Ataque mortal deja en evidencia una creciente amenaza en México: el poder militar
Varios soldados uniformados les dispararon a civiles desarmados, entre ellos un estadounidense, y luego obstaculizaron la atención médica, según un un alto funcionario. El episodio ha profundizado las preocupaciones sobre el creciente poder de las Fuerzas Armadas de México.
Maria Abi-Habib, Galia García Palafox y Alejandro Cegarra | The New York Times
Gustavo Ángel Suárez Castillo, un ciudadano estadounidense de San Antonio, transportaba a seis amigos, incluidos dos hermanos, en su camioneta blanca con placas de Texas justo antes del amanecer, tras haber pasado la noche celebrando la noticia de que iba a ser padre. De repente, cuatro vehículos repletos de hombres armados comenzaron a perseguirlos y a dispararles.
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Gustavo Ángel Suárez Castillo, un ciudadano estadounidense de San Antonio, transportaba a seis amigos, incluidos dos hermanos, en su camioneta blanca con placas de Texas justo antes del amanecer, tras haber pasado la noche celebrando la noticia de que iba a ser padre. De repente, cuatro vehículos repletos de hombres armados comenzaron a perseguirlos y a dispararles.
La camioneta chocó y cuando los pasajeros salieron dando tumbos, según testimonios de los sobrevivientes a The New York Times, los hombres armados derribaron al suelo a varios de ellos y le dispararon a uno por la espalda. Uno de los sobrevivientes contó que vio a su hermano morir lentamente mientras los atacantes evitaban la llegada de los cuerpos médicos.
Cuando todo terminó, cinco de los hombres, entre ellos Suárez, habían muerto. Los otros dos quedaron gravemente heridos.
¿Quiénes eran los atacantes? Soldados mexicanos uniformados.
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El tiroteo en la ciudad de Nuevo Laredo en las primeras horas del 26 de febrero ha sido calificada por los sobrevivientes y un importante funcionario gubernamental como una ejecución a sangre fría. Hasta el momento, cuatro de los 21 soldados involucrados en el incidente han sido arrestados y el caso está bajo investigación de fiscales civiles y las fuerzas militares.
El episodio ha profundizado las preocupaciones sobre la creciente presencia de las Fuerzas Armadas de México, las cuales no solo han sido puestas a cargo de la seguridad nacional, sino que también se les ha asignado una serie de empresas en rápida expansión, como un nuevo aeropuerto internacional y una importante línea ferroviaria.
Esto pone de relieve lo que según analistas y defensores de los derechos humanos es una falla peligrosa en el sistema de gobierno de México: que una de las instituciones más poderosas del país opera con poca supervisión.
A pesar de un largo historial de abusos contra los derechos humanos, los militares asumieron la responsabilidad de la seguridad ciudadana luego de que la Policía Federal fue disuelta en 2019. Los críticos afirman que los militares le han hecho frente a las violentas organizaciones criminales pero en el proceso han puesto a los habitantes en riesgo de convertirse en víctimas de tácticas agresivas.
La Secretaría de la Defensa Nacional está bajo las órdenes de un general en servicio activo, no de un líder civil, no está obligada a hacer públicos documentos o informes de sus actividades y con regularidad se niega a comparecer frente al Congreso de México para responder preguntas.
El control estricto de las fuerzas militares sobre sus asuntos ha llevado al presidente mexicano a consolidar proyectos gubernamentales bajo las Fuerzas Armadas para limitar su transparencia y se ha traducido en que los casos de muertes de civiles a manos del ejército casi nunca vayan a juicio.
“Dado el papel cada vez mayor de las Fuerzas Armadas en México, es realmente crucial y urgente que los servicios de inteligencia en México estén regulados con un mecanismo de supervisión civil”, que “debería crearse para controlar y, eventualmente tomar medidas de rendición de cuentas sobre los mismos”, afirmó Marta Hurtado, portavoz de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos.
La ONU ha pedido una investigación independiente de las muertes de Nuevo Laredo, citando el historial de uso excesivo de la fuerza de los militares en la ciudad.
