60 años del asesinato de John F. Kennedy: el testimonio de Jacqueline Kennedy
Capítulo de “Jacqueline Kennedy. Conversaciones históricas sobre mi vida con John F. Kennedy”. Edición coordinada por su hija Caroline en 2011 y publicada en Colombia con el sello Aguilar.
Caroline Kennedy * / Especial para El Espectador
Prólogo
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Prólogo
En 1964, como parte de un proyecto de historia oral sobre la vida y la carrera de John F. Kennedy, mi madre se sentó con Arthur M. Schlesinger, Jr., para compartir con él sus recuerdos y sus percepciones. Grabadas menos de cuatro meses después de la muerte de su marido, estas conversaciones suponen un regalo para la historia y una muestra de amor por su parte. Para tratarlas con el respeto que se merecen mis hijos y yo tomamos muy en serio la decisión de publicarlas ahora con motivo del quincuagésimo aniversario de la presidencia de mi padre. El momento parece adecuado ya que ha pasado el tiempo suficiente para que puedan valorarse por su perspicacia única, aunque la presidencia de Kennedy todavía queda en la memoria viva de muchos que encontrarán iluminadoras las observaciones de mi madre. También espero que las generaciones más jóvenes que están conociendo ahora la década de 1960 encuentren en estos recuerdos una introducción útil a la forma en la que se hace historia y se sientan inspirados para corresponder con este país que nos ha dado tanto a todos. (Recomendamos: Infografía para entender quién es quién en el clan Kennedy).
Mientras yo crecía mi madre dedicó gran parte de su tiempo a reunirse a puerta cerrada con miembros de la administración de mi padre para planificar su tumba en el Cementerio Nacional de Arlington, asegurarse de que el Centro John F. Kennedy para las Artes Escénicas reflejaría su compromiso con el legado cultural de nuestro país, realizar sus deseos respecto a la Biblioteca Presidencial John F. Kennedy y el Instituto de Política y tomar innumerables decisiones sobre las disposiciones de los papeles oficiales de mi padre, efectos personales, recuerdos y pertenencias varias. Estaba decidida a que la Biblioteca Kennedy fuera una conmemoración viva, un lugar donde los estudiantes se inspiraran para seguir carreras de servicio público, donde los estudiosos tuvieran acceso a los registros históricos y donde las familias pudieran aprender sobre los ideales que animaron la carrera de mi padre y su visión de América. Estos encuentros fueron de alguna forma misteriosos, pero mi hermano y yo tuvimos la sensación de que nada era más importante que la «historia oral» de la que oímos hablar de vez en cuando.
Mis padres compartían el amor por la historia. Para ellos el pasado no era una cuestión académica, sino la reunión de la gente más fascinante que nunca pudieras desear conocer. Los intereses de mi padre eran políticos (sigo teniendo sus libros sobre la Guerra Civil y de la historia parlamentaria inglesa, además de su ejemplar anotado de El federalista). Mi madre pensaba que en la historia de América no había mujeres suficientes para que ésta fuera tan interesante como leer novelas y diarios de las cortes europeas. Leyó Guerra y paz durante las primarias de Wisconsin y sostenía que la lectura de Las memorias del duque de Saint-Simon sobre la vida en Versalles fue la preparación más valiosa que recibió para vivir en la Casa Blanca.
Tras la muerte de mi padre mi madre decidió hacer todo lo posible para asegurarse de que se conservaran los documentos sobre su administración. Confiaba en que las decisiones que había tomado soportarían el examen del tiempo y quería que las futuras generaciones supieran lo extraordinario que era como hombre. Ayudó a poner en marcha uno de los proyectos de historia oral más amplios realizados hasta entonces, en el que se entrevistó a más de mil personas sobre su vida y su trabajo con John F. Kennedy. Aunque para mi madre fue doloroso revivir su vida, desde entonces destrozada, supo que su participación era importante. Siempre nos dijo que había elegido que la entrevistara Arthur M. Schlesinger, Jr., el historiador, ganador del premio Pulitzer, antiguo profesor de Harvard y ayudante especial del presidente Kennedy, porque estaba haciendo esto para las futuras generaciones, y por ello puso las cintas en una caja fuerte que permanecería sellada durante cincuenta años.
Leí por primera vez las transcripciones de estas conversaciones unas pocas semanas tras la muerte de mi madre en 1994, cuando se abrió la caja fuerte y su abogado me dio una copia. Todo lo relativo a esa época era sobrecogedor para mí porque me encontré a mí misma enfrentándome al mismo tipo de decisiones sobre sus posesiones que ella tuvo que hacer treinta años antes. Conocer sus deseos sobre la historia oral lo hizo más fácil (supe que estaba leyendo algo que se suponía que no se vería todavía) y, aunque la encontré fascinante, la puse de nuevo en la caja fuerte a esperar su momento.
