20 años del 11S: El agente del FBI que no pudo impedir los atentados
Fragmento del libro “La torre elevada. Al-Qaeda y los orígenes del 11-S”, que ganó el Premio Pulitzer de periodismo en Estados Unidos por revelar las historias detrás de los ataques contra las Torres Gemelas en Nueva York, obra publicada bajo el sello editorial Debolsillo.
Lawrence Wright * / Especial para El Espectador
El Día de San Patricio 1996, Daniel Coleman, un agente que trabajaba en la sede neoyorquina de la Oficina Federal de Investigación (FBI) y se ocupaba de casos de inteligencia exterior, condujo hasta Tysons Corner (Virginia) para tomar posesión de su nuevo destino. Las aceras seguían enterradas bajo la capa de nieve grisácea depositada semanas antes por la fuerte ventisca de aquel año.
Coleman entró en un anodino rascacielos de oficinas del gobierno llamado Gloucester Building, tomó el ascensor y se bajó en el quinto piso. Se trataba de la estación Alec. A diferencia de las demás estaciones de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), ubicadas en los diferentes países que vigilan, Alec era la primera estación «virtual» y se encontraba a solo unos kilómetros de la sede central de Langley. En el organigrama de la agencia aparecía catalogada como «Vínculos financieros terroristas», una subdivisión del Centro de Antiterrorismo de la CIA, pero en la práctica se dedicaba a rastrear las actividades de un único individuo, Osama bin Laden, cuyo nombre había aflorado como principal financiador del terrorismo. (Recomendamos: Video: Las dos horas que cambiaron a Estados Unidos y la política antoterrorismo).
Coleman había oído aquel nombre por primera vez en 1993, cuando una fuente extranjera había mencionado a un «príncipe saudí» que financiaba una célula de islamistas radicales que planeaba volar lugares emblemáticos de Nueva York, como la sede de las Naciones Unidas, los túneles Lincoln y Holland, e incluso el edificio Federal Plaza 26 donde trabajaba Coleman. Tres años más tarde, el FBI por fin había encontrado tiempo para enviarle a examinar la información recopilada por la CIA con objeto de determinar si había motivos para iniciar una investigación.
La estación Alec ya tenía treinta y cinco volúmenes de material sobre Bin Laden, que en su mayor parte consistían en transcripciones de conversaciones telefónicas captadas por los oídos electrónicos de la Agencia de Seguridad Nacional. Coleman halló el material repetitivo y poco concluyente. Aun así, abrió un expediente sobre Bin Laden, más que nada para reunir toda la información por si se daba el caso de que el «financiero islamista» resultaba ser algo mas que eso. (Más: Los tesoros arqueológicos que se guardaban el World Trade Center de Nuyeva York).
Como muchos otros agentes, Dan Coleman se había preparado para combatir la guerra fría. Había ingresado en el FBI como archivero en 1973. Culto e inquisitivo, Coleman se sentía atraído por el contraespionaje. En los años ochenta se dedicó a reclutar espías comunistas en el seno de la populosa comunidad diplomática que gravitaba en torno a las Naciones Unidas; uno de los mas valiosos fue un agregado de Alemania oriental. Sin embargo, en 1990, recién acabada la guerra fría, se incorporó a una unidad que se ocupaba del terrorismo en Oriente Próximo.
Su trayectoria hasta aquel momento apenas le había preparado para este nuevo giro en su carrera, pero lo mismo se podía decir de todo el FBI, que consideraba el terrorismo más una molestia que una amenaza real. Resultaba difícil creer que, en aquellos radiantes días que siguieron a la caída del muro de Berlín, Estados Unidos todavía tuviera algún enemigo real. Después, en agosto de 1996, Bin Laden declaró la guerra a Estados Unidos desde una cueva de Afganistán.
La razón que alegó fue que seguía habiendo tropas estadounidenses en Arabia Saudí cinco años después de la primera guerra del Golfo. «El terror contra vosotros, que lleváis armas en nuestra tierra, es un derecho legítimo y una obligación moral», declaró. Decía hablar en nombre de todos los musulmanes e incluso se dirigió personalmente al secretario de Defensa estadounidense, William Perry, en su larga fatwa: «A ti, William, te digo esto: estos jóvenes aman la muerte como tu amas la vida. [,,,] Estos jóvenes no te pedirán explicaciones. Cantarán que entre nosotros no hay nada que precise una explicación, que solo caben el asesinato y los golpes en el cuello».
