35 años de la invasión a Panamá: capítulo del nuevo libro sobre “el colapso”
Antes de la Navidad de 1989 Estados Unidos se tomó el istmo. Fragmento de “El colapso de Panamá. La historia de la invasión y el fin de la dictadura”, libro recién publicado en Colombia con el sello editorial Grijalbo.
Fernando Berguido * / Especial para El Espectador
Prólogo
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Prólogo
El lustro que cubren estas páginas constituye el período más trágico, penoso y cruento de Panamá. Fue una época sangrienta, la que más, que arrancó con la decapitación de un crítico del régimen, algo que en estas tierras no se había visto desde que Pedrarias ordenó cortarle la cabeza a Balboa, que pasó por el ajusticiamiento de oficiales rebeldes por órdenes de su comandante, una masacre también inédita en la historia de nuestras fuerzas armadas, y que concluyó con el aniquilamiento de cientos de panameños a manos del ejército más poderoso del mundo.
Panamá, que, a diferencia de sus vecinos de la región, y particularmente desde que se erigió como República independiente, desconocía de torturas, ejecuciones, matanzas y mucho menos de guerras, las vivió todas juntas entre los años 1984 y 1989.
La nación que supuestamente caminaba hacia el fin de la dictadura, con un muy pregonado repliegue militar que conduciría a un gobierno democrático, y en el contexto de un tratado mediante el cual había alcanzado el reconocimiento pleno de su soberanía, el control absoluto del Canal y un futuro de gran prosperidad, se desplomó. A los panameños les esperaba la peor crisis política, social y económica de su historia, que dejaría un país colapsado, devastado, arruinado, despiadadamente reprimido y, como si faltara alguna desgracia mayor, invadido por una potencia extranjera.
Fue el período en el cual, por primera vez, los panameños tuvieron que emigrar. El desempleo y el desolador horizonte de aquellos años obligó al éxodo de jóvenes profesionales, muchos de ellos recién graduados y provenientes principalmente de las clases media y media alta del país, a probar suerte en Canadá (el país de mayor acogida), en Estados Unidos (básicamente en la Florida), y en Venezuela, Costa Rica y México.
Como confirmará el lector al surcar estas páginas, no se puede hablar de la invasión sin hablar del fin de la dictadura. Tampoco se puede hablar del fin de la dictadura sin referirse a la invasión americana. Ambos eventos quedaron indisolublemente atados por la historia.
La narración se enfoca en la etapa final de esa continuidad de gobiernos nacidos a raíz del golpe de Estado que dieron los militares en 1968. Los primeros trece años de la dictadura panameña tendrían a Omar Torrijos a la cabeza, hasta que la muerte le sorprendió al estrellarse su avión contra un cerro en 1981. Su sucesión abrió un período de transición que comenzó con un fugaz coronel, Florencio Flores, a quien reemplazó Rubén Darío Paredes, el general que quiso llegar a la presidencia por las urnas y fracasó en el intento. Es así como se hizo con el poder Manuel Antonio Noriega, el protagonista de esta historia, y padre de la era bautizada como el “norieguismo”.
Los simpatizantes del “proceso revolucionario”, como se autoproclamó la dictadura, insisten en diferenciar entre el “torrijismo” y el “norieguismo”, entre la parte menos infame e idealista de aquel período, y su lado oscuro, desalmado y vergonzantemente vinculado al narcotráfico. Es una distinción válida, siempre y cuando tengamos presente que, en los momentos más despiadados de su régimen, el general Noriega decía defender el “torrijismo”, y que el primero y único que lo denunció públicamente, por traicionar su legado y, además, que lo vinculó directamente con el negocio de la droga, fue decapitado.
Durante esos años, muchos de los adeptos al proceso revolucionario callaron. Muy pocos se atrevieron a contradecir al nuevo comandante, menos en público. A Noriega nunca le hicieron falta colaboradores ni aduladores. Luego de la invasión, eso sí, nadie quiso estar vinculado a su nombre.