Hace unos años mi familia empezó a pensar cómo conmemorar el quincuagésimo aniversario de la presidencia de mi padre. Decidimos concentrar nuestros esfuerzos en proyectos que hicieran accesible su legado a nivel mundial.
Trabajando con el personal de la Biblioteca y la Fundación John F. Kennedy y socios privados generosos, mi marido dirigió el proyecto para crear el archivo digital más grande de una presidencia, además de curricula online, exposiciones descargables y una web —www.jfk50.org—, destinados a despertar vocaciones de servicio como la de mi padre en la generación actual.
La publicación de estas entrevistas es una importante contribución para su esfuerzo conmemorativo y tiene su propia historia. Cuando el director de la biblioteca se dirigió por primera vez a mí con esta propuesta, le pedí que buscara los archivos para confirmar los deseos de mi madre respecto a la fecha de publicación. Sorprendentemente para la importancia del material, no había escritura de donación o transmisión, ni una carta de voluntad respecto a la fecha en la que las entrevistas se debieran abrir. Sólo había una breve nota de un antiguo archivero del gobierno indicando que estas entrevistas estaban «sujetas a las mismas restricciones que las entrevistas de Manchester».
A modo de contexto, había tres entrevistas significativas que mi madre concedió después de la muerte de mi padre. La primera era de Theodore H. White en Hyannis Port el 29 noviembre de 1963, sólo unos días después del funeral de mi padre. En esa entrevista mi madre (y es muy conocido) dijo a White que ella y mi padre solían escuchar el musical de Broadway Camelot por la noche antes de irse a dormir y que, haciendo memoria, «aquel breve momento brillante» le recordó la presidencia. El artículo de White se publicó una semana después en la revista Life, pero las notas de la entrevista permanecieron selladas hasta un año después de la muerte de mi madre. Hoy están a disposición de los investigadores en la Biblioteca Kennedy en Boston.
El segundo conjunto de entrevistas fue con William Manchester, que estaba escribiendo un libro llamado La muerte de un presidente. Durante las sesiones mi madre dijo más sobre el asesinato de mi padre de lo que quería. En consecuencia se disgustó tanto ante la idea de que sus recuerdos personales se hicieran públicos que denunció al autor y al editor para apartarlos del libro. Se llegó a un acuerdo y, aunque gran parte del contenido alcanzó la esfera pública, las notas de las entrevistas fueron selladas durante cien años, es decir, hasta 2067.
Con diferencia, lo más importante eran estas conversaciones de historia oral con Arthur Schlesinger, en las que mi madre recordaba con gusto la etapa de su vida de casada y compartía su percepción sobre la personalidad política de mi padre, tanto en el plano privado como en el público. La nota del archivero sobre la fecha de publicación no era coherente con mi recuerdo, y tampoco parecía reflejar los deseos de mi madre. Lo comprobé con antiguos miembros de su personal en la Casa Blanca y de épocas posteriores, además de con otros amigos y abogados. Nadie tenía un recuerdo distinto al mío y estaban entusiasmados con la idea de publicarlo.
Así que me encontré frente al dilema que había tenido que confrontar muchas veces en relación con los papeles personales de mi madre y su correspondencia. Por una parte, ella era una persona con una querencia reconocida por su privacidad y que no concedía entrevistas grabadas (más allá de estas tres) respecto a la vida en la Casa Blanca y pidió en su testamento que mi hermano y yo hiciéramos todos los esfuerzos para evitar la publicación de sus papeles personales, cartas y escritos.
Sin embargo, también guardó todos los trozos de papel que encontró por el camino, cada tarjeta de felicitación o telegrama, cada carta de sus padres, cada agenda y cada diario, y cada borrador de carta o nota que escribió. Sabía que vivir en la Casa Blanca era un enorme privilegio y estaba orgullosa del papel que había llevado a cabo. Mucho antes, cuando descubrió que una de las secretarias estaba difundiendo notas y correspondencia interna que hacía crónica tanto de la vida diaria como del funcionamiento oficial de la mansión, escribió una reprimenda solicitando a todo el personal que guardara hasta el más mínimo garabato. Lo inmersa que estaba en las memorias del pasado alimentaba su creencia de que tenía la obligación de conservar todo lo que ocurrió durante su etapa en la Casa Blanca.
En los años posteriores a su muerte me hice a mí misma la siguiente pregunta: «¿Cuándo deja alguien de pertenecerte a ti para pertenecer a la historia?». Sobre poca gente se ha escrito más que sobre mi madre y crecí sintiendo que tenía que protegerla, de la misma forma que ella nos había protegido a nosotros. Así que al principio pensé que sería mejor que estas entrevistas permanecieran selladas durante otros cincuenta años en lugar de exponer su memoria a otra nueva ronda de cotilleo y especulaciones. Pero también entiendo que el interés continuado por su vida es un tributo a la inmensa admiración y la buena voluntad con los que todavía cuenta, y creo que el acceso abierto al gobierno es un importante valor norteamericano.