A excepción de Coleman, en Estados Unidos eran pocos (incluido el FBI) los que conocían al disidente saudí o se interesaban por él. Los treinta y cinco volúmenes de la estación Alec mostraban la imagen de un multimillonario mesiánico, miembro de una familia extensa e influyente que mantenía una estrecha relación con los gobernantes del reino de Arabia Saudí. Bin Laden se había hecho un nombre durante la yihad contra la ocupación soviética en Afganistán.
Coleman había leído los suficientes libros de historia como para comprender las referencias a las Cruzadas y a las primeras luchas del islam en el texto de Bin Laden. De hecho, una de las características mas llamativas del documento era que parecía que el tiempo se hubiera detenido hacia mil años. Existía el «ahora» y el «entonces», pero no había nada en medio. Era como si, en el universo de Bin Laden, las Cruzadas aún no hubieran terminado.
A Coleman también le resultaba difícil entender el porqué de tanta ira. «¿Qué le hemos hecho?», se preguntaba. Coleman mostró el texto de la fatwa de Bin Laden a los abogados de la Oficina del Fiscal del Distrito Sur de Nueva York. Era curiosa, era extraña, pero ¿constituía un delito? Los abogados analizaron el lenguaje y encontraron un decreto de la época de la guerra civil, rara vez invocado, contra la conspiración sediciosa. El decreto prohíbe instigar a la violencia e intentar derrocar al gobierno estadounidense.
Era ilógico pensar que se le pudiera aplicar a un saudí apátrida en una cueva de Tora Bora, pero, sirviéndose de un precedente tan débil, Coleman abrió un proceso penal al hombre que se convertiría en el más buscado en la historia del FBI. Seguía trabajando completamente solo. Unos meses más tarde, en noviembre de 1996, Coleman viajó a una base militar estadounidense en Alemania acompañado de dos fiscales federales, Kenneth Karas y Patrick Fitzgerald. Allí, en un piso franco, les esperaba un nervioso informador sudanés llamado Yamal al-Fadl, que afirmaba haber trabajado para Bin Laden en Jartum.
Coleman llevaba consigo un dossier con fotografías de conocidos cómplices de Bin Laden, y Fadl enseguida identificó a la mayoría de ellos. Trataba de venderles una historia, pero no cabía la menor duda de que conocía a los protagonistas. El problema era que seguía mintiendo a los investigadores, adornando su relato y describiéndose a sí mismo como un héroe que solo quería actuar correctamente. «Entonces, ¿por qué te marchaste?», quisieron saber los fiscales. Fadl dijo que amaba Estados Unidos, que había vivido en Brooklyn y hablaba inglés.
Después contó que había huido para poder escribir un best seller. Se mostraba nervioso y le costaba estarse quieto. Obviamente, tenía mucho más que contar. Hicieron falta varios días para conseguir que dejara de fabular y admitiera que había huído con más de 100.000 dólares del dinero de Bin Laden. Nada más hacerlo, comenzó a sollozar sin parar. Ese fue el momento crucial del interrogatorio. Fadl accedió a ser un testigo protegido en caso de que alguna vez se celebrara un juicio, lo que parecía poco probable, dada la poca solidez de los cargos que estaban considerando los fiscales.
Entonces, por iniciativa propia, Fadl comenzó a hablar de una organización llamada al-Qaeda. Era la primera vez que los hombres que se encontraban en aquella habitación oían mencionar ese nombre. Fadl describió los campos de entrenamiento y las células durmientes. Habló del interés de Bin Laden por conseguir armas nucleares y químicas, y dijo que al-Qaeda había sido la responsable de los atentados de 1992 en Yemen y de entrenar a los insurgentes que habían derribado los helicópteros estadounidenses en Somalia aquel mismo año. Dio nombres y dibujó organigramas.
Los investigadores no salían de su asombro. A lo largo de dos semanas, durante seis o siete horas diarias, repasaron los detalles una y otra vez, examinando las respuestas de Fadl para comprobar si eran similares. Nunca varió su relato. Cuando Coleman volvió a la oficina del FBI, nadie se mostró particularmente interesado por el caso. Estaban de acuerdo en que la declaración de Fadl era escalofriante, pero ¿cómo podían verificar el testimonio de un ladrón que encima era un mentiroso?
