La vida es corta y el arte largo

¿Qué tanto influyó el éxito de “Cien años de soledad” en los demás escritores de la generación de García Márquez? Un novelista consagrado dibuja a Gabo y cuenta cómo aprendió a “convivir con un monstruo sin ser devorado”.

Roberto Burgos Cantor*
29 de mayo de 2017 - 02:00 a. m.
 Viejos conocidos: Roberto Burgos Cantor y Gabriel García Márquez en Cartagena, durante un homenaje al primero por su obra.  / Cortesía de Alberto Abello Vives
Viejos conocidos: Roberto Burgos Cantor y Gabriel García Márquez en Cartagena, durante un homenaje al primero por su obra. / Cortesía de Alberto Abello Vives

Dónde quedarán esos años, los de un destino incipiente:

Después de los abuelos y su relato de una realidad que iba más allá de los ojos y poblaban de fantasías que embellecían los días, domesticaban el miedo con amuletos de conjuros. Y el encanto por la lista de palabras del diccionario. ¿Tanto cabía en el mundo? Tendría posibilidad de un ordenamiento. Cómo no olvidar la larga cuenta de palabras enhebradas por el papel, de amatista a zurúmbatico. Y los corredores y tiestos con flores, patio con árboles y arbustos, y la lanilla del verdín subiendo por la base de los pretiles, y la cortina densa de las lluvias inmemoriales que ahogan la vida y dejan al garete los recuerdos en su flotación de un presente húmedo. (Lea: Así fue el milagro de “Cien años de soledad”)

Un soplo de aire destemplado, en cualquier lugar de la tierra, le traía la sensación olorosa, a sal de mina, en las sabanas frías de la meseta, cubiertas de escamas de hielo por las heladas del amanecer. Había remontado el río Grande en la embarcación de rueda donde navegaban con ruta a las alturas los comerciantes del litoral, los políticos que iban a la instalación del Congreso Nacional, los turcos inmigrantes que habían desembarcado en Bocas de Ceniza, y los estudiantes que obtuvieron becas en las escuelas conventuales del centralismo andino. Orillas castigadas por la erosión, caimanes, poblaciones desoladas que conservaban playas de amor en Chimichagua, pasiones malogradas en Tenerife, y pesares en El Banco. Y los manatíes. Llegó a la estación del tren que continuaba alejándose del salitre, del almíbar de los frutales y se acercaba a la luz fría, de acero azulosa, con maría mulatas que lo sorprendieron, copetones y colibríes. Viajó en vagón de tres bancas, sin espaldar, con mujeres de canastos y ruanas y varones de sombrero, ellas de ojos maliciosos y ellos de tez roturada y cobriza. (Lea: El día en que todo empezó)

Pueblos donde el frío instaló el recogimiento. La cerveza tibia carecía de la lepra de hielo de los refrigeradores del Caribe. Aquí, para lo que el lenguaje excluyente del centro denomina provincianos, la lectura era una redención y un consuelo. Domingos sin misa, sin fiestas callejeras, y el lento surgimiento de la amistad en un país sin entendimiento de la diferencia. Sorpresa, rechazo y burla para quien no habla ni se viste ni piensa igual a mí. Mi mí que es absoluto. Señorita Mimí hasta la eternidad: doncella.

De esta región de sigilos y quesos sin sal, de tazas de chocolate y panes de harina gruesa, de papas de cáscara liviana, volvió a la capital para ingresar a la universidad. ¿Qué se podía estudiar entonces cuando los padres y la sociedad clamaban por abogados, médicos, ingenieros? La justicia, la salud, el progreso.

Entre la declaración de la voluntad soberana, actos y contratos pasaban los días. Cuando no había clases se iba en el tranvía hasta la casa de un condiscípulo donde tomaban chocolate y leían a los poetas piedracelistas. Bastantes años después recordaría a uno de sus profesores que fumaba pipa y se vestía con chaquetas inglesas.

Recién había leído a Kafka, escrito algunos cuentos, publicado uno de ellos en el suplemento literario del diario El Espectador, con nota elogiosa del Director, cuando el levantamiento de abril incendió edificios y casas, desocupó almacenes, cubrió de muertos sin nombre las calles, aumentó el veneno del odio.

Escapó de ese espacio desolado en el que no terminaban de contar los cadáveres y revolvían el dolor y la ira con una retórica de más pactos amañados.

Llegó a Cartagena de Indias donde los piquetes de las protestas se habían disuelto en la impotencia y la luz de esplendor del Caribe no alcanzaba para disolver el encierro de convento de clausura y el aroma espeso de cisterna de buque abandonado. A veces se confundían los pitazos del tren atrasado que venía del puerto de Calamar y llegaba al Corralón de Mainero, con los de los barcos que perdían la ruta del canal de entrada a la bahía.

Entre la universidad y el periódico, El Universal, que fundó y dirigía el hermano del poeta Luis Carlos López, cargaba las tribulaciones de una vocación literaria en pleno hervor y la ambición desbocada del escritor cachorro. Sus compañeros de estudio, ante las originales combinaciones de colores de su vestimenta le llamaban trapo loco, o valor civil.

