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En un reciente recorrido por los departamentos fronterizos de La Guajira y Norte de Santander pude constatar varios hechos con respecto a la movilidad humana venezolana. Lo primero es que no se observan flujos masivos de personas provenientes de allí, aunque se mantiene la salida de personas por razones humanitarias, en un volumen ligeramente superior al que se registraba antes de la elección del 28 de julio. Lo segundo es que, de ambos lados de la frontera, y tanto entre la población venezolana como entre las organizaciones de la sociedad civil que les brindan apoyo desde Colombia, hay una gran expectativa frente al 10 de enero, fecha prevista para la juramentación presidencial en Venezuela.
Las expectativas se dividen entre quienes salieron de manera provisional desde agosto, con la esperanza de regresar a Venezuela en enero, y quienes consideran que ese retorno no se producirá y que, por el contrario, habrá un nuevo pico migratorio después del 10 de enero. Lo preocupante de este segundo escenario -que consideramos más probable- es que no se observa en la institucionalidad colombiana movimiento alguno para hacer frente a la posible contingencia.
Desde antes del 28 de julio, altos voceros del Gobierno colombiano han hecho suya la narrativa de Maduro sobre la migración con cuatro mensajes. Que la migración no es tan alta como se dice, que Colombia es solo un país de tránsito, que todo es culpa de las sanciones y que las personas están regresando. Esta narrativa se ha mantenido después del 28 de julio, sin ningún sustento en los datos fácticos que maneja Migración Colombia.
Al reproducir la narrativa del opresor, Colombia cierra puertas en dos sentidos. Por una parte, no avanza en políticas públicas para afrontar la situación de las personas con necesidad de protección internacional que llegan a su territorio, porque no hay que generar políticas para un asunto cuya existencia se minimiza. Por otra parte, se cierran las puertas a una ya diezmada cooperación internacional. La Plataforma de Coordinación Interagencial para Refugiados y Migrantes de Venezuela (R4V) obtuvo tan solo un tercio de los fondos requeridos para atender las necesidades de la población venezolana en el exterior en 2024. Si Colombia persiste en minimizar el asunto, en vez de pujar por recursos de la cooperación, se incrementará el cierre de programas de asistencia humanitaria e integración, pues ningún donante va a asignar recursos a un país que desconoce la realidad migratoria.
Un reto para 2025 será la respuesta a nuevos perfiles migratorios. A la ya conocida migración motivada por la emergencia humanitaria compleja se ha comenzado a sumar un goteo de perseguidos políticos de diversa índole, para los cuales -parece mentira- Colombia no está preparada. Es previsible un incremento de la salida de personas por motivaciones políticas después del 10 de enero, sin embargo, la capacidad de respuesta ante este tipo de perfil es limitada, toda vez que una solicitud de refugio demora como mínimo tres años en ser decidida, tiempo durante el cual todavía los solicitantes de refugio no están autorizados para trabajar, contrario a las buenas prácticas internacionales registradas por la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). Tampoco existen en la actualidad otras opciones de regularización migratoria adecuadas para quienes huyen por razones políticas y requieren protección internacional. Ninguna visa sirve para ese propósito. Ninguna.
Por otra parte, el Estatuto Temporal de Protección, si bien no constituía una medida complementaria de protección, sí contribuyó favorablemente para avanzar en la regularización masiva de la población venezolana. Al no extenderse su vigencia, el Gobierno cerró la única opción de regularización posible para la gran mayoría de venezolanos que no cumplen con los requisitos y costos exigidos para una visa.
Colombia debe salir de la caja, cambiar de paradigmas y abrirse a la adecuación de sus normas políticas y prácticas a los estándares internacionales en materia de migración y refugio. A estas alturas del nuevo milenio, tan absurdo es invocar la soberanía para negarles protección internacional a personas perseguidas, como lo es alegar asuntos domésticos para desentenderse de la violencia basada en género. Ambas excusas son igualmente inadmisibles.
Cuando alguien toca a la puerta pidiendo protección, los cálculos políticos son inaceptables y pueden traducirse en complicidad. Los derechos humanos no tienen fronteras, y eso lo saben todas las personas beneficiadas por una sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos o por un dictamen de los órganos de tratados de la ONU.
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