A merced de la voluntad de la naturaleza: voces en medio del huracán Milton
Estados Unidos no termina de salir de una emergencia climática cuando entra a otra. Tres colombianos narran cómo han vivido estos desastres naturales.
María José Noriega Ramírez
Jeyson Herrera cambió hace apenas un par de meses el paisaje bogotano por el de Tampa, Florida. Su faceta de piloto de carreras lo llevó hasta Palmetto, en la bahía, de donde tuvo que salir a las 11:00 p. m. del lunes, huyendo del huracán Milton. Helene, días antes, le mostró lo que es vivir en medio de un desastre así, aunque lo de ahora puede ser mucho peor. En esa ocasión pensó que con poner unos sacos de arena sobre las puertas sería suficiente para estar protegido de la lluvia, pero el agua alcanzó a inundar parte de su casa y su carro. A él y a su esposa no les pasó nada, pero sí vieron cómo sus vecinos fueron amontonando sus cosas dañadas frente a sus viviendas, esperando a que fueran recogidas. Muchas aún permanecen ahí. Con la amenaza de Milton, no quiso esperar más: “Metimos en el auto la ropa y el resto quedó a voluntad de la naturaleza”. Este fin de semana tiene una carrera, pero por ahora está refugiado en un colegio público en la ciudad de Myakka, a poco más de 40 minutos de donde vive, en compañía de otros vecinos colombianos. Es la primera vez que ve algo así.
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Jeyson Herrera cambió hace apenas un par de meses el paisaje bogotano por el de Tampa, Florida. Su faceta de piloto de carreras lo llevó hasta Palmetto, en la bahía, de donde tuvo que salir a las 11:00 p. m. del lunes, huyendo del huracán Milton. Helene, días antes, le mostró lo que es vivir en medio de un desastre así, aunque lo de ahora puede ser mucho peor. En esa ocasión pensó que con poner unos sacos de arena sobre las puertas sería suficiente para estar protegido de la lluvia, pero el agua alcanzó a inundar parte de su casa y su carro. A él y a su esposa no les pasó nada, pero sí vieron cómo sus vecinos fueron amontonando sus cosas dañadas frente a sus viviendas, esperando a que fueran recogidas. Muchas aún permanecen ahí. Con la amenaza de Milton, no quiso esperar más: “Metimos en el auto la ropa y el resto quedó a voluntad de la naturaleza”. Este fin de semana tiene una carrera, pero por ahora está refugiado en un colegio público en la ciudad de Myakka, a poco más de 40 minutos de donde vive, en compañía de otros vecinos colombianos. Es la primera vez que ve algo así.
El miércoles, los vientos alcanzaron una velocidad entre 201 y más de 233 kilómetros por hora, bajando de categoría 4 a 3. Mientras se alistaba para tocar tierra, a eso de la medianoche, entre las localidades de Bradenton y Sarasota, el huracán tuvo a 51 de los 67 condados del estado en alerta, además de que se presentaron varios tornados y más de cinco millones y medio de personas estuvieron obligadas a evacuar. Fue una cuestión de vida o muerte. Daniel Torres, que reside desde hace dos décadas en Fort Myers, en la costa suroeste de Florida, percibió un silencio preocupante, ensordecedor. Al tiempo, un movimiento aquí y allá, entre quienes tenían órdenes de evacuación y los que salieron a comprar provisiones, gasolina (que desde hace 48 horas escasea) y tablas para cubrir las ventanas. Su casa está a 45 minutos de la playa, pero no evacuó. Cree que está equipado con lo que necesita: comida, combustible, baterías, linternas y herramientas.
En medio de la incertidumbre y la impotencia, teme que los árboles que rodean su casa, que miden de 20 a 30 metros, caigan sobre ella y la destruyan. Ya ha vivido antes la zozobra de los huracanes, como Ian, por ejemplo, que dejó inundaciones en Fort Myers, Naples, Bonita Springs, Port Charlotte, North Port y Punta Gorda. Él las vio de primera mano, pues su trabajo como ajustador público lo hizo salir a observar los daños y reclamar asistencia a las compañías aseguradoras, que, según cuenta, no compensan realmente los estragos. Como él, Eduardo Sánchez tiene fresco en su memoria el recuerdo del paso de un huracán: Helene en Carolina del Norte. Apenas el jueves de la semana pasada venía manejando por entre las montañas cuando fue sorprendido por una lluvia torrencial en el camino. Era tal el agua que caía que no descendían del cielo gotas, sino chorros. Los parabrisas de su carro casi no soportaron, pero parar no fue nunca una opción. Su casa, en Shelby, donde los vientos se sintieron inclementes, casi con la misma fuerza con la que recuerda a los del hoyo soplador en la isla de San Andrés, la separa una hora de trayecto de la ciudad de Asheville, hoy diezmada.
Trató de poner GPS para llegar hasta allá, pero nada. No había ruta. Aun así, emprendió el camino. Las vías estaban cerradas, con árboles y cables de luz caídos. Le duelen las más de 200 muertes que dejó el paso del huracán por el estado, pero también la destrucción de Lake Lure, que solía frecuentar: “Se lo tragó la tierra”. Como restaurador de techos, sabe que hay trabajo, en cantidades exorbitantes quizá, pero el drama humano es mayor: cientos de desaparecidos y comunidades aún aisladas, tanto así que hace cinco días habría sido imposible conocer su historia. Apenas la gente se está reportando con sus conocidos. Su preocupación ahora es Milton y lo que pueda causar en Florida: “Sé que no sabré de ellos pronto. Viven cerca de Orlando, a unos 50 minutos de Tampa. Al parecer están tranquilos, pero las dimensiones de esto se conocerán cuando el huracán toque tierra. Les dije: cuidado, a veces la naturaleza nos sorprende”. De hecho, Asheville era reconocida por tener un buen clima y no tener temperaturas extremas. No se pensaba que ocurriría una catástrofe como la de Helene. Esto demostró que ningún lugar es seguro.
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