Mientras Panamá transitaba su calvario, Estados Unidos recorrió varias sendas en su política exterior con el Istmo. Resultaron ser agendas contrapuestas, excluyentes entre sí. Sus intereses hegemónicos dictaban dos caminos que irremediablemente se cruzarían en esta parte del continente. El primero, la ruta mezquina, la del patrón que contrata peones por el mundo para hacer avanzar sus intereses geopolíticos sin que le importe lo que hacen mientras le sean útiles. El segundo, el de la vía alta, el que proclama la defensa de la democracia y el respeto universal a los derechos humanos.
De obligatoria lectura es la vía que siguió ese peón que los estadounidenses creían manejar a requerimiento y que, con su respaldo, terminó adueñándose de Panamá. El jefe de la inteligencia militar llegado a comandante les salió más listo y goloso de lo que esperaban. Él había aprendido que el narcotráfico y el blanqueo del dinero combinaban muy bien con su carrera. Esta es la historia del consentido protégé transformado en desafiante enemigo. Y de la opción tomada para deshacerse de él, que resultaría catastrófica.
Solo un recorrido completo, sustentado en hechos, nos ayudará a comprender lo sucedido durante esos años. Y eso pretende esta obra: que se despejen los bulos, que se aclaren incidentes sacados de contexto y se conozca la información que por mucho tiempo estuvo vedada.
Todos decían oír rumores de una invasión, pero nadie creía que serían ciertos. Así lo contaron los protagonistas. A ninguno le cabía en la cabeza que ese formidable ejército desembarcaría furioso en el minúsculo Istmo y arrasaría con él. Hasta que ocurrió.
La muerte de 350 personas, que como se verá es la cifra a la que han llegado quienes finalmente recibieron el encargo de contar e identificar a las víctimas de la invasión, es enorme. Y, para una nación tan pequeña como Panamá, que contaba con 2.4 millones de habitantes el día de la invasión, se convertiría en la mayor tragedia de su historia. Extrapolando el evento a países de mayor población, como sería Estados Unidos, con 240 millones de habitantes en ese entonces, el suceso equivaldría a una mortandad de 36 000 personas. O, al hacerlo con la vecina Colombia, con 32 millones, la comparación alcanzaría a casi 5 000 muertos.
En las páginas que siguen aparecen las actuaciones de héroes inesperados, la formación de redes clandestinas tejidas por simples panameños que se unieron para luchar por la libertad, así como la historia de la resistencia civil que fue brutalmente reprimida. Al tiempo, saldrán a relucir los más machos y bravucones con sus amenazas a la población, los mismos que huyeron cuando sonó el primer disparo del enemigo al que tanto desafiaron. Al descubierto quedará cómo sacrificarían un país para proteger los más inconfesables negocios y prebendas bajo la excusa de que había que defendernos de los enemigos internos y externos.
Se dieron, también, coincidencias asombrosas, traiciones inexplicables y la negociación de pactos secretos, en algunos casos, que hubieran podido evitar la desgracia mayor. Quedará al descubierto que, mientras se negociaba una solución pacífica con presidentes extranjeros, enviados del norte y hasta un obispo llegado de Roma, en Panamá se seguiría embaucando a cientos de incautos con un pseudonacionalismo que terminó llevando a muchísima gente al cementerio, aunque a ninguno de los jerarcas.
En sus manos, la historia de la invasión americana y del fin de la dictadura. O sea, los hechos, los personajes, las conductas y las razones que nos arrastraron al gran colapso de Panamá.
Línea del tiempo: 1984
1
El malogrado repliegue a los cuarteles
Nos convertimos en una nación sitiadapor su propio ejército.
—RICARDO J. BERMÚDEZ, escritor y arquitecto
El domingo 6 de mayo de 1984 estaba marcado en el calendario como la fecha en que Panamá debía recuperar la democracia. Eso no ocurrió.
Este día se celebraban las primeras elecciones libres desde la entronización de la dictadura militar en 1968. Un zigzagueante camino había conducido hasta esa mañana en la que los ciudadanos fueron convocados por el gobierno para escoger al presidente de la República y a todos los miembros del Órgano Legislativo. El país, que en teoría iba a reemplazar la dictadura por un gobierno civil y representativo, se vio forzado a un resultado distinto, perdiendo así la que sería la última oportunidad de una transición pacífica del poder político.