Un primer comunicado militar insinuó que los hombres en la camioneta estaban armados y no habían acatado las órdenes de los soldados. Sin embargo, esa afirmación fue contradicha por Alejandro Encinas, un alto funcionario de derechos humanos del gobierno federal. “No se trató de un enfrentamiento”, aseguró Encinas. “Independientemente de quiénes eran, fueron ejecutados”.
Según un informe preliminar realizado por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, los soldados dispararon 117 veces durante el incidente, a pesar de que las víctimas jamás blandieron un arma.
La Secretaría de la Defensa Nacional se negó a hacer comentarios sobre las muertes, alegando que la investigación estaba en proceso.
Cuando se le pidió un comentario sobre la muerte de Suárez, un funcionario estadounidense afirmó que el gobierno de Estados Unidos había emitido su alerta de mayor nivel para Tamaulipas, el estado donde se ubica Nuevo Laredo, y les había advertido a sus ciudadanos que no viajaran allí.
Los abogados que representan a los familiares de los fallecidos y los sobrevivientes afirman que el ejército ha intentado ocultar los detalles de lo ocurrido esa madrugada.
Los abogados acusan a los soldados de haber quitado las matrículas a la camioneta para reforzar su acusación de que los hombres habían exhibido una conducta sospechosa. Un sobreviviente también afirma que uno de ellos fue obligado a punta de pistola a grabar una confesión de que los hombres les habían disparado primero a los soldados.
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Una semana después del ataque, cerca de una decena de soldados se aparecieron alrededor de la medianoche en una de las casas de los sobrevivientes con la intención de intimidarlo para que guardara silencio, afirmaron sus abogados.
“No entendemos por qué razón dispararon a unos jóvenes que no los estaban agrediendo”, afirmó Raymundo Ramos, presidente del Comité de Derechos Humanos en Tamaulipas, un grupo activista que representa a los sobrevivientes y a los familiares de los fallecidos.
(Una investigación previa de The New York Times reveló que Ramos había sido espiado de manera ilegal por las fuerzas militares durante su labor en otro caso en Nuevo Laredo que involucraba a las fuerzas armadas y acusaciones de violaciones de los derechos humanos).
Durante el gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador, los militares de México han ido mucho más allá de su misión principal de seguridad y aplicación de la ley, para desempeñar una variedad de negocios lucrativos.
Las fuerzas armadas construyeron y en la actualidad operan el nuevo aeropuerto de la Ciudad de México, y están construyendo gran parte del proyecto turístico más grande del país, el Tren Maya, cuya ruta comprende casi 1600 kilómetros y tiene un costo de 20.000 millones de dólares, el cual también administrarán una vez terminado. También están a cargo de las aduanas del país, unas de las mayores fuentes de ingreso de México, que en 2022 tuvo previsto generar 59.000 millones de dólares.
Este tipo de responsabilidades, advierten los analistas, les dan a los militares la capacidad de recaudar dinero por su cuenta y podría socavar el equilibrio del poder de México.
Al mismo tiempo, en Nuevo Laredo, justo al otro lado de la frontera de Texas, el largo historial de abusos de los militares ha generado un profundo resentimiento.
La organización de Ramos ha documentado 18 casos de violaciones contra los derechos humanos vinculados a los militares desde 2018, que incluyen ejecuciones, violaciones y tortura de civiles. Sin embargo, solo uno ha logrado llegar a juicio.
En uno de los casos, una niña de cuatro años, Heydi Mariana, perdió la vida en agosto del año pasado cuando el vehículo en el que iba comenzó a recibir disparos de los soldados. Al menos 16 balas atravesaron el auto.
Las fuerzas militares declararon que la niña había muerto durante una confrontación con criminales, pero no han proporcionado ninguna prueba de un enfrentamiento. Nadie ha sido acusado formalmente en el caso.
“Mi niña iba al kínder”, afirmó la madre de la niña, Cristina Rodríguez, de 26 años, quien agregó que los soldados hicieron acto de presencia en el funeral de Heydi, una decisión que la familia interpretó como un acto de intimidación. “Mi niña no era delincuente”.
La noche anterior al ataque a la camioneta de febrero, las victimas, todos veinteañeros estuvieron en un club nocturno local para celebrar la noticia de que Suárez iba a ser padre.
