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“Aguacate… aguacateee”, es el estribillo que oigo en un persistente desfile de vendedores, uno tras otro, casi que sincronizados, en estos días de cuarentena. Pero se escuchan más sonidos en la calle: el vendedor de peto, el de yuca y plátano verde… y, por supuesto, las motos y bicicletas motorizadas de los servicios de transporte a domicilio.
La cuarentena ha hecho que se silencie el ruido de los carros pero que afloren otros, como el de los vendedores de víveres. También el de las aves que alegran el amanecer: desde el balcón de mi casa en Barranquilla logro ver de lejos el río Magdalena y mucho más allá, casi imperceptible, el mar Caribe bordeando la isla de Salamanca, y mientras eso sucede en las mañanas, oigo los cantos diversos y veo los vuelos cortos de aves en medio de los árboles del vecindario cargados de mangos, como es habitual en esta época del año.
En las tardes, la brisa fresca que viene del mar a veces golpea las ventanas y las estremece para acompañar la lectura en esta época del verano, es decir, la estación seca en el Caribe nuestro.
En la noche, las ranas coquí presentan su coro, en especial los machos, que producen un sonido fuerte y repetitivo. Desde tiempos prehistóricos estas ranas han estado en la región Caribe, como se ha documentado por los arqueólogos en la isla de Puerto Rico.
La cuarentena me ha permitido redescubrir los sonidos de la ciudad. En la época actual, de centros comerciales, vehículos, apartamentos y oficinas con aire acondicionado, fácilmente olvidamos y nos aislamos de sonidos vitales de la cotidianidad.
Y he rememorado algunos de los que eran comunes en mi infancia en Cartagena. Al recordar los sonidos del ayer, escucho con alegría al vendedor de pirulís, unos conos de dulce cristalizado y con colores bellísimos. También los de los amoladores que ofrecían afilar cuchillos, esos que antes pasaban por las calles usando unas notas características obtenidas de una dulzaina. Una práctica que, parece, se extinguió porque como que ya nadie afila los cuchillos o la calidad de estos ha mejorado.
No olvido los llamados de los vendedores de platanitos, papayas, nísperos, mangos, guanábanas, guayabas e hicacos. Y al Griego, un vendedor de las calles de Cartagena que en la década de 1960 coreaba: “Que hay las griegas, es que no me oyen o no me ven”. La gente en Cartagena decía que el Griego cuando era niño asistía a un griego que hacía estas galletas para la venta, y cuando murió, el Griego continuó con el negocio.
“Alegría con coco y anís”, pasaban vendiendo las palenqueras. Unos años antes Luis Carlos López había plasmado los sonidos de la ciudad en su poema Portal de los dulces:
Riñón de la ciudad, roto avispero
por donde cruza, frívola y austera,
toda la población de enero a enero,
con un ir y venir de lanzadera…
Dulces, frutas, revistas… Semillero
de mil cosas en una larga hilera
de vitrinas… Y el busto amplio y severo
de Uribe Uribe exorna una vidriera.
Luego un millón de ofertas, limpiabotas,
Sobrino Caro y su guitarra, notas
típicas… y últimos sucesos
comentados en esa algarabía,
como el premio de hoy da la Lotería
de Bolívar: Mayor, $9.000.00