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No todo el mundo tiene la fortuna de celebrar un acontecimiento con la vista puesta en los frutos que dio su esfuerzo. Tal nos ocurre a quienes, con ahínco y denuedo, trabajamos para la Comisión de la Verdad de Naciones Unidas para El Salvador. Hace 30 años, el secretario general de Naciones Unidas le envió al Consejo de Seguridad el Informe final de la Comisión titulado “De la locura a la esperanza: La guerra de 12 años en El Salvador”. El Informe está alojado en varios lugares en internet, desde donde puede ser descargado para la lectura (Lea otra columna del autor).
Hay tres partes de ese trabajo que quisiera destacar: el primero es el conjunto de los casos representativos de patrones de violencia perpetrados por las fuerzas del Gobierno de El Salvador y la guerrilla del FMLN. Gracias al trabajo de varias organizaciones de derechos humanos, como Tutela Legal del Arzobispado de San Salvador, que superaron la adversidad y recolectaron numerosas piezas de información durante los años de conflicto, pudimos reconstruir lo ocurrido en hechos atroces como la masacre de El Mozote: tres días durante los cuales las fuerzas del Batallón Atlacatl se ensañaron con las comunidades de pequeños poblados del departamento de Morazán y mataron a más de 1.000 personas, incluidos centenares de niños. La Comisión también logró identificar a los autores intelectuales del asesinato de monseñor Romero, cometido en 1980, y de seis jesuitas españoles, profesores de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, uno de los centros educativos más importantes de ese país.
Gracias a la colaboración prestada por Joaquín Villalobos, la Comisión esclareció varios hechos de violencia cometidos por el FMLN, como el asesinato de alcaldes en el departamento de Morazán. A diferencia de sus demás compañeros de armas, Villalobos cumplió el compromiso contenido en los acuerdos de paz de revelar todo lo que sabía acerca de ejecuciones extrajudiciales cometidas por su organización, que enlutaron a la sociedad salvadoreña. Pagó un alto precio por ello, pues tuvo que marginarse de la vida política de El Salvador, pero se convirtió en un referente para muchos otros procesos de paz en el mundo.
Las otras dos partes del Informe sobre las que también quisiera llamar la atención son el anexo estadístico y las recomendaciones. El anexo sistematizó la información que los investigadores de la Comisión recogimos luego de entrevistar a cientos de personas, que acudieron voluntariamente a dar su testimonio.
Las recomendaciones de la Comisión se basan en los hallazgos que hicimos y, según el acuerdo que las partes suscribieron en Chapultepec, estaban obligadas a implementarlas. A 30 años de la entrega del Informe final, creo que esa implementación habría puesto a El Salvador en una trayectoria distinta de la que tiene ahora. Quisiera destacar algunas de ellas. La Comisión hizo un llamado a retirar de manera permanente del servicio público a las personas responsables de graves crímenes o impedir su castigo. Si esta recomendación se hubiese cumplido, el general Ponce, quien dio la orden de matar al sacerdote jesuita Ignacio Ellacuría y sus demás compañeros, nunca habría sido nombrado jefe de las telecomunicaciones de El Salvador. Mauricio Gutiérrez Castro, a la sazón presidente de la Corte Suprema de Justicia, habría tenido que dejar su cargo, pues obstaculizó las investigaciones de la Comisión para esclarecer varios casos. La destitución de estos funcionarios habría enviado un fuerte mensaje a la sociedad de que personas con su perfil no serían admitidas en el servicio público. Además, les habría quitado poder para cometer más violaciones.
La Comisión recomendó de la manera más clara posible una reforma judicial, pues la evidencia recogida en todos los casos que investigamos mostró la indebida injerencia de la Corte Suprema de Justicia, en particular, de su presidente, en la acción de los jueces de menor jerarquía. Las demás medidas a las cuales se refirió la Comisión habrían contribuido a dotarlos de la debida independencia e imparcialidad.
La Comisión también enfatizó la importancia de la creación de una Policía Nacional Civil, como estaba previsto en los acuerdos. Puso especial atención al fortalecimiento de la capacidad técnica de investigación para esclarecer los crímenes y recomendó dislver la agencia estatal de investigación existente, por su involucramiento en numerosas violaciones a los derechos humanos. Al formular sus recomendaciones, la violencia en El Salvador se había reducido considerablemente. Los Acuerdos de Paz de Chapultepec le dieron a este país centroamericano la oportunidad de transitar por una trayectoria completamente nueva. Sin embargo, el Gobierno cedió a las voces de los más radicales de su partido y renegó de sus compromisos.
Cuando llegamos a El Salvador, la prensa saludó a los comisionados y los investigadores como expertos que contribuirían al esclarecimiento de hechos que conmocionaron a la sociedad. Los editoriales de entonces dieron a entender que, cumplida esa tarea, recibirían nuestra contribución como un grano de arena para avanzar hacia la reconciliación.
Una semana antes de que saliera publicado el Informe, cuando circuló la infidencia de que este incluiría los nombres de los máximos responsables de la violencia, la prensa desató una inusitada campaña de desprestigio en contra nuestra. El Gobierno guardó silencio. Le abrió el espacio a los infundios y la perfidia. En vez de confrontar su pasado, de examinarlo para aprender de él y no repetirlo, lo que hizo la élite salvadoreña fue rechazar nuestros hallazgos. Se empecinó en deslegitimar al mensajero porque no quiso asumir la tarea de hacerse responsable de todo lo que estaba contenido en el mensaje.
Perdido ese primer impulso, lo que vino luego fue postergar y aguar el cumplimiento de las recomendaciones. En lugar de desactivar los factores que hicieron posible que se desatara un gran proceso de violencia, lo que hizo el Gobierno fue potenciarlos. Lo que vino después fue un proceso complejo en el que la precariedad material y la desigualdad empujaron a muchos jóvenes a unirse a organizaciones criminales que los dotaron de medios para ganar respeto y reconocimiento entre sus pares. Las inadecuadas reformas a la justicia y a la policía no aumentaron la capacidad del Estado para enfrentar a esas organizaciones. Tampoco le dieron a la ciudadanía la confianza de que colaborar con las autoridades era mejor que aguantarse la extorsión y las vejaciones de las pandillas. ¿Cómo hacerlo, si esas autoridades seguían siendo cómplices del crimen?
Nayib Bukele ha explotado la ansiedad que causa en la sociedad salvadoreña la acción de las organizaciones criminales. Mediante un despliegue de crueldad sin precedentes en un régimen nominalmente democrático, ha logrado reducir sustancialmente las tasas de criminalidad. Lo consiguió haciendo caso omiso de los estándares de lo que consideramos ha de ser un régimen civilizado. Mientras tanto, ha pulverizado la independencia de la justicia y ha convertido el órgano representativo en una cámara de eco de su megalomanía.
Sin tener que incurrir en la crueldad y la humillación, es posible vencer el crimen y la violencia. Se necesita, sin embargo, entereza para no ceder en la aplicación de la ley y ecuanimidad para no beneficiar o perjudicar con criterios partidistas. Se requiere también construir confianza en la acción de las autoridades tratando con respeto y escuchando las voces de la ciudadanía. Y de democracia, de mucha más democracia de la que tenemos. Tal fue el mensaje que le dio la Comisión de la Verdad a El Salvador, un mensaje vigente hoy para ese país y también para el nuestro.
* Profesor Asociado Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia. jggomeza@unal.edu.co http://blogs.elespectador.com/cosmopolita/autor/