Ademas, había otras investigaciones más urgentes. Durante año y medio, Dan Coleman prosiguió en solitario con su investigación sobre Bin Laden. Como estaba destinado en la estación Alec, el FBI se olvidó más o menos de él. Gracias a las escuchas telefónicas de los negocios de Bin Laden, Coleman pudo trazar un mapa de la red de al-Qaeda, que se extendía por todo Oriente Próximo, África, Europa y Asia Central. Se alarmó al descubrir que muchos de los miembros de al-Qaeda tenían vínculos con Estados Unidos y llegó a la conclusión de que se trataba de una organización terrorista mundial cuyo objetivo era destruir Estados Unidos, pero Coleman ni siquiera lograba que sus superiores respondieran a sus llamadas.
Coleman se tenía que enfrentar solo a las preguntas que más tarde se haría todo el mundo. ¿De dónde había surgido aquel movimiento? ¿Por que había elegido atacar Estados Unidos? ¿Y qué se podía hacer para detenerlo? Era como un técnico de laboratorio que observara un portaobjetos con un virus desconocido hasta el momento. El microscopio estaba empezando a revelar las letales características de al-Qaeda. Se trataba de un grupo reducido que en aquel momento solo contaba con noventa y tres miembros, pero formaba parte de un movimiento radical mayor que se estaba extendiendo por todo el islam, sobre todo en el mundo árabe.
Las posibilidades de contagio eran enormes. Los hombres que pertenecían a aquel grupo estaban bien entrenados y curtidos en la lucha y, al parecer, contaban con abundantes recursos. Además, estaban fanáticamente consagrados a su causa y absolutamente convencidos de que iban a salir victoriosos. La filosofía que les unía era tan irresistible que estaban dispuestos a sacrificar sus vidas, incluso con entusiasmo, por ella. Y al hacerlo querían matar al mayor numero posible de personas.
No obstante, el aspecto mas aterrador de esta nueva amenaza era que casi nadie se la tomaba en serio. Era demasiado estrafalaria, demasiado primitiva y exótica. Frente a la confianza que los estadounidenses depositaban en la modernidad, la tecnología y sus propios ideales para que los protegiera de las atrocidades de la historia, los gestos desafiantes de Bin Laden y sus seguidores parecían absurdos e incluso patéticos. Y, sin embargo, al-Qaeda no era una simple reliquia de la Arabia del siglo VII. Había aprendido a utilizar herramientas e ideas modernas, lo que no tiene nada de sorprendente, porque la historia de al-Qaeda había comenzado en Estados Unidos no mucho tiempo atrás.
* Lawrence Wright es un reconocido escritor y periodista estadounidense, redactor de la revista The New Yorker. Traducción de Yolanda Fontal Rueda y Carlos Sardina Galache. Este libro fue editado en 2006 y este fragmento se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Debolsillo.
El Día de San Patricio 1996, Daniel Coleman, un agente que trabajaba en la sede neoyorquina de la Oficina Federal de Investigación (FBI) y se ocupaba de casos de inteligencia exterior, condujo hasta Tysons Corner (Virginia) para tomar posesión de su nuevo destino. Las aceras seguían enterradas bajo la capa de nieve grisácea depositada semanas antes por la fuerte ventisca de aquel año.
Coleman entró en un anodino rascacielos de oficinas del gobierno llamado Gloucester Building, tomó el ascensor y se bajó en el quinto piso. Se trataba de la estación Alec. A diferencia de las demás estaciones de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), ubicadas en los diferentes países que vigilan, Alec era la primera estación «virtual» y se encontraba a solo unos kilómetros de la sede central de Langley. En el organigrama de la agencia aparecía catalogada como «Vínculos financieros terroristas», una subdivisión del Centro de Antiterrorismo de la CIA, pero en la práctica se dedicaba a rastrear las actividades de un único individuo, Osama bin Laden, cuyo nombre había aflorado como principal financiador del terrorismo. (Recomendamos: Video: Las dos horas que cambiaron a Estados Unidos y la política antoterrorismo).
Coleman había oído aquel nombre por primera vez en 1993, cuando una fuente extranjera había mencionado a un «príncipe saudí» que financiaba una célula de islamistas radicales que planeaba volar lugares emblemáticos de Nueva York, como la sede de las Naciones Unidas, los túneles Lincoln y Holland, e incluso el edificio Federal Plaza 26 donde trabajaba Coleman. Tres años más tarde, el FBI por fin había encontrado tiempo para enviarle a examinar la información recopilada por la CIA con objeto de determinar si había motivos para iniciar una investigación.
La estación Alec ya tenía treinta y cinco volúmenes de material sobre Bin Laden, que en su mayor parte consistían en transcripciones de conversaciones telefónicas captadas por los oídos electrónicos de la Agencia de Seguridad Nacional. Coleman halló el material repetitivo y poco concluyente. Aun así, abrió un expediente sobre Bin Laden, más que nada para reunir toda la información por si se daba el caso de que el «financiero islamista» resultaba ser algo mas que eso. (Más: Los tesoros arqueológicos que se guardaban el World Trade Center de Nuyeva York).