Aunque escribir es un oficio solitario no todas las veces es fácil encausar los delirios de la soledad. En medio de la redacción de noticias y de columnas se aprendían secretos de la lengua con el lápiz rojo del redactor jefe, Clemente Manuel Zabala, desechaba los adjetivos de mármol de “a dos por centavo’’, esquivaba “la frondosidad lírica’’.

Por allí se acercaba Manuel Zapata Olivella repartiendo su generosidad. Disponía de la biblioteca de los De La Espriella donde se alineaban Faulkner, Huxley, Camus, Virginia Woolf. Cerrada la edición se iba con Gustavo Ibarra Merlano y Héctor Rojas Herazo a las arcadas de la aduana o al parque de El Cabrero a las conversaciones interminables. En una de ellas se les apareció Dios y su rumor de océano sin intérpretes. Y el toldillo en la pensión de los Múnera.

Del encierro de piedra se fue a Barranquilla. La urbe nueva de avenidas anchas, árboles en los parques, escaleras eléctricas en los almacenes y un mar de ostras ciegas, gris y quieto.

Escribió columnas en El Heraldo y al contario de las de El Universal, no señaló la brecha sino que jugó con la novela inglesa. En Cartagena de Indias dejó claro que yo no soy de por aquí. En la Arenosa una señal de pista: yo busco por allá.

Así como en Cartagena de Indias la insistente dinamita del lenguaje de Rojas Herazo, la contención precisa de Zabala, y el dedo oculto del misterio invocado por la mística de Ibarra, alimentaron sus intuiciones; así en Barranquilla quedó otra señal. Su primera novela, La Hojarasca, cuyo original se envió a la editorial Losada, de Buenos Aires, fue devuelto con comentarios destemplados del cuñado de Borges.

La sabia amistad, cruel y rigurosa, de Alfonso Fuenmayor, enfrentó la delicada situación. Algunos explican que a un escritor joven todo puede dañarlo: hasta los malos amores. Y Fuenmayor que había seguido los cuentos y novelas de su padre, José Félix, y su propia terquedad de lector impenitente, lo abrazó con una de las riesgosas y severas sentencias caribes: Ese señor puede decir misa, pero tu novela es una buena novela.

Días fecundos de gentileza amistosa donde José Félix Fuenmayor, Alfonso, Germán Vargas, Álvaro Cepeda Samudio, Alejandro Obregón, Vinyes, mantenían el calor del caldero.

Volvió a Cartagena de Indias. Y en medio de los ventarrones desatados del Caribe lo visitó Álvaro Mutis quien por alguna clarividencia poética le insistió en que se fuera a la Capital.

El poeta no contó cuántas veces bajó y subió las escaleras del piso donde dirigía una revista, al piso de abajo de El Espectador, a hablarle a sus dueños de un joven y talentoso escritor que debían traer para la planta de sus redactores.

Debieron transcurrir días y años, en que las miserias y las protecciones de la fama arrinconan al escritor, cuando le preguntaron por las estaciones en Cartagena de Indias y en Barranquilla, y contestó: a Barranquilla le debo el escritor que soy; si me hubiera quedado en Cartagena sería un escritor distinto, como Borges, libresco. Eso dijo.

En Bogotá escribía en el periódico crónicas de cine y ese reportaje que animó a los lectores hasta desbordar los tirajes. De alguna manera los reporteros con intuición literaria como Osorio Lizarazo, Pinzón, Ximénez y Toledo habían seducido lectores.

La historia del náufrago, el marinero Velasco, anticipó varias de las claves del llamado nuevo periodismo.

Por esos años se editó La Hojarasca con una carátula de Cecilia Porras, la pintora cartagenera que conoció en su época de Barranquilla. Cuatro mil ejemplares. Hoy, en que la población creció, menos tiraje, menos alimentación, menos vivienda. Menos educación. Además una de las pocas experiencias de integración de América. Libros del continente, treinta mil ejemplares, y estuvieron por Colombia, La Hojarasca, Jorge Zalamea, Arciniegas, Gómez Hurtado.

Su éxito como periodista no fue otro que el respeto y la devoción por un oficio cuya sustancia son las palabras. Y lo condujo a atender temas del extranjero. Una reunión de caimacanes de las naciones, el hipo del Papa. Un crimen en Italia.

Los días de andariego en Europa fueron sorprendidos por las dificultades colombianas. Golpe de Estado, cierre del periódico. Y quedó a la deriva en el Almotasín de los latinoamericanos: París. No quiso escribir como Proust, ni como Camus, ni como el autor de La náusea, ni como Malraux. Se encerró en la pieza del hotel de bondad a desentrañar la humanidad del hombre al que jamás le llegó la pensión de veterano de guerra y a quien le mataron un hijo, y vivía con su esposa asmática y apenas tenía su soberbia y un gallo.

