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Dentro del gran universo de explicaciones que el hombre ha descifrado, hay un episodio especial para la muerte. El sexto día del juicio por el asesinato de Fernando Báez Sosa fue una descripción académica de la muerte. De una vida que se acaba, o en este caso, se arrebata. Se evapora.
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Mientras que las calles argentinas siguen clamando justicias y los medios cazan responsables, el Tribunal Oral en lo Criminal, que adelanta el proceso por “homicidio doblemente culposo” contra ocho rugbiers, escuchó las voces científicas de la muerte. Expertos en criminalística, peritos y médicos forenses ofrecieron su versión de lo que fue la muerte del pibe de 18 años. El tránsito de una fiesta en Villa Gesell hasta la morgue del Hospital de Pinamar, donde se realizó la autopsia de Fernando.
“Muchos pensamientos duros el hombre se lleva a la tumba, y en la tumba de Fernando Báez ya está reseca la tierra”, diría el periodista argentino Rodolfo Walsh.
“Si la golpiza hubiera ocurrido justo en la puerta de un hospital, ¿Fernando se habría salvado?”, preguntó Fabián Améndola, el otro abogado de los Báez Sosa. Su pelo crispado y su barba rebelde le daban un extraño parecido a Fito Páez. El litigante permaneció callado unos segundos.
“No”, contestó el forense. Así, determinante. Sin vacilar. Las lesiones que Fernando presentaba luego de la golpiza fueron su sentencia de muerte. No había nada que hacer. Ni oraciones, ni reanimaciones, ni desfibriladores al pecho. A las 5 a. m., mientras Fer estaba tendido entre los árboles de una calle en Villa Gesell, la única puerta que le quedaba por abrir era la de salida.
“Tenía una importante hemorragia dentro del cráneo”, empezó a explicar Diego Duarte, el forense que se encargó de la autopsia. El médico intentó hablar claro, despacito, para que cada término científico fuera entendido por los 45 millones de argentinos que de una u otra forma están al tanto del “caso Báez Sosa”. Unos por indignación, y otros con miedo de que a sus hijos les pase lo mismo.
El paneo inicial que hizo Duarte dejó claro que Fernando, la víctima, “tenía golpes en el tórax, producto de un golpe directo. También se observó un desgarro en el hígado” fruto de los puntapiés de los rugbiers. En el informe de autopsia, los pulmones de Fernando también tenían contusiones y hemorragias.
Y es en este punto donde todas las disciplinas empiezan a confluir, a mezclarse. La física determina la dureza de los golpes; la biología explica hasta dónde soporta la estructura ósea de un individuo; el derecho descifra qué es lo más acorde a las leyes; y la religión pronostica el futuro de los pecadores que hicieron esto.
Duarte continuó explicando y describiendo la muerte, una vieja conocida en la historia de la humanidad. Su cuerpo gordinflón y ancho trataba de ilustrar qué fue médicamente lo que le sucedió a Fernando. Con una postura prudente, Duarte no se adentró en el extraordinario universo de las suposiciones, todo lo que habló lo basó en la autopsia y las pistas que el cuerpo de Fernando pudo transmitirle aquel enero de 2020 en la bandeja de acero de la morgue.
El forense empezó a describir qué pudo haber sucedido en el cuerpo de Fernando esa noche que ya no vivió más. Y su camisa polo blanca, que tenía inscrita la consigna de “Dr. Duarte. Especialista forense”, siguió hablando de lo que más sabe: los mensajes que los muertos dejan en sus cuerpos.
Fernando “presentaba la mayoría de los golpes en la cara y el cráneo. Son zonas vitales”, pronunció el Dr. Duarte. Con una mueca de confusión, de intentar brindar más explicaciones, declaró que Fer tenía heridas “internas y externas”, cada una con consecuencias diferentes.
A las seis horas de declarársele muerto, Duarte examinó célula a célula el cuerpo del nene. “No presentó daños óseos”, es decir, su cráneo no sufrió el menor quiebre. Cada capa de hueso y molécula de calcio cumplió su función: la de proteger el cuarto de máquinas. Sin embargo, a Duarte le llamó la atención que la brutalidad de los golpes fue suficiente para originar “un derrame cerebral” a Fernando.
“Se rompió lo de adentro del cerebro, pero la carcasa quedó intacta […] fue una violencia inusitada”, dijo para La Nación el perito forense Carmelo Napoli. Además, el rostro de Fernando tenía “la impronta de una marca de zapatilla”, expuso el informe médico. Un zapato marca Cyclone que, a pesar de estar hecha de goma y gamuza, demuestra la fuerza con la que impactó en el rostro del muchacho.