Tras subirse a la camioneta de Suárez, pasaron por al lado de cuatro vehículos militares que transportaban a 21 soldados los cuales, acto seguido, comenzaron a perseguir a los hombres. En un comunicado, la Secretaría de Defensa afirmó que los soldados habían escuchado disparos desde la dirección de la camioneta.
El relato de lo que pasó después está basado en entrevistas con los sobrevivientes, familiares de los fallecidos, sus abogados y el informe gubernamental.
Según los sobrevivientes, los soldados embistieron con uno de sus vehículos a la camioneta sin identificarse ni pedirles que se detuvieran, una declaración que fue confirmada por la Comisión Nacional de Derechos Humanos.
El impacto hizo que la camioneta chocara frente a la casa de Sara Luna, de 60 años. Según testimonio de Luna, los soldados ya disparaban en ese momento, y agregó que luego contó 64 disparos que impactaron su casa. El tiroteo duró unos 15 minutos, afirmó Luna.
Cuando terminó, ella y su esposo entreabrieron su puerta principal y vieron a los soldados de pie sobre cuerpos ensangrentados. Los soldados les ordenaron que se metieran a la casa.
Alejandro Pérez Benitez, de 21 años, uno de los dos sobrevivientes, afirma que estaba en la camioneta junto a su hermano cuando comenzó el tiroteo.
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Otro de los pasajeros, al que le habían disparado, salió trastabillando de la camioneta frente a la casa de Luna, y, según Pérez, les pidió a los soldados que llamaran a una ambulancia. Pérez afirma que los soldados le volvieron a disparar y lo mataron.
Pérez salió de la camioneta, momento en el que un soldado lo apuntó y lo obligó a arrodillarse. “Mátalo, mátalo, para que no queden evidencias”, recuerda Pérez que gritó otro soldado. Los soldados lo obligaron a acostarse boca abajo junto a su hermano.
Entonces, cuenta Pérez, los soldados le dispararon a su hermano en la espalda. Mientras permanecía acostado sobre un pozo de sangre de su hermano, Pérez pudo escuchar a una ambulancia, pero los soldados evitaron que recibieran atención médica durante más de una hora.
Pérez afirma que puso su mano sobre el cuerpo de su hermano. Sintió que empezaba a enfriarse. Lo besó. Dice que posteriormente fue obligado a grabar una confesión en la que decía que él le había disparado primero a los soldados.
Luis, un barbero de 25 años que también sobrevivió, recuerda haber salido del vehículo con heridas de bala en sus pulmones y estómago. Afirma que también fue derribado al pavimento por los soldados, quienes le dispararon en la espalda. Los soldados lo acusaron de intentar escapar. “Les dije: ‘¿Cómo voy a correr, me estoy desangrando?’”, afirma.
Los paramédicos pudieron al final llevar a Luis a un hospital donde fue puesto en un coma médicamente inducido. Su nombre completo no ha sido revelado por temor a represalias de los militares.
Humberto Suárez, padre de la víctima estadounidense, se despertó esa mañana esperando preparar un bagre que había pescado para celebrar la noticia de que su hijo iba a comenzar una familia.
Poco después, recibió una llamada que le informó sobre la muerte de su hijo. Rápidamente se dirigió a la escena, donde encontró los restos ensangrentados de su hijo esparcidos en el piso de la camioneta.
Días después, afirma Suárez, un representante de las fuerzas armadas se reunió con él y con familiares de las otras víctimas para discutir un acuerdo monetario. Según los analistas, esta es una táctica común de los militares para disuadir a las familias de ir a los medios o intentar llevar los casos a los juzgados civiles.
“No vino a decir ‘perdón, les pedimos una disculpa’”, dijo Suárez sobre la reunión, la cual grabó en secreto y se la compartió a The New York Times. “Vino a decir cuánto quieren, como si nuestros hijos fueran perros”.
Notas finales:
Emiliano Rodríguez Mega colaboró con este reportaje desde Ciudad de México.
Maria Abi-Habib es corresponsal de investigación con sede en Ciudad de México y cubre América Latina. Anteriormente ha reportado desde Afganistán, todo Medio Oriente e India, donde cubrió el sur de Asia. @abihabib
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