardinada”, el libro sobre jardinería más original de todos los tiempos, según “The Sunday Times” de Inglaterra. En Colombia con el sello editorial Debate.
Sue Stuart-Smith * / Especial para El Espectador
Al cabo de unos años, ya con nuestra hija Rose, nos mudamos a una antigua granja reformada cerca de donde vivía la familia de Tom, en Serge Hill (Hertfordshire). Durante los años siguientes a Rose se le sumaron Ben y Harry, mientras Tom y yo nos lanzábamos a crear un jardín desde la nada. El Granero, como habíamos llamado a nuestro nuevo hogar, estaba rodeado de campo abierto y su emplazamiento en una colina orientada al norte y expuesta a los cuatro vientos significaba que, en primer lugar, necesitábamos protección. (Recomendamos: Una guía para armar terrarios en su casa).
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Al cabo de unos años, ya con nuestra hija Rose, nos mudamos a una antigua granja reformada cerca de donde vivía la familia de Tom, en Serge Hill (Hertfordshire). Durante los años siguientes a Rose se le sumaron Ben y Harry, mientras Tom y yo nos lanzábamos a crear un jardín desde la nada. El Granero, como habíamos llamado a nuestro nuevo hogar, estaba rodeado de campo abierto y su emplazamiento en una colina orientada al norte y expuesta a los cuatro vientos significaba que, en primer lugar, necesitábamos protección. (Recomendamos: Una guía para armar terrarios en su casa).
Dividimos el pedregal que nos rodeaba en varias parcelas, en las que plantamos árboles y setos y pusimos vallas de mimbre, además de trabajar la tierra para mejorarla. Nada de esto se podría haber hecho sin la enorme ayuda y el aliento de los padres de Tom y la buena disposición de numerosos amigos. Cuando organizábamos la recogida de piedras, Rose, sus abuelos, tíos y tías se sumaban a la tarea de llenar un sinfín de cubos de piedras y guijarros que luego nos llevábamos de allí en carretilla.
Yo estaba desarraigada física y emocionalmente y necesitaba reconstruir mi sentimiento de pertenencia, pero aun así, no tenía muy claro que la jardinería pudiera ayudarme a echar raíces. De lo que sí me daba cuenta era de la importancia cada vez mayor del jardín en la vida de nuestros hijos. Empezaron a hacer escondrijos en los arbustos y pasaban horas en los mundos imaginarios que ellos mismos creaban, así que el jardín era un lugar imaginario y real a la vez.
La energía creativa y la visión de Tom fueron el motor que dio impulso a nuestro jardín, porque no fue hasta que nuestro hijo menor, Harry, dio sus primeros pasos cuando por fin empecé a cultivar plantas. Me interesé por las hierbas aromáticas y devoré libros sobre ellas. Esta nueva área de aprendizaje dio lugar a experimentos culinarios y a un pequeño jardín de hierbas aromáticas que convertí en algo «mío». Tuve algunos percances, como una borraja que se me descontroló y una jabonera que se resistía a morir, pero comer platos condimentados con todo tipo de hierbas cultivadas en casa supuso una mejora en nuestra calidad de vida y, a partir de ahí, no tuvimos que dar más que un paso para cultivar nuestras propias verduras. ¡En esta etapa, no hubo nada que me entusiasmara tanto como mis hortalizas!
En esa época, yo tenía treinta y tantos años y trabajaba de psiquiatra junior para la sanidad pública inglesa. Al darme una recompensa a mis esfuerzos que podía verse, la horticultura servía de contrapunto a mi vida profesional, en la que trabajaba con las propiedades mucho más intangibles de la mente. El trabajo en consultorios y clínicas me llevaba a hacer vida de puertas adentro, pero la horticultura me conducía al exterior.
Descubrí el placer de pasear por el jardín dejando vagar el pensamiento, fijándome solo en cómo las plantas cambiaban, crecían, enfermaban y daban fruto. Poco a poco fue transformándose la forma en que veía tareas tan prosaicas como arrancar las malas hierbas, cavar con la azada y regar; llegué a darme cuenta de que lo más importante no es hacerlas, sino entregarse plenamente a ellas. Regar es relajante —siempre y cuando no se tenga prisa— y, resulta curioso, al terminar te sientes fresca, como las propias plantas.
Lo que más me entusiasma de la jardinería, tanto entonces como ahora, es cultivar plantas a partir de la semilla. Las semillas no te dan ninguna pista de lo que está por venir, y su tamaño no guarda relación con la vida que esconden en su interior. Las judías brotan súbita y espectacularmente, y aunque no sean hermosas, hacen patente su vigor desde el principio. Las semillas de tabaco son diminutas como motas de polvo tanto que ni siquiera puedes ver dónde las has sembrado. Parece imposible que puedan crecer muy bien y mucho menos que te den nubes de flores perfumadas de tabaco, sin embargo, es así. Puedo sentir el apego que crea en mí esa nueva vida porque acabo yendo una y otra vez, casi de forma compulsiva, a echar un vistazo a mis semillas y plántulas; saliendo al invernadero, conteniendo la respiración al entrar, sin querer interrumpir nada, la quietud de una vida que acaba de nacer.
Básicamente, cuando te dedicas a la horticultura las estaciones son una realidad indiscutible, aunque a veces consigas retrasar algo las cosas: sembraré las semillas o plantaré las plántulas el fin de semana que viene. Llega un momento en que te das cuenta de que el retraso está a punto de convertirse en una oportunidad perdida, una ocasión desaprovechada; pero es como lanzarse a las aguas de un río: en cuanto has pasado las plantas del semillero al huerto, te dejas arrastrar por la energía del calendario terrestre.
La horticultura me gusta en particular a principios de verano, cuando las plantas crecen con más fuerza y hay mucho que hacer. En cuanto empiezo, no quiero parar. Continúo hasta el atardecer, cuando ya casi está demasiado oscuro para ver lo que hago. Cuando termino, las luces de casa están encendidas y su calor me atrae hacia dentro. A la mañana siguiente, cuando me asomo al exterior, lo veo: el trozo de tierra en el que estaba trabajando ha cambiado de aspecto de la noche a la mañana.
Por supuesto, no hay hortelano que no vea desbaratados sus planes. Momentos en los que sales de casa expectante y lo único que te encuentras son los restos mortales de unos preciosos lechuguinos o una hilera de coles devorada sin piedad. Hay que reconocer que los hábitos alimentarios egoístas de las babosas y los conejos pueden desencadenar ataques de rabia e impotencia, mientras que el aguante y la vitalidad de las malas hierbas pueden resultar muy, pero muy agotadores.
No toda la satisfacción de cuidar de las plantas tiene que ver con la creación. Lo bueno de ser destructiva en el jardín es que no solo es permisible, sino que es algo «necesario»; porque si no destruyes, te invaden. Muchas de las acciones que realizamos al cuidar el huerto o el jardín están cargadas de agresividad, como usar las tijeras de podar, cavar un bancal profundo, matar babosas o moscas negras o arrancar grama u ortigas. Puedes llevarlas a cabo con entusiasmo y sin miramientos porque todas son formas de destrucción al servicio del crecimiento. Una larga sesión en el jardín con esta clase de actividades puede dejarte muerta de cansancio, pero extrañamente renovada por dentro: purgada y al mismo tiempo revitalizada, como si mientras tanto hubieras estado trabajando en ti misma. Es una especie de catarsis hortícola.
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Un jardín te da un espacio físico protegido que ayuda a aumentar tu percepción de tu espacio mental y te da tranquilidad para escuchar tus pensamientos. Cuanto más te sumerges en el trabajo manual, más libertad tienes en tu interior para poner en orden tus sentimientos y para trabajarlos. Hoy recurro a la horticultura como una forma de relajar y descomprimir la mente. Sea como fuere, la maraña de pensamientos que se me amontonan en la cabeza se aclara y se asienta a medida que voy llenando el cubo de las malas hierbas. Las ideas que estaban latentes salen a la superficie y pensamientos apenas formulados se combinan a veces y de pronto cobran forma. En momentos como estos, parece que, aparte de toda esta actividad física, también me dedico a cultivar la mente.
He llegado a comprender que en la creación y el cuidado de un jardín pueden intervenir procesos existenciales profundos. Por eso me pregunto cómo es posible que la horticultura ejerza en nosotros este efecto. ¿Cómo puede ayudarnos a encontrar o a reencontrar nuestro lugar en el mundo cuando creemos que lo hemos perdido? A estas alturas del siglo XXI, con unas tasas de depresión y ansiedad y de otros trastornos mentales que parecen aumentar cada día y con un modo de vida cada vez más urbanizado y dependiente de la tecnología, es, quizá, más importante que nunca entender las muchas formas en que la mente y el jardín interactúan.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Sue Stuart-Smith, prominente psiquiatra y psicoterapeuta, se licenció en literatura inglesa en Cambridge antes de obtener el título de Medicina y Psiquiatría. Trabajó para el Servicio Nacional de Salud de Inglaterra. Actualmente es profesora en The Tavistock Clinic en Londres y es consultora del servicio DocHealth.
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