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El huracán María nos obligó a adquirir nuevas destrezas —tuve que aprender a usar una sierra para cortar los árboles caídos en mi pequeña finca— y también obedecer nuevas condiciones; para conseguir hielo y agua y soportar los fuertes calores que tuvimos después de su paso, era necesario hacer largas filas más de dos horas. Nuestra modernidad, lograda por décadas, había colapsado. La falta de electricidad y escasez de agua amenazaban la salud pública. Para conseguir gasolina fue necesario hacer colas hasta de cuatro horas.
Cuando el presidente Trump aterrizó en un país asolado, el conteo de muertes, según el Gobierno estatal, era de dieciséis. Lanzó el papel secante —no higiénico— a pocos curiosos reunidos en uno de los sectores más pudientes de San Juan y felicitó al gobernador anexionista Ricardo Rosselló.
(Le puede interesar: El huracán María dejó 4.600 muertos (la cifra oficial era 64)
La antipatía que cultivó Donald Trump en su visita a Puerto Rico unos días después de que el huracán golpeara la isla fue una anticipación de la catástrofe que lentamente se reconocería. Pero también fue el preludio de una nueva forma para los puertorriqueños de examinar su identidad nacional y afrontar el presente y futuro de su relación con Estados Unidos.
Un año después del huracán, el conteo oficial de muertes —realizado a instancias del Gobierno de Puerto Rico por la Universidad George Washington— es de 2.975 personas, cifra que Trump niega. Un estudio realizado por la Escuela de Salud Pública T. H. Chan de la Universidad de Harvard eleva a más de 4.000 los muertos. La negligencia gubernamental en la evaluación del impacto humano que tuvo el huracán es innegable, tanto en el ámbito estatal como federal.
La lentitud burocrática de la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias (FEMA por sus siglas en inglés) y la ineptitud del supuestamente todopoderoso Cuerpo de Ingenieros del Ejército de Estados Unidos para restaurar la red eléctrica fueron las noticias que le añadieron perplejidad a la desesperación. Todo ello agravado por un leonino contrato suscrito con la firma de ingeniería eléctrica Whitefish —compañía sin la capacidad para realizar la tarea de devolvernos la electricidad—, que desembocó en un escándalo de la crasa incapacidad gubernamental, quizá corrupción. Estos fueron los temas que ocuparon nuestra atención durante los tres meses que siguieron al huracán.
Lo más dramático, sin embargo, no ha sido la ineptitud gubernamental ni la negligencia y torpeza de la FEMA —recientemente se descubrieron miles de cajas abandonadas con botellas de agua en un predio contiguo al aeropuerto de la base naval Roosevelt Roads—, tampoco los muertos, sino la emigración masiva de los puertorriqueños, particularmente a Florida.
Casi la totalidad de los puertorriqueños tenemos seguro universal de salud pagado por el Gobierno estatal y los fondos federales. Miles de puertorriqueños que abandonaron la isla apenas cesó María pensaron que la tormenta y su devastación implicarían una presión enorme sobre el sistema de salud pública y un agotamiento inminente del fisco. Ante la incertidumbre para recibir los servicios gubernamentales, la emigración era la mejor garantía de cobro de los beneficios anexos a la ciudadanía estadounidense.
Los que se han ausentado convierten en desgracia la tragedia. Algunos cálculos elevan a 200.000 los puertorriqueños que emigraron a causa del huracán. Según el negociado del censo federal, 97.000 personas emigraron de Puerto Rico en 2017, muchos después del María. Todavía hoy hay alrededor de mil familias puertorriqueñas refugiadas en 26 hoteles de distintos estados de la Unión, cuya estadía es pagada por el programa de Asistencia del Alojamiento Transitorio de la FEMA.
(Ver más: Puerto Rico, después del huracán María)
Y dentro del huracán, la otra tormenta, la desatada por la Junta de Supervisión y Administración Financiera. Esta legislación federal, aprobada bajo el mandato de Barack Obama, prácticamente ha desmantelado el edificio gubernamental del Estado Libre Asociado. La poca autonomía política y fiscal de que gozaba Puerto Rico, bajo el estatuto de 1952, se la ha llevado el viento de este huracán.