Sin imaginárselo, a los panameños les aguardaba el lustro más borrascoso del que haya registro y el desenlace más sangriento, doloroso y humillante de su historia republicana.
En 1984 el gobierno militar cumplía 16 años. La última elección celebrada en Panamá, en la que se disputó abiertamente el poder mediante la participación de una docena de partidos políticos, se había celebrado el 12 de mayo de 1968.
El vencedor fue el candidato opositor, Arnulfo Arias, quien tomó posesión el 1 de octubre de ese mismo año. Sería la tercera vez que Arias era juramentado como presidente de Panamá. Las dos ocasiones anteriores había sido derrocado. La primera, en 1941, luego de un complot palaciego urdido por Estados Unidos en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, y la segunda, en 1951, cuando fue desalojado violentamente del Palacio Presidencial por la Guardia Nacional, que era el nombre que entonces tenían las fuerzas armadas panameñas.
En esta tercera ocasión, Arias fue juramentado y tomó posesión para el período 1968-1972 ante la Asamblea Nacional, un órgano compuesto por 42 diputados, quienes también habían ocupado sus curules ese 1 de octubre. La Guardia Nacional juró lealtad al nuevo jefe de Estado con un vistoso desfile militar en las afueras del palacio legislativo no bien asumido el cargo. Once días después, un grupo de oficiales le daría a Arias su tercer golpe de Estado, alegando que el nuevo presidente no había respetado el escalafón militar. De esa forma, el 11 de octubre de 1968 se tomó el poder en Panamá el primer y único gobierno militar desde su fundación como República independiente.
Al día siguiente, un nervioso teniente coronel Torrijos informó a los corresponsales extranjeros que desde la noche anterior todo el país se encontraba bajo control militar. Dijo que la revuelta “tenía por objeto rescatar la dignidad de la Guardia Nacional y salvar al país de una dictadura”.
Los panameños pudieron ver en las pantallas de televisión el domingo 13 de octubre de 1968 la imagen que simbolizaba su nueva realidad: un gobierno militar. La transmisión enfocaba el Salón Amarillo del Palacio de Las Garzas, donde dos semanas antes el presidente Arias había dado posesión a sus ministros. Una docena de oficiales de la Guardia Nacional, trajeados con uniforme de gala, medallas, charreteras y quepis, aparecían aglomerados detrás de otros dos, uno bajito, el coronel Pinilla, que ocupaba el sillón presidencial con la banda cruzada sobre el pecho, y el otro mucho más alto, el coronel Urrutia, en el puesto destinado al vicepresidente.
Se conformaba así la Junta Provisional de Gobierno. Inmediatamente después, una decena de civiles se acercan, uno a uno, a la mesa presidencial y se inclinan para firmar el decreto que los nombraba ministros de Estado.
Esas imágenes tienen un dato muy revelador que pasa casi desapercibido. En la periferia del pelotón, casi fuera de cámara, hay dos oficiales, los únicos vestidos de faena y cascos de combate. Sus rostros apenas se ven de lado. Los delatan los cascos. Se trata, nada menos, que de los dos artífices más importantes del golpe: el mayor Boris Martínez y el teniente coronel Omar Torrijos.
El entonces capitán Rubén Darío Paredes, uno de los oficiales que aparecían en el centro de la imagen, justo detrás de la silla presidencial, confesaría años después que, bajo la imagen de solidez que se proyectaba, se ocultaba el nerviosismo porque el nuevo gobierno aún no estaba consolidado. “Nos sentíamos que todavía no teníamos arraigo y la población estaba en suspenso. Al margen del acto, ellos estaban alerta. La cosa no estaba segura, en firme… y bueno, además, estaba pendiente el cuco del Comando Sur [de los Estados Unidos], todos esperando a ver cómo los americanos iban a reaccionar”.
En ese acto se anunció al país que el gobierno sería provisional y que se celebrarían elecciones a corto plazo. Dicha promesa resultó falsa. Lo cierto es que los militares se mantuvieron en el poder durante los siguientes veintiún años.
Tampoco fue cierta la promesa de adecentar las instituciones políticas, las cuales habían quedado muy desprestigiadas luego de la campaña electoral de 1968, y que fue la excusa oficial que muy pronto utilizaron los gobernantes para justificar el rompimiento del orden constitucional.