A lo largo de los años he recibido muchas peticiones para publicar las notas y la correspondencia de mi madre. En ocasiones ha sido difícil equilibrar su deseo de privacidad con su papel público y rendir cumplido respeto a ambos. Aunque sopeso cada petición sé que mi madre confiaba en mi capacidad de juicio y sentía que yo comprendía su perspectiva acerca de la vida. Según pasan los años, se ha vuelto menos doloroso compartirla con el mundo e incluso es un privilegio. Como hija suya a veces me ha resultado difícil hacer compatible el hecho de que la mayoría de la gente pueda identificar al instante a mi madre por más que en realidad no la conozcan en absoluto. Puede que tengan una idea de su estilo y su aspecto majestuoso pero no siempre aprecian su curiosidad intelectual, su sentido del ridículo y de la aventura, su infalible sentido de lo correcto. Tiempo después he intentado trazar una línea divisoria entre su vida pública y la privada en gran medida como la que ella trazó —trato de complacer las peticiones que pertenecen a la carrera de mi padre, la vida en la Casa Blanca, acontecimientos históricos y conservación histórica mientras niego el permiso para publicar sus escritos como ciudadana particular—, tanto de joven como ya trabajando como editora.
Estas conversaciones no pertenecen a la misma categoría que sus escritos personales, porque se grabaron con la intención de que un día fueran accesibles. Así que no era cuestión de si se publicarían o no, sino de cuándo y la decisión dependía de mí. Mi experiencia con otras solicitudes sirvió de base a la decisión de que había llegado el momento.
Al alcanzar esta conclusión me resultó de ayuda recordar el contexto en el que las entrevistas tuvieron lugar y el proceso temporal en el que ocurrieron. El objetivo era crear un registro de la vida y la trayectoria profesional de mi padre a partir de los recuerdos de aquellos que lo conocieron y trabajaron con él. Así pues, las preguntas siguen una secuencia de una cronología laxa que comienza con las primeras batallas políticas de mi padre en Massachusetts, su lucha por la nominación como vicepresidente en 1956, la campaña de 1960, el camino hacia la presidencia, la toma de posesión, Bahía Cochinos, la crisis de los misiles cubanos, la vida oficial y familiar en la Casa Blanca y los planes para la campaña de 1964 y para un segundo periodo. Mientras se cuenta esto hay también diálogos que revelan mucho sobre los principales personajes y acontecimientos de la época tanto en política nacional como en asuntos internacionales.
La decisión se complicó por mi convicción de que si mi madre hubiera revisado las transcripciones sin duda habría hecho revisiones. Era una joven viuda en los momentos más duros de su duelo. Las entrevistas tuvieron lugar sólo cuatro meses después de que ella hubiera perdido a su esposo, su casa y su propósito en la vida. Tenía que educar a dos hijos ella sola. No resulta sorprendente que algunas declaraciones las pudiera haber considerado después demasiado personales y otras demasiado severas. Hay partes en las que estoy segura de que hubiera añadido algo y sus puntos de vista ciertamente evolucionaron con el tiempo. Me enfrenté a la duda de si borrar observaciones que podían quedar fuera de contexto. Era consciente de que mis intenciones se podían malinterpretar por más que la versión editada fuera un reflejo más ajustado de cómo se sentía ella en realidad. Tras mucha deliberación decidí mantener íntegramente los audios de las entrevistas como fuente primaria y editar el texto ligeramente con el fin de hacerlo más comprensible, no para eliminar contenido, como se había hecho con otras transcripciones presidenciales y entrevistas de historia oral.
Mis reservas se vieron mitigadas por la notable inmediatez y la informalidad de las conversaciones. Conociendo tan bien a mi madre, puedo escuchar su voz en mi cabeza cuando leo sus palabras en el papel. Puedo saber cuándo se emociona, cuándo se lo pasa bien o cuándo se está enfadando, por más que sea siempre extremadamente cortés. Aunque la mayor parte de sus respuestas eran sobre mi padre, al escuchar el audio se descubren muchas cosas acerca de ella como persona. Su tono desvela mucho, además de sus pausas y sus declaraciones. Confío en que los lectores situarán sus puntos de vista en contexto para construir un retrato exacto y complejo de una persona en un momento concreto y que su dedicación a su marido se hará evidente para los demás como lo es para mí.
