Boric: ¿qué significa su triunfo para Chile y América Latina?
Los resultados electorales en Chile son muestra de que el progresismo aún tiene oportunidad de poner en marcha sus planes redistributivos, mientras que el centro es una fuerza viva y determinante.
Mauricio Jaramillo Jassir*
El triunfo de Gabriel Boric en las elecciones chilenas tiene varios significados y un contexto que se debe analizar, lejos de la euforia y el pesimismo con el que izquierda y derecha asumieron el hecho respectivamente. Nunca en la historia de la joven democracia chilena se había llegado a una segunda vuelta en medio de semejantes grados de polarización y no se tiene recuerdo de ideologías radicales llegando a esa instancia y, menos aún, de un candidato que, perdiendo la primera vuelta, fuese capaz de remontar para el balotaje.
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El triunfo de Gabriel Boric en las elecciones chilenas tiene varios significados y un contexto que se debe analizar, lejos de la euforia y el pesimismo con el que izquierda y derecha asumieron el hecho respectivamente. Nunca en la historia de la joven democracia chilena se había llegado a una segunda vuelta en medio de semejantes grados de polarización y no se tiene recuerdo de ideologías radicales llegando a esa instancia y, menos aún, de un candidato que, perdiendo la primera vuelta, fuese capaz de remontar para el balotaje.
En la lectura del contexto, se debe tomar en consideración la larga trayectoria y hegemonía de los gobiernos de la llamada “Concertación”, plataforma de movimientos de centro y de izquierda que gobernaron durante la mayoría de estas décadas desde la instauración de la democracia, a finales de la década de 1980.
Los primeros gobiernos pos-Pinochet buscaron la estabilización del sistema económico, la reconciliación nacional y la consolidación democrática. Para ello fue clave una mezcla de moderación ideológica y tecnocracia en las administraciones democristianas de Patricio Aylwin y Eduardo Frei, quienes terminaron por imponer un modelo neoliberal en modo paradigmático, asumido en América Latina y el Caribe como un sinónimo de éxito macroeconómico y estabilidad política.
La idea de un Chile plural se afianzó cuando, por primera vez desde el golpe de Estado contra Salvador Allende, un candidato del Partido Socialista ganó las elecciones, como ocurrió con Ricardo Lagos y, luego, con Michelle Bachelet. Ambos confirmaron la hegemonía del centro y de la centro-izquierda, con la sola excepción de los dos mandatos de Sebastián Piñera (2010-2014 y 2018-2022).
Durante esta hegemonía sostenida durante tres décadas, tecnocracia y moderación fueron comunes denominadores, pues en Chile no hizo carrera el discurso de la derecha o izquierda radical. En este segundo caso vale la pena recordar que, mientras la nueva izquierda estuvo en boga bajo el liderazgo de Hugo Chávez, el gobierno de Bachelet hizo parte del discurso progresista, aunque conservó un tono de moderación que contrastó con la narrativa apasionada de su homólogo venezolano. Las administraciones socialistas chilenas de Lagos y Bachelet fueron pioneras del progresismo latinoamericano y, de forma temprana, advirtieron acerca de los excesos que provocaron el desastre del modelo económico y político venezolano.
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Ahora bien, el modelo chileno tan elogiado en el exterior empezó a dar muestras de insalvables contradicciones, por la concentración de la riqueza, la imposibilidad de reformar estructuralmente el sistema —a pesar de que incluso aquello fuera la promesa de campaña del segundo mandato de Bachelet— y la cuasiproscripción de que el Estado interviniera en la economía para corregir defectos cada vez más visibles.
Semejante panorama derivó en pequeños estallidos sociales, que se fueron acumulando hasta las emblemáticas protestas de 2019. A lo largo de estos últimos años fue surgiendo un movimiento estudiantil de generaciones que no solo rechazaban categóricamente el “legado Pinochet”, sino que tenía serios reparos con respecto a los gobiernos de la Concertación, tanto de demócrata-cristianos como de socialistas.
Las reivindicaciones de los jóvenes dejaron entrever toda una generación que pedía a gritos un nuevo rol del Estado en la economía, un esquema de producción y distribución para paliar la concentración, una transición energética en consonancia con lo que ocurre en buena parte del mundo y espacios de democracia directa no contemplados en la Constitución de 1980, hecha a la medida de Pinochet para preservar su “legado”.