Ese domingo, los militares ordenaron la disolución de la Asamblea Nacional, se suspendió la Constitución Nacional y se suprimieron los derechos políticos. Dos días después, fueron abolidos los partidos.
Como en toda dictadura, las manifestaciones públicas también fueron prohibidas. Se clausuraron la Universidad de Panamá y el Instituto Nacional, los dos bastiones históricos de los movimientos estudiantiles.
La prensa libre desapareció, bien porque los medios que intentaron denunciar el nuevo régimen fueron clausurados o confiscados, o porque los que sobrevivieron lo hicieron a cambio de quedar sujetos a su absoluta docilidad al gobierno.
Decenas de panameños fueron detenidos o amenazados; más de cien expatriados o tuvieron que huir al exilio por temor a ser encarcelados o asesinados; 116 personas fueron asesinadas por agentes del gobierno, o, lo que es lo mismo, declaradas “desaparecidas” pues sus cuerpos nunca se recuperaron, según concluyó la Comisión de la Verdad.
La dictadura panameña sobrevivió a todas las protestas pacíficas de esas dos décadas, a las denuncias internacionales presentadas, a las revueltas estudiantiles y hasta al alzamiento armado que, justo al inicio del régimen, organizaron por las montañas y campos del país los seguidores de Arias, que no se resignaron al derrocamiento del mandatario elegido democráticamente y de forma abrumadora. Tristemente, la bravata militar solo finalizó luego de la invasión armada de Estados Unidos a Panamá, el 20 de diciembre de 1989.
Durante la primera etapa del régimen autoritario, de 1968 a 1972 —que era el período que coincidía con el mandato constitucional del presidente destituido—, se gobernó mediante decretos aprobados por un gobierno que estaba conformado por civiles designados por el Estado Mayor y sujeto a sus designios. De caras afuera, Panamá contaba con un presidente civil. Adentro, la realidad era que el presidente no era más que una fachada, un títere, pues el poder residía en la comandancia de la Guardia Nacional.
Fue por esa época que Omar Torrijos se consolidó como líder absoluto del golpe y en la que, también, el régimen se autoproclamó “proceso revolucionario”, pretendiendo dar al gobierno una misión reivindicativa: la de llevar a cabo cambios sociales y económicos en las viejas estructuras oligárquicas que habían controlado históricamente el país.
Bajo esas condiciones, sin partidos políticos ni libertad de prensa, en 1972 se simularon unas elecciones para escoger a la Asamblea Nacional de Representantes de Corregimientos, un ente fingido, que se reunía una vez al año. En su primera convocatoria le cayó la encomienda de redactar una nueva Constitución Política. Todo resultó ser una farsa pues los “constituyentes” no iban a discutir ni a deliberar nada. El gobierno les entregó el texto que debían aprobar. Así, reunidos en un gimnasio, los 505 miembros que componían dicho órgano ratificaron el documento en un par de horas, sin modificarle una sola palabra. Hubo un solo voto disidente, el de Emilio Veces, el representante de Barrio Balboa, un corregimiento del distrito de La Chorrera y miembro de la Democracia Cristiana.
La carta constitucional de 1972 era antidemocrática desde su preámbulo hasta su último artículo, que contenía una aberración de antología. Con nombre y apellido, la Constitución otorgaba al general Omar Torrijos Herrera el cargo de jefe de Gobierno (pues había un supuesto “jefe de Estado”, un presidente civil) y le confería todos los poderes reales del Estado. El período del presidente y del jefe de Gobierno se extendió de 4 a 6 años y se borró la división de poderes, principio fundamental de toda Constitución democrática, pues quedaron concentrados en él por mandato constitucional.