Como muchos otros agentes, Dan Coleman se había preparado para combatir la guerra fría. Había ingresado en el FBI como archivero en 1973. Culto e inquisitivo, Coleman se sentía atraído por el contraespionaje. En los años ochenta se dedicó a reclutar espías comunistas en el seno de la populosa comunidad diplomática que gravitaba en torno a las Naciones Unidas; uno de los mas valiosos fue un agregado de Alemania oriental. Sin embargo, en 1990, recién acabada la guerra fría, se incorporó a una unidad que se ocupaba del terrorismo en Oriente Próximo.
Su trayectoria hasta aquel momento apenas le había preparado para este nuevo giro en su carrera, pero lo mismo se podía decir de todo el FBI, que consideraba el terrorismo más una molestia que una amenaza real. Resultaba difícil creer que, en aquellos radiantes días que siguieron a la caída del muro de Berlín, Estados Unidos todavía tuviera algún enemigo real. Después, en agosto de 1996, Bin Laden declaró la guerra a Estados Unidos desde una cueva de Afganistán.
La razón que alegó fue que seguía habiendo tropas estadounidenses en Arabia Saudí cinco años después de la primera guerra del Golfo. «El terror contra vosotros, que lleváis armas en nuestra tierra, es un derecho legítimo y una obligación moral», declaró. Decía hablar en nombre de todos los musulmanes e incluso se dirigió personalmente al secretario de Defensa estadounidense, William Perry, en su larga fatwa: «A ti, William, te digo esto: estos jóvenes aman la muerte como tu amas la vida. [,,,] Estos jóvenes no te pedirán explicaciones. Cantarán que entre nosotros no hay nada que precise una explicación, que solo caben el asesinato y los golpes en el cuello».
A excepción de Coleman, en Estados Unidos eran pocos (incluido el FBI) los que conocían al disidente saudí o se interesaban por él. Los treinta y cinco volúmenes de la estación Alec mostraban la imagen de un multimillonario mesiánico, miembro de una familia extensa e influyente que mantenía una estrecha relación con los gobernantes del reino de Arabia Saudí. Bin Laden se había hecho un nombre durante la yihad contra la ocupación soviética en Afganistán.
Coleman había leído los suficientes libros de historia como para comprender las referencias a las Cruzadas y a las primeras luchas del islam en el texto de Bin Laden. De hecho, una de las características mas llamativas del documento era que parecía que el tiempo se hubiera detenido hacia mil años. Existía el «ahora» y el «entonces», pero no había nada en medio. Era como si, en el universo de Bin Laden, las Cruzadas aún no hubieran terminado.
A Coleman también le resultaba difícil entender el porqué de tanta ira. «¿Qué le hemos hecho?», se preguntaba. Coleman mostró el texto de la fatwa de Bin Laden a los abogados de la Oficina del Fiscal del Distrito Sur de Nueva York. Era curiosa, era extraña, pero ¿constituía un delito? Los abogados analizaron el lenguaje y encontraron un decreto de la época de la guerra civil, rara vez invocado, contra la conspiración sediciosa. El decreto prohíbe instigar a la violencia e intentar derrocar al gobierno estadounidense.
Era ilógico pensar que se le pudiera aplicar a un saudí apátrida en una cueva de Tora Bora, pero, sirviéndose de un precedente tan débil, Coleman abrió un proceso penal al hombre que se convertiría en el más buscado en la historia del FBI. Seguía trabajando completamente solo. Unos meses más tarde, en noviembre de 1996, Coleman viajó a una base militar estadounidense en Alemania acompañado de dos fiscales federales, Kenneth Karas y Patrick Fitzgerald. Allí, en un piso franco, les esperaba un nervioso informador sudanés llamado Yamal al-Fadl, que afirmaba haber trabajado para Bin Laden en Jartum.
Coleman llevaba consigo un dossier con fotografías de conocidos cómplices de Bin Laden, y Fadl enseguida identificó a la mayoría de ellos. Trataba de venderles una historia, pero no cabía la menor duda de que conocía a los protagonistas. El problema era que seguía mintiendo a los investigadores, adornando su relato y describiéndose a sí mismo como un héroe que solo quería actuar correctamente. «Entonces, ¿por qué te marchaste?», quisieron saber los fiscales. Fadl dijo que amaba Estados Unidos, que había vivido en Brooklyn y hablaba inglés.