Hemos tenido negociaciones, siempre dificultosas, entre el Gobierno de Puerto Rico y la Junta, constituida para resolver la deuda por casi US$70.000 millones que contrajo la mala administración de las finanzas públicas puertorriqueñas durante décadas, cuenta con poderes casi omnímodos sobre los asuntos fiscales. La Junta, que determina el presupuesto del Gobierno, ahora intenta culminar su golpe de Estado mediante la gestión de los aspectos más puntuales del Gobierno: decidirá el recorte en las pensiones, el bono de Navidad tan importante para el comercio —a causa del dinero extra para las compras decembrinas— y la derogación de importantes conquistas laborales, como la ilegalidad de los despidos injustificados.
A observarse está el poder político cada vez mayor de los puertorriqueños en Florida central; si finalmente se consagran a adquirir protagonismo político en ese estado decisivo —un swing state— en las elecciones presidenciales de 2020. Como somos ciudadanos estadounidenses por nacimiento, una vez que nos mudamos a Florida, y cumplidos los requisitos de residencia, los puertorriqueños podemos votar por el presidente de Estados Unidos; no así los que permanecemos en la isla.
El gobernador Ricardo Rosselló ha prometido hacer campaña contra los políticos del norte que no hayan auxiliado a la emigración. El resentimiento ya se ha convertido en moneda política.
Un acontecimiento ocurrido a raíz del huracán María es la irrupción de dos puertorriqueñas que podrían resultar centrales en la política de la izquierda liberal estadounidense. Carmen Yulín Cruz, alcaldesa de San Juan, quien con mayor fuerza ha combatido la negligencia del gobierno de Trump a raíz del huracán, con el grito “estamos muriendo aquí”, podría convertirse en una figura decisiva para la integración de la política puertorriqueña a la estadounidense. Yulín Cruz ha sido la principal contrincante de Trump en lo relativo al María. Su estatus de celebridad en los medios de prensa liberales le garantiza el acceso, una voz desde los márgenes. La campaña de la nuyorriqueña Alexandria Ocasio-Cortez, y su sorpresiva elección como candidata demócrata por el distrito 14 de Nueva York, sin duda ha recibido el impulso de la llamada “diáspora” puertorriqueña y su indignación anti-Trump posterior al paso del huracán María.
La anexión definitiva implicaría la integración plena de Puerto Rico a la economía más grande del mundo, ya no como un pasivo mercado colonial cautivo sino como el receptor de beneficios sociales y flujos de capital, además de los derechos políticos hoy negados a nuestra ciudadanía. Pero también se trata de un asunto más íntimo y humano: todas las familias puertorriqueñas tenemos parientes en Estados Unidos. Más de la mitad de los puertorriqueños, o los que reclaman serlo, viven en el continente. La ciudadanía estadounidense es vínculo y tránsito.
(Ver: Puerto Rico y la tragedia que Donald Trump subestimó)
A partir del María hemos visto el crecimiento de nuestra “resiliencia” en forma de microempresas de servicios en los primeros días: desde la venta de agua en las filas para comprar gasolina hasta los food trucks que han aparecido por todos lados. Pero solo un aluvión de fondos federales para la reconstrucción sería capaz de traer algún grado de crecimiento económico durante los próximos años.
Como vemos, y dada la tendencia migratoria de los puertorriqueños anterior al huracán María, podríamos esperar una mayor integración de Puerto Rico a la sociedad estadounidense, ello como un paso previo a una anexión cada vez menos probable, habida cuenta de la xenofobia y el racismo de la cólera derechista en los tiempos de Trump.
A los partidos políticos puertorriqueños les corresponde negociar la abolición de la Junta fiscal. A los estadolibristas porque hay que rescatar el autonomismo; a los independentistas por razones obvias y hasta a los anexionistas porque es impensable pedir el estado federado con la mano extendida.