Por esos años, la dictadura logró enfocar sus esfuerzos diplomáticos en un proyecto que siempre había unido a los panameños: la derogatoria del Convenio del Canal Ístmico firmado con Estados Unidos en 1904 y su reemplazo por otro que reconociera la soberanía panameña y traspasara la vía interoceánica. Este objetivo se cumpliría unos años después, bajo el liderazgo de Torrijos y siendo presidente de Estados Unidos el demócrata Jimmy Carter, con la firma en 1977 de los tratados Torrijos-Carter. Mediante estos convenios, la República de Panamá asumiría la administración completa del Canal el 1 de enero de 2000, ordenándose una transición escalonada y conjunta entre ambos países. Además, se eliminaría finalmente la oprobiosa Zona del Canal. Se pautó la entrega paulatina a Panamá de las tierras, de los edificios y de la infraestructura existente en la franja, así como el cierre de las catorce bases militares que hasta ese momento mantenía allí Estados Unidos.
Fue entonces cuando se abrió el cielo, y los primeros destellos de luz aparecieron en el horizonte. Por razón de la firma y posterior ratificación de dichos tratados, Panamá conoció un relajamiento de la represión imperante, cierta apertura política, un período que fue bautizado como el “veranillo democrático”. Ya la administración Carter, que había ganado las elecciones en su país luego del escándalo Watergate y bajo la promesa de una política exterior de respeto y promoción de los derechos humanos, había sufrido las consecuencias de una contradicción demasiado evidente: él negociaba con un dictador y con un gobierno que violaba abiertamente los derechos humanos.
Para Carter, más farragosa que la negociación de los nuevos tratados resultaría la batalla en el Senado de los Estados Unidos para obtener su ratificación, pues se requería del voto afirmativo de la mayoría de sus miembros. Varios senadores del Partido Republicano se oponían a devolver el Canal a Panamá —pues abiertamente lo consideraban propiedad de Estados Unidos— alegando que su nación lo había construido, operado y defendido. A esa oposición se unieron las voces de varios senadores, republicanos y demócratas, quienes denunciaban que se negociara con un dictador y que la vía interoceánica se traspasara a un gobierno no democrático.
Fue en ese contexto que el “proceso revolucionario”, liderado por Torrijos, se preparó para un gradual retorno a la vida democrática. En teoría —porque nadie jamás lo vio—, había un plan de “repliegue a los cuarteles” de parte de los militares y, con él, la progresiva transferencia del poder a los civiles.
Los tratados Torrijos–Carter fueron firmados el 7 de septiembre de 1977. Panamá los ratificó el 23 de octubre de ese año, mediante un plebiscito nacional. La batalla por la ratificación en el Senado de Estados Unidos fue muy dura. Se requería el voto afirmativo de dos terceras partes de los senadores. Pasaron seis meses antes de que el Senado —luego de todo tipo de reuniones, negociaciones y varias visitas de senadores a Panamá— sometiera a votación el tratado sobre el Canal y su complemento, el Tratado Concerniente a la Neutralidad Permanente. Ambos fueron ratificados con 68 votos a favor y 32 en contra.
Durante una de las primeras visitas de los senadores a Panamá, encabezada por Robert Byrd, el jefe de la bancada demócrata en el Senado, en un encuentro de los parlamentarios con Omar Torrijos, uno de los senadores le dijo directamente al general: “Hay algo que usted debe saber, a mí no me gustan los dictadores”. Torrijos le contestó que a él tampoco le gustaban.
Unas semanas después, el gobierno derogaría dos de la larga lista de normas legales autocráticas de la dictadura: la que castigaba los supuestos “crímenes contra el orden constitucional” y la que prohibía las manifestaciones públicas de los ciudadanos.
El 6 de abril de 1978 la Asociación Panameña de Ejecutivos de Empresa (APEDE) organizó un panel, que fue televisado, intitulado “Perspectivas Políticas de Panamá”. Se trataba de uno de los primeros resquicios de libertad abiertos gracias al veranillo democrático. Luego de una década de vivir bajo el régimen militar, los panameños pudieron escuchar por primera vez en televisión voces disidentes y críticas al gobierno.
Ricardo Arias Calderón, quien sería uno de los líderes más destacados y aguerridos por la recuperación de la democracia, apareció en las pantallas con una ponencia que hubiera sido impensable escuchar por televisión un año atrás.
“Me siento moralmente obligado a comenzar por lo esencial —expresó con la firmeza de un catedrático mientras se proyectaban en vivo las imágenes de la mesa principal y la concurrencia—. Nunca antes en nuestra historia republicana se han violado por tanto tiempo, de manera tan sistemática, los derechos humanos de tantos panameños. El número de presos, de exiliados y muertos por razones políticas, durante los últimos diez años de dictadura, sobrepasa toda la experiencia panameña anterior, al menos desde nuestra independencia”.