Después contó que había huido para poder escribir un best seller. Se mostraba nervioso y le costaba estarse quieto. Obviamente, tenía mucho más que contar. Hicieron falta varios días para conseguir que dejara de fabular y admitiera que había huído con más de 100.000 dólares del dinero de Bin Laden. Nada más hacerlo, comenzó a sollozar sin parar. Ese fue el momento crucial del interrogatorio. Fadl accedió a ser un testigo protegido en caso de que alguna vez se celebrara un juicio, lo que parecía poco probable, dada la poca solidez de los cargos que estaban considerando los fiscales.
Entonces, por iniciativa propia, Fadl comenzó a hablar de una organización llamada al-Qaeda. Era la primera vez que los hombres que se encontraban en aquella habitación oían mencionar ese nombre. Fadl describió los campos de entrenamiento y las células durmientes. Habló del interés de Bin Laden por conseguir armas nucleares y químicas, y dijo que al-Qaeda había sido la responsable de los atentados de 1992 en Yemen y de entrenar a los insurgentes que habían derribado los helicópteros estadounidenses en Somalia aquel mismo año. Dio nombres y dibujó organigramas.
Los investigadores no salían de su asombro. A lo largo de dos semanas, durante seis o siete horas diarias, repasaron los detalles una y otra vez, examinando las respuestas de Fadl para comprobar si eran similares. Nunca varió su relato. Cuando Coleman volvió a la oficina del FBI, nadie se mostró particularmente interesado por el caso. Estaban de acuerdo en que la declaración de Fadl era escalofriante, pero ¿cómo podían verificar el testimonio de un ladrón que encima era un mentiroso?
Ademas, había otras investigaciones más urgentes. Durante año y medio, Dan Coleman prosiguió en solitario con su investigación sobre Bin Laden. Como estaba destinado en la estación Alec, el FBI se olvidó más o menos de él. Gracias a las escuchas telefónicas de los negocios de Bin Laden, Coleman pudo trazar un mapa de la red de al-Qaeda, que se extendía por todo Oriente Próximo, África, Europa y Asia Central. Se alarmó al descubrir que muchos de los miembros de al-Qaeda tenían vínculos con Estados Unidos y llegó a la conclusión de que se trataba de una organización terrorista mundial cuyo objetivo era destruir Estados Unidos, pero Coleman ni siquiera lograba que sus superiores respondieran a sus llamadas.
Coleman se tenía que enfrentar solo a las preguntas que más tarde se haría todo el mundo. ¿De dónde había surgido aquel movimiento? ¿Por que había elegido atacar Estados Unidos? ¿Y qué se podía hacer para detenerlo? Era como un técnico de laboratorio que observara un portaobjetos con un virus desconocido hasta el momento. El microscopio estaba empezando a revelar las letales características de al-Qaeda. Se trataba de un grupo reducido que en aquel momento solo contaba con noventa y tres miembros, pero formaba parte de un movimiento radical mayor que se estaba extendiendo por todo el islam, sobre todo en el mundo árabe.
Las posibilidades de contagio eran enormes. Los hombres que pertenecían a aquel grupo estaban bien entrenados y curtidos en la lucha y, al parecer, contaban con abundantes recursos. Además, estaban fanáticamente consagrados a su causa y absolutamente convencidos de que iban a salir victoriosos. La filosofía que les unía era tan irresistible que estaban dispuestos a sacrificar sus vidas, incluso con entusiasmo, por ella. Y al hacerlo querían matar al mayor numero posible de personas.
No obstante, el aspecto mas aterrador de esta nueva amenaza era que casi nadie se la tomaba en serio. Era demasiado estrafalaria, demasiado primitiva y exótica. Frente a la confianza que los estadounidenses depositaban en la modernidad, la tecnología y sus propios ideales para que los protegiera de las atrocidades de la historia, los gestos desafiantes de Bin Laden y sus seguidores parecían absurdos e incluso patéticos. Y, sin embargo, al-Qaeda no era una simple reliquia de la Arabia del siglo VII. Había aprendido a utilizar herramientas e ideas modernas, lo que no tiene nada de sorprendente, porque la historia de al-Qaeda había comenzado en Estados Unidos no mucho tiempo atrás.
* Lawrence Wright es un reconocido escritor y periodista estadounidense, redactor de la revista The New Yorker. Traducción de Yolanda Fontal Rueda y Carlos Sardina Galache. Este libro fue editado en 2006 y este fragmento se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Debolsillo.