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En la avenida 3.° de Villa Gesell hay un árbol. Corteza gruesa, ramaje frondoso y raíces firmes. La base del tronco está cercada por una cuneta de cemento grisáceo. Un molde rectilíneo que impide que el árbol pase al mundo de los peatones y a su vez prohíbe que los transeúntes invadan el hábitat del árbol. Allí se ubica el altar de Fernando Báez Sosa.
Justo al frente de Le Brique, ese árbol que bien podría ser un pino o un eucalipto fue uno de los más de los 150 testigos de la batalla de todos contra todos a piñas y patadas. A lo largo de la planta maciza, varios escapularios y rosarios cuelgan de las costras de la madera. Unos dorados, otros con la cruz de Cristo puntiaguda, y uno que otro pequeñito, de colores pálidos y con aspecto de chatarra. Aunque humildes, todos piden por el alma de Fernando. Por la justicia de Fernando. “Prohibido olvidar”.
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Un cartel reza: “la justicia es perpetua” en caligrafía cuidada y letras azules. Y otros más tienen gritos de furia, de piedad, de ira y de apoyo. Alaridos silenciosos. Aunque la segunda semana del juicio por la muerte de Fernando Báez Sosa hayan reducido notablemente los testigos, son muchas las voces que aún falta por escuchar para conocer que sucedió desde el inicio del quilombo hasta las 5:07 a. m., hora que se diagnosticó el “deceso oficial”.
La ciudad donde “antes era solo mar, arena y sol” quiere que haya justicia cuanto antes en el caso Báez Sosa. “Ojalá se haga justicia”, le dijeron los vecinos del barrio al Diario AR.
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El abogado de los rugbiers, Hugo Tomei, cuestionó la ayuda médica que recibió Fernando esa noche de enero. Su cabeza calva insinuó que quizá, la causa de la muerte del joven se debió a la mala praxis que le brindaron las personas frente a Le Brique.
En el banco de interrogatorios, Silvana Garibaldi desarmó todo argumento posible propuesto por Tomei. Garibaldi “tardó 9 minutos” en llegar a la acera fría y áspera donde Fernando daba sus últimas señales de vida.
“No conozco que haya habido decesos en una maniobra de reanimación. Es muy segura”, empezó declarando Garibaldi. Y con mirada de rabia, de esas que muestran la impotencia que se siente al recordar, la médica explicó que en el caso de Fernando “no hubo ninguna respuesta por parte del paciente”.
Su cabeza delataba el estado de ánimo mientras declaraba. Postura gacha, tono de voz suave. Antes de que Fernando se convirtiera en su paciente, el joven pasó a ser uno de los tantos casos que los médicos tienen sobre personas las cuales no hay nada más que hacer.
“Nunca respondió a los estímulos”.
En su intento de aclarar la secuencia del tiempo, Garibaldi demostró que la rapidez, en ese caso, no fue sinónimo de un milagro. “La llamada (de emergencia) entró a las 5 a. m., la ambulancia salió a las 5:02 y llegó 5:09 al lugar. Nos encontramos con un masculino tirado en la vía pública sin signos vitales. Ya estaba fallecido”.
Justo antes de despejar el banquillo de interrogatorios, y justo después de explicar su papel en la sucesión de hechos de esa noche, Garibaldi opinó. Opinó como médica, como mujer y como madre que “esto es un reflejo de la sociedad en que vivimos. Una sociedad violenta y con poca educación”.
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El inicio de la segunda semana del juicio terminaba. Fue corta: pocos testigos, muchos testimonios médicos y aún más conceptos criminalísticos. Una pieza más del engranaje se empieza a descifrar. Y Fernando Burlando, el abogado principal que defiende a los Báez Sosa hizo una breve reflexión sobre el dolo. Acerca de la sevicia y la culpa.
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“En vez de pedir auxilio, (los acusados) vuelven a su casa, se cambian para camuflarse y van a comer comida rápida y hacen chistes. Había conciencia. Y es lo que nos permite a nosotros hablar de la intención de matar”.
“Cada golpe fue un tiro […] Fueron disparos”, terminó el abogado.
Mientras que media nación argentina se pregunta qué le sucedió a Fernando y la otra mitad clama por una “condena justa”, Silvino, el padre de Fernando dijo hace ya un tiempo que “nuestra vida ya está condenada”.
Se espera que los juzgados argentinos tengan un fallo y una decisión para el 31 de enero de este año. Mientras tanto, es cuestión de seguir escuchando, voz por voz, vocal por vocal, qué futuro espera el caso Báez Sosa. El del muchacho que a sus 18 años estudiaba abogacía, y ahora depende de las leyes y los abogados.
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