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Del bus bajan algunos jóvenes. Uno se detiene y aguarda junto a la puerta. Lentamente se asoma una mujer, a la que le tiende la mano. Ella se mueve despacio: dobla una rodilla, intentado tocar con la punta del pie el suelo. No lleva zapatos y ha envuelto sus pies en trapos que alguna vez fueron blancos. En su rostro, contraído, se adivina el dolor. Un piso de lodo y piedras filosas la recibe.
Las personas que salen del bus deben formarse en una fila. A muchos kilómetros de distancia las barras metálicas que marcan el orden de la línea bien podrían ser la antesala de un concierto multitudinario. Aquí delimitan el espacio en que pueden transitar quienes van llegando a la Estación de Recepción Migratoria de San Vicente, uno de los dos puntos donde se controla la llegada de migrantes provenientes de Colombia a Panamá.
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Todas las personas tienen la ropa llena de barro y los tobillos hinchados. Una mujer, muy delgada, carga a su bebé. Él está desnudo y ella viste una camiseta rosada, rasgada a un costado. Delante, un hombre se estira intentado ver más allá de la fila. Sus pantorrillas están atravesadas por una línea escarlata, que días de camino con botas de caucho dejaron marcada en su piel. La mayoría tiene la ropa empapada y la piel repleta de picaduras.
En la fila, con los ojos inmensos, muy abiertos, miran hacia todos lados. Un uniformado musculoso les ordena avanzar. Se mueven con afán, como si les persiguieran, pero la cola se retrasa por cuenta de quienes no llevan chanclas.
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Un hombre que llegó ayer me cuenta que en Estados Unidos está su hijo mayor, de 17 años. Vive con la tía. Él va viajando hacia allá.
Dice que sabía que el camino sería duro y se preparó lo mejor que pudo. Incluso cargaba su medicamento para la hipertensión, pero al pasar uno de los ríos el agua se llevó las pastillas.
La Estación
Es temporada de lluvias y el sol no pega tan fuerte, pero el ambiente es húmedo y la temperatura hoy alcanza los 30 grados. Hay algunas casetas de tablas y carpas grandes, debajo de las cuales las personas han ubicado sus propias carpitas de colores, llenas de barro. El lugar está repleto y es difícil encontrar espacio para caminar. Por todos lados grupos de gente conversan, discuten, duermen, esperan, hacen alguna fila. El olor del sudor se mezcla con el de la humedad y el de los baños.
Comienzan a repartir la comida y la fila se extiende y se confunde con otras filas. A la espera de las vasijas de icopor con alimento están quienes vienen llegando y quienes llevan algunas horas o días en este lugar. La gente nueva puede llevar entre una y tres jornadas sin comer, o comiendo muy mal. Quizá su estómago desconozca el alimento. En los pies lavados de la gente que llegó antes se adivina el vacío que dejaron algunas uñas, pero el barro del suelo de la estación disimula la pérdida.
De fondo se escuchan un par de hombres: uno ofrece una carpa en venta y el otro, más lejos, un celular. Ambos hablan en español. Al mismo tiempo, un grupo de hombres afganos preguntan, en inglés, por qué retuvieron sus pasaportes. Las voces se mezclan con al barullo extraño que producen los grupos hablando en portugués, en francés, en creol.
Torre de babel en medio de una selva latinoamericana.
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La ciudad de la salsa
Junto a la fila para recibir atención médica, una mujer me cuenta que llegó hoy en la mañana. Es alta y debe tener alrededor de unos 30 años; quizá un poco menos. Ya tuvo oportunidad de bañarse, quitarse el barro y conseguir una muda de ropa seca, que ahora lleva puesta. Mientras conversamos va turnando el peso de su cuerpo de un pie a otro. Se ve optimista, pero recuerda que tan solo ayer creyó que no aguantaría.
En medio de la selva decidió bañarse en un río y se quitó el pantalón, pero al ver las enormes llagas en sus piernas pensó que había llegado a su límite. No sabe si caminó 9 o 10 días, me dice alzando las cejas tatuadas, que recuerdan un gesto de vanidad antiguo. Antes de volver a Venezuela, de donde viene ahora, vivió un par de años en Cali. “Esa es la mejor ciudad de todas”, afirma decidida.
Un hombre que antes ha dicho ser cubano la contradice, juguetón, afirmando que lo mejor es Medellín. Ella, risueña, le tira la carta del baile: “Cali es la capital de la salsa”. Un hombre que viaja con ella interviene: “no, ya no. Allá solo ponen salsa choque”.
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El hombre quiere quedarse en Estados Unidos un par de años, lo suficiente para poder recuperar su camioneta. Luego va a regresar a Venezuela, a trabajar en ella.
Los y las chiquis
Pasa una pareja con una niña. Llevan la cabeza baja, caminan lento y sin zapatos, sobre las piedras. La pequeña tiene el cabello rizado muy mojado. Se queja al caminar. Por vestido tiene una camisa a cuadros, de hombre, que está al revés y le cubre las rodillas.
Del otro lado, en la puerta de una carpa se asoma una mujer. En español pregunta por algo para controlar la diarrea de su hijo. Alguien le indica ir hacia la carpa de una organización y ella intenta moverse, pero el mal de la criatura no se detiene. Luego de tomar agua de río en la selva por varios días, al niño parece que la vida se le escapa en un líquido sin fin.
Ahora se ha ido el agua en la Estación y a las filas de personas que esperan para lavar sus pies heridos se suman esta mujer y su niño.
En la memoria de alguna de estas familias quedará registrado que viajaron a Estados Unidos con el segundo hijo, con uno que se llama Mauricio, con una que se llama Ximena. Un sábado en la tarde alguien podrá contar cómo la pelaita, aún tan pequeña, atravesó un continente.
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En Venezuela este hombre dejó a su mujer, a su hijo de 5 años y a uno que tiene 4 meses. “A ellos no los arriesgo”, dice. Cuando complete el dinero para comprar la camioneta, regresará al país en que nació, podrá vivir con ellos y tendrá con qué mantenerlos.
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¿Cuántos llegarán?
Entre enero y septiembre de este año, Migración Panamá contabilizó a 21.570 niños y niñas migrantes que han llegado a ese país a través del Darién. Son el 14% de las personas que transitan por esta ruta rumbo a Estados Unidos[1].
El 86% restante son personas mayores de 18 años. ¡Muchas personas! 151.582. Una población cercana a la que tienen Zipaquirá, Rio Negro o Magangué[2].
El último mes, 48.204 seres humanos llegaron con vida – a quienes murieron en el camino es difícil contabilizarles – al lado panameño del Darién. Esto es lo mismo que decir que toda la población del archipiélago de San Andrés y Providencia salió del departamento en un mismo mes, dejando las islas desiertas.
En la estación de San Vicente, Médicos Sin Fronteras ha realizado 26.330 consultas médicas y 1.650 consultas de salud mental, todo esto entre enero y septiembre. La mayoría de las personas atendidas llegaron con enfermedades en la piel y dolores en el cuerpo; padecen diarreas e infecciones respiratorias que adquirieron en la ruta. Además, están los efectos de la violencia que tuvieron que ver o experimentar.
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La valla, la espera
Tres hombres jóvenes están recostados contra una valla, que delimita el suelo que les es permitido pisar. Calculo que ninguno tiene más de 25 años. En ocasiones intercambian alguna palabra breve entre ellos, pero la mayor parte del tiempo guardan silencio. Tienen la mirada fija, apuntando hacia el lugar donde se baja la gente que llega en los buses. Mueven los brazos, inquietos, pero no se alejan de la valla. Están tensos.
Esperan a sus familiares, que se quedaron atrás en algún punto de la ruta. Han pasado las horas y no aparecen.
Detrás de ellos, sentada en el suelo, una joven llora. Tiene 17 años y no sabe el paradero de su marido. No tenían dinero para el pasaje en la piragua y la madre de ella estaba enferma, entonces las dos mujeres se adelantaron. Han pasado dos días y él no llega. Llora, me cuenta en voz muy baja, porque escuchó el rumor de que hubo una balacera. Quiere que alguien le diga si él está vivo.
El camino es duro
En la fila para la comida una mujer me comenta que viene desde Chile. También nació en Venezuela, pero migró hace tiempo. En Colombia, antes de llegar a Necoclí, asaltaron al grupo con el que venía y les dejaron sin nada.
La que está adelante escucha y en un español improvisado se anima a hablar. A ellos también los robaron, aunque pasando la selva, y les quitaron hasta la comida del bebé que carga en brazos. Los últimos días caminaron sin tener nada qué comer. A las mujeres las violaron.
Nos ayudamos
Una mujer está buscando atención médica para otra, que, según me explica, está dentro de una carpita y no puede caminar por las heridas que tiene en las piernas. En su boca se atropellan las palabras. Como por rutina me cuenta que viene de Ecuador. Luego agrega: “de Imbabura”. Menciona el nombre de la provincia como si estuviera a millones de años luz, en el tiempo o el espacio. Cuando le digo que he estado allí se le ilumina la mirada y comienza a hablar en otro tono, como si nos conociéramos de tiempo atrás. “Me vine con mis 8 hijos”, dice. El menor tiene 4 años. Como casi todo el mundo aquí, van para Estados Unidos. Salieron de Quito, que fue su primera parada, hace 15 días. “Aquí hace mucho calor, pero no tanto como en la selva”.
La compañera de viaje, aquella para cual busca una curación, es una amiga que hizo en la travesía. Es venezolana. “Entre todos nos ayudamos”.
El hombre que viaja solo y dejó a sus hijos pequeños y su esposa atrás me cuenta que en el camino unos haitianos lo ayudaron. Él estaba agotado y le regalaron maní. No sabe lo que decían, pero lo ayudaron, insiste. Él también ayudó a una persona que estaba en el suelo. “Una mujer de edad”. Le dio unas galletas que tenía. “Allá (en medio de la selva) se quedó ella”.
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Días después de esta conversación el gobierno de Estados Unidos anunció que no le permitirá entrar por la frontera sur de ese país a las personas que hayan llegado a Panamá por el Darién, sin papeles. También expresaron que habrá 24.000 cupos para migrantes provenientes de Venezuela, pero solo podrán aspirar a ellos quienes viajan en avión y cumplen con otros requisitos.
En México, MSF ha denunciado la situación de los y las migrantes de distintas nacionalidades acumuladas en las ciudades fronterizas por cuenta de las deportaciones que cobija el Título 42. A estas personas, que ya tienen enormes dificultades para acceder a agua, comida, objetos de aseo y cuidados médicos, muy posiblemente se sumarán el hombre que quiere recuperar su camioneta y a las miles de personas que sobrevivieron al Darién y ahora están en la ruta rumbo al norte.
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[1] https://www.migracion.gob.pa/images/img2021/pdf/IRREGULARES_POR_DARIEN_SEPTIEMBRE_2022.pdf
[2] https://sitios.dane.gov.co/cnpv/#!/
* Responsable de asuntos humanitarios de MSF Colombia.
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