Las tímidas reformas posteriores fueron insuficientes, por eso la reivindicación al unísono de las protestas del movimiento estudiantil, del que sobresalieron figuras como Camila Vallejo, Karol Cariola, Daniela Serrano y Gabriel Boric, fue constantemente la refundación. Estos liderazgos se asumieron como comunistas o progresistas deshaciéndose de los complejos que en los últimos años se han construido alrededor de estos apelativos. Poco importó que se les acusase de anacrónicos, no demócratas o de promover ideologías incompatibles con la democracia liberal. El movimiento estudiantil se deshizo de los mitos que por décadas persiguieron y acomplejaron a la izquierda. En un video recientemente difundo en redes sociales, Camila Vallejo y Daniela Serrano parodian el discurso de la derecha radical y cantan “llegó el demonio marxista, llamen al exorcista”. Una canción de publicidad política que revela cómo la izquierda chilena ridiculiza y minimiza con éxito lo que en Colombia sería la débil pero atractiva retórica del “castrochavismo”.
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Ese movimiento de estudiantes fue capaz de articular un proyecto de nueva Constitución que deberá pasar por las urnas el próximo año y tiene como novedad ser la primera convención constituyente paritaria. De igual forma, estuvo en capacidad de montar una candidatura con miras a ganar las elecciones presidenciales.
Gabriel Boric, con una corta carrera política, pero una larga trayectoria como líder, se convirtió en el principal dirigente de todas las fuerzas de izquierda, que en Chile parecen cada vez más fraccionadas. En las primarias venció al comunista Daniel Jadue y consiguió el apoyo de las principales fuerzas que emergieron en las protestas y hoy representan una mayoría, aunque dividida, en la convención constituyente. En medio de la euforia por la victoria de Boric, vale la pena recordar que fue derrotado en primera vuelta por José Antonio Kast, gran triunfador de dicha jornada, pues pasó de tener un 8 % en la elección de cuatro años atrás a casi un 28 %. Se pensaba que estaba lejos de su techo y que tenía margen de acción para seguir creciendo, mientras que a Boric se le agotaban las fuerzas y la unidad de los movimientos que lo acompañaban se podía resquebrajar fácilmente.
De forma sesgada, buena parte de los medios de comunicación daban la idea de que Chile debía escoger entre dos extremos. Se trata de una concepción infundada. Kast es confeso admirador de Donald Trump y Jair Bolsonaro, se ha declarado enemigo de toda la izquierda, a la que cataloga como totalitaria, y proponía la eliminación del Ministerio de la Mujer. Es evidente la radicalidad en su discurso; sin embargo, Boric siempre fue moderado, lo cual no debe ser interpretado automáticamente como virtud. Aclaró siempre que no se oponía a la economía de mercado, la propiedad privada ni la libertad de empresa, sino que, como líder de fuerzas progresistas, apostaba por un Estado que intervenga más en la economía para redistribuir, una transición ecológica y una política exterior integracionista respecto de América Latina, pasivo histórico de Chile.
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El acercamiento del hoy presidente elegido a los sectores del centro y a la centro-izquierda (Yasna Provoste y Marco Enríquez-Ominami), entre las dos vueltas presidenciales, son un claro mensaje y una lección para otros escenarios electorales en la región, incluida Colombia: el centro es una fuerza viva que, lejos de ser “tibia”, poco comprometida o irrelevante, es determinante en la correlación de fuerzas izquierda y derecha. El triunfo de Boric es también del centro, que no solo ha sido la fuerza histórica más relevante en la democratización chilena y clave en la caída de Augusto Pinochet, sino que, con miras al balotaje, dejó de lado los egos y se sumó sin titubeos a la campaña de Boric.
Su llegada a La Moneda representa el desafío más complejo para la izquierda en los últimos veinte años. Por primera vez, un líder progresista anuncia públicamente que considera a Venezuela como un régimen autoritario y desestima las elecciones en Nicaragua que tuvieron lugar en noviembre pasado. Esto implica para el progresismo la necesidad de confrontar un tema que en los últimos años ha tratado de evitar y que pone a prueba su coherencia ideológica para denunciar abusos a los derechos humanos, pero apelar al principio de no injerencia cuando ocurre en Estados gobernados por la izquierda. Al tiempo, deberá resignificar los espacios de integración regional denostados por la mayoría de los gobiernos conservadores que, obsesionados con Venezuela, los clausuraron en aras de mantener a Maduro bajo aislamiento. Tal fue el caso evidente de CELAC y Unasur, blancos de todo tipo de ataques de la derecha latinoamericana por una supuesta complicidad con los autoritarismos de izquierda.
Boric significa una nueva página en la convulsa historia de América Latina y de Chile, y recuerda la forma como el progresismo se debe ir adaptando a un concierto regional e internacional cambiante. Lejos de estar condenada, la izquierda parece gozar de una oportunidad inmejorable para mostrar que puede poner en marcha sus planes redistributivos, ecológicos e integracionistas respetando la pluralidad y las libertades económicas.
*Profesor de la Universidad del Rosario.