Además de su pasión por la historia, mis padres compartían la convicción de que la civilización norteamericana había alcanzado la mayoría de edad. Hoy esto parece una propuesta nada notable, pero en aquel momento Estados Unidos empezaba a emerger como poder global y aún se tenía como referente de dirección y liderazgo a Europa. Mis padres creían que Estados Unidos debía liderar con sus ideales, no sólo con el poder político y militar, y querían compartir con el mundo nuestros logros culturales y artísticos. Mi madre tuvo un papel decisivo en el desarrollo de lo que ahora se llama «diplomacia suave». Viajó con mi padre y sola, a menudo hablando los idiomas de los países que visitaba. Causaba sensación a nivel internacional.
También comprendió que la Casa Blanca en sí misma era un símbolo poderoso de nuestra democracia y quería asegurarse de que ésta proyectara lo mejor de Norteamérica a los estudiantes y a las familias que la visitaban, así como a los jefes de Estado extranjeros que se recibían allí. Trabajó duro no para «redecorar» —palabra que odiaba— sino para restaurar la Casa Blanca de forma que el legado de John Adams, Thomas Jefferson, James Madison y Abraham Lincoln fuera visible. Transformó la biblioteca de la Casa Blanca para exhibir obras clásicas de la historia y la literatura norteamericanas. Creó un comité de bellas artes y una asociación de historia de la Casa Blanca para recopilar una colección permanente de pintores y artes decorativas norteamericanos que se convertiría en una de las más bellas del país. Convirtió la Casa Blanca en el mayor escenario del mundo e invitó a los artistas más importantes a actuar allí. Recibía con los brazos abiertos a jóvenes músicos, cantantes emergentes de ópera afroamericanos, músicos de jazz y bailarines modernos, todo para despertar y difundir la apreciación por las artes y la cultura norteamericanas.
Tenía la profunda convicción de que nuestra capital, Washington DC, debía reflejar la recién estrenada posición predominante de Norteamérica en el mundo. Luchó para preservar la plaza Lafayette y desplegó un gran esfuerzo para rehabilitar la avenida Pennsylvania, esfuerzo que se ha mantenido desde entonces. Mi madre comprendió que el pasado era una fuente de orgullo para gente en todo el mundo, de igual forma que lo es en Norteamérica, y convenció a mi padre de que Estados Unidos podía fomentar la buena voluntad en pueblos como Egipto, con quien teníamos diferencias políticas, apoyando sus esfuerzos por conservar su historia. Su persistencia tuvo como resultado una contribución generosa de Estados Unidos al rescate por parte de la Unesco de los templos de Abu Simbel, que estaban amenazados por la construcción de la presa de Asuán e impresionó favorablemente al régimen de Nasser. En otro ejemplo de diplomacia cultural mi madre fue responsable de la visita de la Mona Lisa a Estados Unidos, la única vez que la pintura ha salido del Louvre.
Más importante que todo lo anterior es que ella creía que su responsabilidad era ayudar a mi padre de todas las formas que pudiera. Aunque se convirtió en un activo diplomático y político nunca pensó que mereciera el título de «primera dama» que en cualquier caso le disgustaba, arguyendo que sonaba como el nombre de un caballo de carreras. Pero tenía un profundo patriotismo y estaba orgullosa de lo que había logrado y mi padre también estaba orgulloso de ella. Sus años juntos en la Casa Blanca fueron los más felices de la vida de mi madre.
Dado el importante papel que desempeñó Jacqueline Kennedy en la presidencia de John F. Kennedy y los años posteriores pareció un flaco servicio permitir que su perspectiva estuviera ausente del debate público y del de los estudiosos que acompañaría al quincuagésimo aniversario de la administración Kennedy. Medio siglo parece tiempo suficiente para que las pasiones se enfríen y lo bastante cercano para que el mundo descrito aún pueda enseñarnos algo. El sentido del paso del tiempo se acentuó por la pérdida de mi tío Teddy y mi tía Eunice en 2009, Ted Sorensen en 2010 y mi tío Sarge en enero de 2011.
Pero antes de tomar la decisión final pedí a mis hijos que leyeran las transcripciones y me dijeran qué pensaban. Sus reacciones no fueron muy diferentes de las mías. Encontraron las conversaciones anticuadas en muchos sentidos, pero fascinantes en muchos más. Les encantaron las historias sobre su abuelo y lo perspicaz aunque irreverente que era su abuela. Les confundieron algunas preguntas de Arthur Schlesinger —rivalidades personales que perseguía y problemas particulares que no han sobrevivido a la prueba del tiempo—. Deseaban que hubiera hecho más preguntas sobre ella. Pero terminaron con las mismas conclusiones que yo: no había un motivo importante para rechazar la publicación y nadie habla por mi madre mejor que ella misma.
Nueva York, 2011
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial.