El azar convirtió a estos tres colombianos en testigos del 11 de septiembre
Alejandro Marmorek, Luis Carlos Núñez y Alejandro Éder tienen algo en común: en su memoria están tatuadas las imágenes, los sonidos y las sensaciones del 11 de septiembre de 2001. Cuando Estados Unidos fue blanco del peor atentado terrorista en su historia, ellos trabajaban en el World Trade Center. Así cambiaron sus vidas tras los ataques.
María José Noriega Ramírez
La mañana del 11 de septiembre de 2001, con un cielo azul despejado, parecía ser un martes más del mes. El World Trade Center, ese complejo de edificios financieros que delineaba el paisaje de concreto de la isla cosmopolita de Manhattan, que reunía en las esquinas a personas de varias latitudes del mundo, aún se avizoraba en el horizonte. Caminar por entre las calles y bajar por las escaleras subterráneas al metro (para atravesar la ciudad hacia el sur), tratando de lidiar con el tráfico y de jugarle una buena pasada al tiempo, era algo usual para quienes trabajaban allí. Las nueve de la mañana era la hora a la que la gente acostumbraba llegar a sus oficinas para sentarse frente a sus monitores y comenzar un nuevo día. Uno que otro, desafiando esa costumbre, llegaba sobre las siete u ocho de la mañana. El cierre de una transacción o la conversación con un cliente eran algunas de las actividades dentro de las agendas de los miles de empleados que pasaban más horas de su vida en el distrito financiero que en sus casas.
Alejandro Marmorek, Luis Carlos Núñez y Alejandro Éder son tres colombianos que vivieron la Nueva York de principios de siglo. Probablemente habrán cruzado miradas en las calles, quizá no, pero los tres tienen algo en común: en su memoria están tatuadas las imágenes, los sonidos y las sensaciones del 11 de septiembre, un día que marcó un antes y un después en sus vidas, así como en la historia de la humanidad. Por razones diferentes, el primero por una oportunidad que la firma Alexander & Alexander le dio de trabajar en la Gran Manzana, el segundo por su interés de formarse y educarse en el exterior, y el tercero por huir de la violencia que vivía Colombia, intentando probar suerte en el mundo financiero, pero sin estar muy convencido de ello, llegaron a ocupar esas angostas calles que, entre rascacielos, les hacían creer que estaban conociendo las posibilidades humanas en su máximo esplendor. Tanto así, que Marmorek, al día de hoy, considera Nueva York como el Disney de los adultos y Éder piensa en Wall Street como la Liga Europea para los financieros.
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¿Por qué se cayeron las Torres Gemelas? Científicos lo explican
Sí, los tres estaban en Nueva York cuando la vulnerabilidad del ser humano quedó desnuda ante la caída de las Torres Gemelas. Cuando la sensación de seguridad y de libertad, en cuestión de minutos, se redujo y la capacidad de decisión se remitió a seguir los instintos sobre qué hacer, cuando ni las autoridades podían responder ante la incertidumbre y el miedo. El azar los convirtió en testigos del 11 de septiembre de 2001 y sus testimonios son una ventana para conocer qué sucedió ese día, cuando se cumplen dos décadas de lo sucedido.
Marmorek trabajó en el piso 103 de la Torre Sur. Aon, la firma que compró a Alexander & Alexander en 1996, lo llevó a trabajar a las instalaciones del World Trade Center en 1997. Desde entonces fue uno de los 1.500 empleados en ocupar los diez pisos de la compañía en una de las Torres Gemelas. Desde allí se sentía en un avión. En días despejados no tenía que moverse de su cubículo para ver, a lo lejos, Long Island y los barcos pasar. Se sentía en un paraíso. Era usual que las reuniones con sus clientes las realizara desde allí, pero el 11 de septiembre de 2001 sus planes cambiaron. En lugar de tomar el metro hacia el distrito financiero cogió un bus, cruzó el Parque Central (para atravesar la ciudad de oeste a este), cambió de medio de transporte para recorrer la Quinta Avenida, pasando por el Museo Metropolitano de Arte, y se sentó a desayunar con su amigo Ronnie Gunn en el hotel The Pierre. La reunión con Philip Morris, su cliente, era a las diez de la mañana, y mientras se acercaba la hora, se juntaron para ajustar detalles del encuentro. Entretanto, un host del lugar se acercó y le dijo que su esposa lo estaba buscando por el teléfono fijo: “Alejandro, acaba de ocurrir un accidente en la otra torre, aparentemente una avioneta se estrelló contra el edificio”. Colgó, pero el teléfono volvió a sonar. Era su esposa de nuevo. Recordando su voz agitada, angustiada, repite sus palabras: “Ahora es tu torre”. La imagen no se le borra de la cabeza: a las 9:59 a.m. llegó a la oficina de su cliente, justo enfrente de la Estación Central, y desde el piso cuarenta del edificio vio colapsar la torre de su oficina.
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Los tesoros arqueológicos que se guardaban en el World Trade Center
“Luis C. Núñez. Vice President. Salomon Brothers Inc. Seven World Trade Center. New York, New York, 10048” se lee en una tarjeta profesional de fondo blanco y letras azules. El papel, arrugado por los años, es el recuerdo material que Núñez tiene de lo que alguna vez fue la Torre Siete, el edificio que dejó para mudarse a una oficina nueva, a cinco cuadras del complejo financiero, algunos meses antes de los ataques a las Torres Gemelas. Sus recuerdos lo sitúan en el dealing room, tratando de cerrar la segunda fase de una negociación. El choque del primer avión le hizo creer lo que muchos pensaron al principio: “Por alguna razón, una avioneta se estrelló contra la torre”. La segunda aeronave despertó las alertas y la alarma interna de la compañía lo llevó a evacuar. Por las calles vio pasar a los bomberos y policías que llegaban al lugar tratando de controlar aquello que no podían entender. La confusión reinaba. Había cerca de 15.000 personas a su alrededor. En medio del caos y del shock, optó por no quedarse mucho tiempo allí. Pensar en sus conocidos, en los primos, hermanos y amigos de sus compañeros de oficina, que debían estar en las torres, como en un día común y corriente, lo llevó a caminar, a alejarse del lugar. Manhattan estaba sellada, completamente cercada, y emprender camino a pie, hacia el Upper East Side, en dirección a su casa en la calle 86 con segunda, fue la solución. El ritmo de cada paso marcaba su angustia. En su mente pensaba: “¿Habrá otro ataque?”.
Alejandro Éder tenía que presentar ese día el “Memo de Prisa”. Trabajando en la Banca de Inversión y Finanzas de Nueva York, el 11 de septiembre salió a las ocho de la mañana de su casa, pues tenía que cruzar la ciudad hacia el oeste para hacer una vuelta antes de su reunión de las nueve. Su oficina quedaba justo al otro lado de la calle de la Torre Sur y la línea 1-9 del metro lo iba a dejar en el World Trade Center, incluso con algunos minutos a su favor. A las 8:45 a.m., justo en la estación de la Calle 14, el tren se detuvo. Pasaron los minutos, incluso diez, y no había movimiento. Salió a la calle, se montó en un taxi y le dijo al conductor: “Vamos a downtown”. “¿Qué parte de downtown?”, le contestó el taxista. “Al World Trade Center”, responde. El conductor lo despachó a punta de groserías. En medio del ruido de las sirenas, que venían de ambulancias, carros de bomberos e incluso de algunos taxis, vio, a lo lejos, las Torres Gemelas en llamas, mientras que el viento direccionaba el humo hacia Brooklyn. No lo creía. “Esto es histórico”, se dijo a sí mismo y corrió a una farmacia a comprar una cámara desechable, pues las estaban vendiendo “como pan caliente”.
Sus ojos vieron las torres desplomarse. La primera de ellas cayó sobre su oficina. Entretanto, recordó un artículo de The New York Times, publicado el domingo 9 de septiembre, en el que se dio a conocer el asesinato de Ahmad Shah Masud en Afganistán. Haciendo más memoria, recordó los ataques a unos edificios en Arabia Saudita y a un barco de guerra en Yemen (sitios donde estaban algunos soldados americanos), así como el bombardeo simultáneo a las embajadas de Estados Unidos en Kenia y Tanzania. “Esto lo hizo Al Qaeda. Esto lo hizo Bin Laden”. Y es que Éder confiesa que recién llegó a Nueva York alcanzó a pensar en que las Torres Gemelas “daban papaya” para un ataque terrorista. Recordando el almuerzo de su primer día de trabajo, en 130 Liberty, viendo un pedazo de una de las Torres Gemelas como paisaje, dijo: “Si aquí sucede algo, nos lleva a todos”. Sus jefes se rieron y uno de ellos dijo: “Che, estamos en Estados Unidos, esto no es Colombia”. El 11 de septiembre, luego de los ataques, uno de los mensajes que recibió, entre los que le llegaron de sus familiares y amigos que lo llamaron para despedirse, fue el del argentino. “Alejandro, espero que estés bien. No paro de pensar en lo que dijiste el día que nos conocimos”.
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El recuerdo de “Beto”, 20 años después del ataque a las torres gemelas | 11s
El 11 de septiembre les hizo ver lo vulnerable y lo frágil de la vida. En cuestión de minutos puso ante sus ojos la finitud de la humanidad, así como el poder de la paranoia y la angustia. La gran pregunta de todos era ¿por qué alguien desde el otro lado del planeta los atacó? ¿Qué se estaba haciendo mal para alcanzar ese grado de horror? ¿Ahora qué? Éder, por ejemplo, renunció a su carrera financiera. Aunque tenía un trabajo con buen salario, y probablemente estaba ocupando el lugar en el que muchos querían estar, la caída de las Torres Gemelas le hizo pensar en cuántas personas que murieron allí no disfrutaron aquello que hicieron en vida. Su gusto por estudiar los conflictos, viniendo de un país que ha vivido constantemente en guerra, lo encaminó hacia su regreso del exilio. Evocando el interés que tuvo por entender la guerra de Bosnia cuando era un estudiante universitario, confiesa que lo ocurrido el 11 de septiembre lo encaminó hacia lo que realmente le movía las fibras: trabajar en la resolución de conflictos en Colombia.
Mientras, Marmorek y Núñez siguieron en Nueva York por un tiempo más. Los meses después de los ataques fueron los más duros: mapear dónde podían estar sus compañeros de trabajo (a partir del voz a voz), reencontrarse con quienes salieron y despedirse de quienes no lo lograron. Sintiendo que el margen de libertad y seguridad se contrajo al máximo, recordando el aire pesado que se respiraba por esos días, Núñez confiesa que en el Monumento Nacional al 11 de septiembre ha encontrado un espacio de consuelo. Caminar alrededor del lugar, mantener conversaciones con quienes hoy tienen sus nombres inscritos allí, mientras que el ruido del agua le da la sensación de que la energía fluye, le ha permitido conciliarse con lo que sus ojos presenciaron hace 20 años.
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La mañana del 11 de septiembre de 2001, con un cielo azul despejado, parecía ser un martes más del mes. El World Trade Center, ese complejo de edificios financieros que delineaba el paisaje de concreto de la isla cosmopolita de Manhattan, que reunía en las esquinas a personas de varias latitudes del mundo, aún se avizoraba en el horizonte. Caminar por entre las calles y bajar por las escaleras subterráneas al metro (para atravesar la ciudad hacia el sur), tratando de lidiar con el tráfico y de jugarle una buena pasada al tiempo, era algo usual para quienes trabajaban allí. Las nueve de la mañana era la hora a la que la gente acostumbraba llegar a sus oficinas para sentarse frente a sus monitores y comenzar un nuevo día. Uno que otro, desafiando esa costumbre, llegaba sobre las siete u ocho de la mañana. El cierre de una transacción o la conversación con un cliente eran algunas de las actividades dentro de las agendas de los miles de empleados que pasaban más horas de su vida en el distrito financiero que en sus casas.
Alejandro Marmorek, Luis Carlos Núñez y Alejandro Éder son tres colombianos que vivieron la Nueva York de principios de siglo. Probablemente habrán cruzado miradas en las calles, quizá no, pero los tres tienen algo en común: en su memoria están tatuadas las imágenes, los sonidos y las sensaciones del 11 de septiembre, un día que marcó un antes y un después en sus vidas, así como en la historia de la humanidad. Por razones diferentes, el primero por una oportunidad que la firma Alexander & Alexander le dio de trabajar en la Gran Manzana, el segundo por su interés de formarse y educarse en el exterior, y el tercero por huir de la violencia que vivía Colombia, intentando probar suerte en el mundo financiero, pero sin estar muy convencido de ello, llegaron a ocupar esas angostas calles que, entre rascacielos, les hacían creer que estaban conociendo las posibilidades humanas en su máximo esplendor. Tanto así, que Marmorek, al día de hoy, considera Nueva York como el Disney de los adultos y Éder piensa en Wall Street como la Liga Europea para los financieros.
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Sí, los tres estaban en Nueva York cuando la vulnerabilidad del ser humano quedó desnuda ante la caída de las Torres Gemelas. Cuando la sensación de seguridad y de libertad, en cuestión de minutos, se redujo y la capacidad de decisión se remitió a seguir los instintos sobre qué hacer, cuando ni las autoridades podían responder ante la incertidumbre y el miedo. El azar los convirtió en testigos del 11 de septiembre de 2001 y sus testimonios son una ventana para conocer qué sucedió ese día, cuando se cumplen dos décadas de lo sucedido.
Marmorek trabajó en el piso 103 de la Torre Sur. Aon, la firma que compró a Alexander & Alexander en 1996, lo llevó a trabajar a las instalaciones del World Trade Center en 1997. Desde entonces fue uno de los 1.500 empleados en ocupar los diez pisos de la compañía en una de las Torres Gemelas. Desde allí se sentía en un avión. En días despejados no tenía que moverse de su cubículo para ver, a lo lejos, Long Island y los barcos pasar. Se sentía en un paraíso. Era usual que las reuniones con sus clientes las realizara desde allí, pero el 11 de septiembre de 2001 sus planes cambiaron. En lugar de tomar el metro hacia el distrito financiero cogió un bus, cruzó el Parque Central (para atravesar la ciudad de oeste a este), cambió de medio de transporte para recorrer la Quinta Avenida, pasando por el Museo Metropolitano de Arte, y se sentó a desayunar con su amigo Ronnie Gunn en el hotel The Pierre. La reunión con Philip Morris, su cliente, era a las diez de la mañana, y mientras se acercaba la hora, se juntaron para ajustar detalles del encuentro. Entretanto, un host del lugar se acercó y le dijo que su esposa lo estaba buscando por el teléfono fijo: “Alejandro, acaba de ocurrir un accidente en la otra torre, aparentemente una avioneta se estrelló contra el edificio”. Colgó, pero el teléfono volvió a sonar. Era su esposa de nuevo. Recordando su voz agitada, angustiada, repite sus palabras: “Ahora es tu torre”. La imagen no se le borra de la cabeza: a las 9:59 a.m. llegó a la oficina de su cliente, justo enfrente de la Estación Central, y desde el piso cuarenta del edificio vio colapsar la torre de su oficina.
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Alejandro Éder tenía que presentar ese día el “Memo de Prisa”. Trabajando en la Banca de Inversión y Finanzas de Nueva York, el 11 de septiembre salió a las ocho de la mañana de su casa, pues tenía que cruzar la ciudad hacia el oeste para hacer una vuelta antes de su reunión de las nueve. Su oficina quedaba justo al otro lado de la calle de la Torre Sur y la línea 1-9 del metro lo iba a dejar en el World Trade Center, incluso con algunos minutos a su favor. A las 8:45 a.m., justo en la estación de la Calle 14, el tren se detuvo. Pasaron los minutos, incluso diez, y no había movimiento. Salió a la calle, se montó en un taxi y le dijo al conductor: “Vamos a downtown”. “¿Qué parte de downtown?”, le contestó el taxista. “Al World Trade Center”, responde. El conductor lo despachó a punta de groserías. En medio del ruido de las sirenas, que venían de ambulancias, carros de bomberos e incluso de algunos taxis, vio, a lo lejos, las Torres Gemelas en llamas, mientras que el viento direccionaba el humo hacia Brooklyn. No lo creía. “Esto es histórico”, se dijo a sí mismo y corrió a una farmacia a comprar una cámara desechable, pues las estaban vendiendo “como pan caliente”.
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El 11 de septiembre les hizo ver lo vulnerable y lo frágil de la vida. En cuestión de minutos puso ante sus ojos la finitud de la humanidad, así como el poder de la paranoia y la angustia. La gran pregunta de todos era ¿por qué alguien desde el otro lado del planeta los atacó? ¿Qué se estaba haciendo mal para alcanzar ese grado de horror? ¿Ahora qué? Éder, por ejemplo, renunció a su carrera financiera. Aunque tenía un trabajo con buen salario, y probablemente estaba ocupando el lugar en el que muchos querían estar, la caída de las Torres Gemelas le hizo pensar en cuántas personas que murieron allí no disfrutaron aquello que hicieron en vida. Su gusto por estudiar los conflictos, viniendo de un país que ha vivido constantemente en guerra, lo encaminó hacia su regreso del exilio. Evocando el interés que tuvo por entender la guerra de Bosnia cuando era un estudiante universitario, confiesa que lo ocurrido el 11 de septiembre lo encaminó hacia lo que realmente le movía las fibras: trabajar en la resolución de conflictos en Colombia.
Mientras, Marmorek y Núñez siguieron en Nueva York por un tiempo más. Los meses después de los ataques fueron los más duros: mapear dónde podían estar sus compañeros de trabajo (a partir del voz a voz), reencontrarse con quienes salieron y despedirse de quienes no lo lograron. Sintiendo que el margen de libertad y seguridad se contrajo al máximo, recordando el aire pesado que se respiraba por esos días, Núñez confiesa que en el Monumento Nacional al 11 de septiembre ha encontrado un espacio de consuelo. Caminar alrededor del lugar, mantener conversaciones con quienes hoy tienen sus nombres inscritos allí, mientras que el ruido del agua le da la sensación de que la energía fluye, le ha permitido conciliarse con lo que sus ojos presenciaron hace 20 años.
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