Aliviaba la lejanía con las fiestas del arquitecto Vieco donde entonaba vallenatos. Aprendía de la soledad en los puentes olorosos a coliflores hervidos donde caminaría la Maga, y resistía.

Alguna vez Guillermo Angulo sacó los originales retorcidos de una maleta y se los llevó para inscribirlos en un concurso. Empezó el episodio de “Este pueblo de mierda” que después se llamaría La mala hora.

El tren del tiempo avanzaba y una vez, atravesada la indocumentación feliz, llegó un cheque por derechos de autor correspondientes a El coronel no tiene quien le escriba, en francés. El autor instruyó a su agente para que lo devolviera.

Europa le facilitó un entendimiento de América como conjunto. Un tejido que en sus primeros cuentos y novelas no pensó que debía señalarlo. El universo infinito que William Faulkner
vislumbró en la Biblia, debió escarbarlo en una comunidad tan despreciada donde una religión de moralismos elementales sostenía a una de las vertientes políticas y las tragedias se perdían en la desmemoria de los muertos y renacían en una violencia ciega de retorno incesante.

Con breves estaciones tomó un día la ruta a México. Aún no se cumplían los diecisiete años de intuiciones sin integrar y tortura que fueron necesarios para escribir la novela que ambicionaba. Se puede conjeturar que el amoroso ejercicio del periodismo, sin servidumbres, la manera como lo desprendió de la aturdida y a veces torpe persecución de la chiva, el fetiche repetido de la actualidad, los manuales y formatos empobrecedores, su dedicada y rigurosa expresión estética, fueron argucias secretas para mantener el brazo del escritor caliente y explorar cada vez las trampas y los blindajes de la realidad.

Mientras se acercaba a México por las autopistas de Estados Unidos, la visión de los campos de algodón, las carretas y los tractores, le trajeron quizás un destello de cómo contar un mundo que se asemejaba en sus diferencias. Una raza elegida. Odio a los negros.

Un puritanismo que hacía de la vida un destino anticipado. Y los seres solitarios que iniciaban, sin dar cuenta a nadie, aventuras individuales que partían de remotas culpas, orgullos y furias, convicciones rígidas, o lealtades indoblegables sin recompensas.

Otro encuentro oportuno se dio pronto. De la mano de Álvaro Mutis llegaron unos libros. Entre ellos, Pedro Páramo, de Juan Rulfo, y El águila y la serpiente, de Martín Luis Guzmán.

Es probable que Rulfo haya terminado por resolver la dificultad que representaban los muertos en las ficciones. El escritor colombiano había escrito años antes que nuestra literatura era un inventario de muertos. Se refería a la mirada detenida en el horror de las muertes de la violencia. Sin embargo, en las narraciones de los abuelos primero, y ante un cuento que no acababa de solucionar, después, José Felix Fuenmayor le había aconsejado, deja hablar al muerto, los muertos hablan y se comunican con los vivos. Ahora en México tenía ante sí esa espléndida novela, sin afectaciones de verosimilitud y sí, amplificando el drama de los vivos.

Entre las poderosas intuiciones de Eligio García Márquez, me confió una que no alcanzó a desarrollar. Me afirmó que su hermano mayor era un hombre de suerte porque encontró en México una figura que de alguna manera reemplazó la desordenada generosidad de Álvaro Cepeda Samudio, su cercanía a lo mundano. Esa, fue Carlos Fuentes.

Días de incertidumbre, callejones sin salida de lo creativo, descontento, hasta el anuncio revelatorio de aquello que quería escribir y cuya feliz tiranía lo amarró a la mesa de escribir por años.

De las escasas señales sobre lo que hacía en su disciplinado encierro una ocurrió en el Festival de Cine de Cartagena de Indias. Él llegó con la delegación mexicana. Y de lo que más se habló fue de la esperanzada espera por María Félix y de una larga novela que el colombiano estaba escribiendo. Siempre contestó que era tan larga, un siglo, y con tantos nombres que se repetían que pensaba poner un árbol genealógico.

Así, hasta los primeros días de junio de 1967 cuando llegaron a Bogotá los primeros 15 ejemplares que recibió por un correo rápido la librería contemporánea, de los Villar y Marta Traba.

Eran otros tiempos y la administradora Alicia de Villar me dio al fiado tres ejemplares: uno para Eligio García Márquez, uno para la prima Susana, y otro para mí.

Para la generación de escritores a la cual pertenezco ocurrieron dos enseñanzas que generan gratitud eterna. Aprender a convivir con un monstruo sin ser devorado por él. Y ver cómo el conflictivo asunto en la novela de América, La selva de lo cual se burlaba Borges, había sido resuelto con un ambicioso poder de renovación literario y mediante impresionantes metáforas que mostraron la tensión entre lo duradero de lo arcaico y la voluntad de modernidad.

*Cuentista y novelista cartagenero. Autor de “La ceiba de la memoria”, novela ganadora del Premio de Narrativa Casa de las Américas 2009 y finalista del Premio Rómulo Gallegos 2010.

Por Roberto Burgos Cantor*

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