Conseguida la ratificación de los tratados en el Senado, el 18 de abril de 1978, se hizo el segundo gran anuncio: el gobierno nacional permitiría el regreso al país de los panameños exiliados.
Ya la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que acababa de realizar una investigación in situ a Panamá como parte de la preparación de un informe sobre la situación de los derechos humanos en el país, había cuestionado al gobierno sobre 103 panameños desterrados, ya sea porque fueron expulsados a la fuerza o porque habían huido por recibir amenazas.
El 24 de abril de 1978 el general Omar Torrijos anunció por radio y televisión que todos los panameños que se encontraban en el exterior “en calidad real o aparente de exiliados políticos” podían regresar al suelo patrio “sin preocupaciones ni temores” de ninguna especie.
Esta decisión se convertiría en un hito en la senda política de esos años. El regreso de los líderes opositores se convertía en un cambio importante para una población que llevaba más de una década escuchando solamente la narrativa oficial, y para el gobierno que, hasta entonces, no conocía la crítica ni la fiscalización, pues quienes se atrevieron habían sido asesinados o desaparecidos, otros desterrados y los restantes encarcelados o amenazados.
El 11 de octubre de 1978, décimo aniversario de la “revolución”, el entonces ministro de Educación y negociador de los tratados, Aristides Royo, y el gerente general del Banco Nacional, Ricardo de la Espriella, fueron elegidos por la Asamblea Nacional de Representantes de Corregimientos como presidente y vicepresidente de la República, un ente que seguía controlado por los militares, quienes fueron los que escogieron a los candidatos.
“Después de haber trabajado arduamente en las negociaciones del tratado [Torrijos-Carter de 1977] —reconoció Royo—, le pedí a Omar Torrijos la embajada de Panamá en España, porque había estudiado en Salamanca. Torrijos dijo que sí, pero que no lo comentara con nadie. Después me sorprendió con la noticia de que me iba a proponer ante los 505 representantes de corregimiento —como presidente—, que eran los que elegían”.
Para los militares de alto rango que sirvieron junto a Torrijos, con la designación de Royo se da el primer paso del repliegue a los cuarteles y el traspaso a los civiles. “Torrijos comenzó a buscar quién de los civiles podía ser la cabeza de ese relevo. Entre esos estaba Fernando Manfredo, Rómulo Escobar, Aristides Royo, De la Espriella, y alguno otro”.
El espacio de libertad abierto gracias al veranillo democrático dio cabida a que empezaran a aparecer medios independientes. El más trascendente sería el periódico La Prensa, un proyecto que germinó de un grupo de exiliados liderado por I. Roberto Eisenmann a su regreso al país en 1978, en el que aglutinó a varios de los líderes opositores más destacados. El proyecto de la propiedad del diario fue muy novedoso y parte de su éxito inicial. La venta de sus acciones se abrió al público, una especie de suscripción nacional, pues los fondos se invertirían en un medio que pretendía ser independiente, crítico del poder y prodemocracia, con un capital atomizado. La idea era contar con cientos de dueños sin que ninguno pudiera tener más del 1% del capital. Los periodistas y el resto del personal se convertirían en accionistas de la empresa y tendrían derecho a recibir el 50% de las ganancias anuales. El proyecto inicial logró sumar más de 500 inversionistas, llegando a alcanzar la cifra de 1. 600. El periódico vio la luz el 4 de agosto de 1980 y desde su nacimiento se erigió en el temido azote de los cuarteles.
No se puede dejar por fuera la aparición de otras publicaciones como Quiubo y Ya, así como programas informativos y de opinión que desafiaron al régimen en un par de emisoras de radio, como KW Continente, Radio Impacto y Radio Mundial.
Pero fue la aparición de La Prensa la que sin duda quitó el sueño a los gobernantes. “El periódico también cogió mucha fuerza porque la comunidad estaba fastidiada de nosotros. Ya llevábamos 12 años en el poder”, recordó Rubén Darío Paredes en una entrevista muchos años después.
—¿Usted sabe qué era lo que nosotros en la comandancia leíamos todos los días? —dijo Paredes.
—¿La columna de Guillermo Sánchez Borbón?
—Exactamente, a Sánchez Borbón. Esa columna era del carajo. Allí la analizábamos todos los días. En cositas, en unas líneas, nos decía lo que le daba la gana. El tipo era fantástico
—Es que él los criticaba con sarcasmo, con humor. Sánchez Borbón siempre sostuvo que los militares no tenían sentido del humor, eran incapaces de tolerar el humor.
—Bueno podría ser, pero es que sus escritos eran muy profundos —recordó el militar—, eran ocurrentes y él estaba muy bien informado.
El siguiente paso fue la legalización de los partidos, prohibidos desde 1968. El horizonte parecía despejarse. El primero que se inscribió fue el Partido Revolucionario Democrático (PRD), el brazo político del “proceso revolucionario”. Paulatinamente, los partidos opositores iniciaron su legalización. Al principio habían estado reticentes en inscribirse dada la desconfianza en el régimen y el temor de que, al hacerlo, le otorgaban legitimidad al gobierno.
En 1981, el general Omar Torrijos murió en un accidente aéreo en las montañas de Coclé.
Con la muerte de Torrijos se puso en marcha la verdadera sucesión política, la del poder real. En una genuina democracia, el presidente hubiera designado al siguiente comandante en jefe. En Panamá, sin embargo, tocaba al Estado Mayor escoger de entre ellos al nuevo jefe de las Fuerzas Armadas. El cargo le correspondió al oficial de mayor antigüedad, el coronel Florencio Flores.
El cuero del sillón olía aún a nuevo cuando Flores fue desalojado del Cuartel Central por sus compañeros de armas. La cúpula militar lo reemplazó, a los nueve meses, por el coronel Rubén D. Paredes.
Mientras, ciertos hechos desmentían el supuesto tránsito hacia la democracia. Entre julio y diciembre de 1981, por ejemplo, el diario La Prensa sufrió amenazas, presiones y ataques. La libertad de prensa no sentaba nada bien a los gobernantes.
La primera demanda por calumnia la interpondría el presidente Royo contra el columnista Guillermo Sánchez Borbón cuando el diario no tenía ni un año de estar funcionando. Unos meses después, molestos por las investigaciones sobre corrupción que aparecían en sus páginas, las instalaciones fueron atacadas con machetes, varillas y armas de fuego por una facción del PRD denominada “Grupo de Acción Popular”. Esa tarde, el PRD se hizo responsable de la agresión admitiendo que “una base de nuestro partido atacó ese periódico con el apoyo moral de la Secretaría General del Partido”, pues no estaban de acuerdo con su línea editorial.
Le siguieron más demandas por “calumnias al presidente de la República” y una condena de cinco meses de cárcel al director del diario. El Ministerio de Hacienda, por su parte, le envió auditores y le impuso una multa por el supuesto impago de impuestos, y los miembros de la Junta Directiva fueron citados a la Comandancia y advertidos de que “estaban jugando con fuego” tras aparecer en sus páginas un reportaje sobre la empresa Transit, S. A., un negocio afiliado a los militares que cobraba tasas a los operadores de la Zona Libre y cuyo beneficio terminaba en los bolsillos del Estado Mayor.
En los cuarteles, Paredes fue ascendido a general de brigada. Y ya para julio de 1982, aniversario de la muerte de Torrijos, el general Paredes decidió desechar al presidente civil, Aristides Royo, quien anunció al país en cadena nacional de radio y televisión que renunciaba por razones médicas, el memorable “gargantazo”. El País (España) escribió que el presidente de Panamá “hubiera merecido más crédito si llega a decir que estaba embarazado”.
Royo, muchos años después, cuando finalmente dio explicaciones sobre aquel “gargantazo” (nombre que se le dio porque anunció al país que renunciaba a la presidencia por padecer dolencias en la garganta), confesaría que ese repliegue militar, en el que él confiaba, y que supuestamente permitiría el traspaso al poder civil, no había seguido su curso. Creyó que los militares respetarían el poder civil después de la muerte de Torrijos, pero se estrelló con la realidad de que los coroneles tenían otros planes.
Para el general Paredes, la defenestración de Royo fue una estrategia con el fin de ganar tiempo, pues los militares notaban un desgaste político muy grande:
Royo fue una víctima, digo yo hoy. Tú no puedes delegar el poder. Si tú tienes el poder y yo digo, “ahora lo tiene Aristides”, eso es un cuento. La gente husmea, no es tonta, el pueblo detecta dónde está el poder. Después que Royo queda de presidente, se convirtió en un presidente solitario. Sus ministros, en las tardes, se iban para la comandancia, algunos iban a criticarlo, a mofarse de él. Pero lo que más le hacía daño fue el arrastre que traía por la Reforma Educativa [un proyecto incubado en sus años como ministro de Educación y cuyo rechazo público fue contundente: logró movilizar a la mayor manifestación ciudadana que hasta entonces había enfrentado el gobierno]. Estando en la presidencia lo debilitó, un pecado original que le persiguió, que fue empeorando en la medida que nos íbamos desgastando más políticamente.
Según el exgeneral, la ausencia súbita de Torrijos, el evidente deterioro del gobierno, el surgimiento de figuras políticas de oposición como Arias Calderón, Guillermo Ford, Carlos Iván Zúñiga, junto a los reportajes de La Prensa, les hicieron darse cuenta de que se hundían cada día más. En palabras de Paredes:
Yo sentía que nos caíamos, que estábamos a punto de perder el gobierno. Comencé a pensar que teníamos que hacer una maniobra para ganar tiempo hasta encontrar otra salida política. Se me ocurrió que el presidente Royo debía salir y que así el pueblo tendría la satisfacción de que habían logrado que se apartara al presidente, un presidente que era impopular, muy frágil. En la comandancia le explicamos la sensación que teníamos, de enorme descontento popular, que sentíamos que nos estábamos cayendo, y él respondió: “yo siento igual”. Él mismo lo dijo. Entonces yo le dije que el pueblo debía ver un cambio radical y que eso solo se daría con su salida. Que el pueblo se convenza de que hay un cambio de verdad, y le digo que “he pensado que usted debe retirarse, que el vicepresidente De la Espriella lo suceda”. Le expresé que eso nos daría más tiempo para planear la transición. Y Royo contestó que él estaba de acuerdo. De paso, fue él quien dijo que él estaba sufriendo de la garganta y bueno, vino aquello que llamaron el gargantazo.
Coincidiendo con el anuncio de la renuncia de Royo, y temiendo protestas públicas por el “golpe” que le daban al Ejecutivo, se tomaron medidas claramente dictatoriales. Rubén Darío Paredes, como jefe de la Guardia Nacional, ordenó el cierre inmediato de los medios de comunicación. La preocupación del nuevo “hombre fuerte”, como confesaría años después, era la reacción que podría generar lo que publicara el diario La Prensa, que, a pesar de contar apenas con un año de funcionamiento, se había convertido en el medio independiente de referencia. Los periodistas presentes en la rueda de prensa le preguntaron al general desde cuándo regiría esa orden. “Desde ya”, contestó el militar.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Fernando Berguido es abogado graduado con honores de la Universidad Santa María La Antigua de Panamá. Posee una maestría en Derecho como becario Fulbright en la Universidad de California, Los Ángeles, y fue Nieman Fellow en Periodismo de la Universidad de Harvard. Fue presidente de la Corporación La Prensa, entre 2004 y 2011, y miembro de su junta directiva por 20 años, además de haber sido director del diario La Prensa en dos ocasiones. Ha sido miembro de la Comisión de la Verdad y presidente del Capítulo panameño de Transparencia Internacional del 2000 al 2005, en cuyo periodo redactó el proyecto original de la actual Ley de Transparencia y promovió su aprobación (Ildea). Es vicepresidente del Instituto Latinoamericano de Estudios Avanzados. A finales de 2013 publicó la obra autobiográfica Una vida póstuma. Desde 2014 es miembro de la Junta Asesora de la Fundación Nieman de Periodismo de la Universidad de Harvard, en ese mismo año fue designado por el presidente Juan Carlos Varela como embajador de Panamá en Italia.