El gobierno de Joe Biden y la fumigación en Colombia
No hay razón para escandalizarse, pues, por los informes de las dos últimas semanas. Aun así, no aconsejo el pesimismo. Las perspectivas cambian.
Adam Isacson*
“¿Cómo es que Joe Biden apoye la fumigación? Estoy decepcionado”. Esta fue una frase que escuché varias veces la semana pasada; la dijeron amigos colombianos de organizaciones de derechos humanos, de política de drogas y también gente de oposición, de centro-izquierda.
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“¿Cómo es que Joe Biden apoye la fumigación? Estoy decepcionado”. Esta fue una frase que escuché varias veces la semana pasada; la dijeron amigos colombianos de organizaciones de derechos humanos, de política de drogas y también gente de oposición, de centro-izquierda.
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Parece que esperaban que el nuevo gobierno de Estados Unidos comenzara de inmediato una nueva época de política antidrogas en Colombia, pero la realidad les dio una bofetada en la cara.
Su decepción proviene principalmente de dos documentos emitidos por el Departamento de Estado de Estados Unidos.
• El Congreso de Estados Unidos exige cada año al Departamento que certifique que Colombia está siguiendo una estrategia para erradicar el 50 % de sus cultivos de coca para 2023. El 23 de febrero presentó ese documento, con un lenguaje que celebraba que el gobierno de Iván Duque había hecho “progresos significativos para restablecer un programa de erradicación aérea” y que el entonces ministro de Defensa “declaró que siete aviones de fumigación AT-802 estaban operacionalmente listos para llevar a cabo la erradicación aérea”.
• El 2 de marzo, el Departamento de Estado elaboró su informe anual sobre la estrategia internacional de control de estupefacientes. Ese documento lamenta que “el Gobierno colombiano suspendiera la erradicación aérea de coca en 2015, eliminando una herramienta crítica para reducir los cultivos de coca”, pero celebra que “el presidente Duque ha manifestado públicamente su intención de incorporar la erradicación aérea a una estrategia integral de control de drogas”.
Para muchos colombianos que han vivido 35 años de erradicación forzosa con escasos resultados, este lenguaje parece una reafirmación del fracaso. Incluso puede verse como un respaldo a la posición del gobierno de Duque de que la violencia crónica de Colombia no es el resultado de la corrupción impune y del abandono de las zonas rurales, sino de la persistencia de un arbusto.
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Les pregunté a mis colegas colombianos cuándo habían oído a un funcionario de Biden decir, de forma oficial, que se oponía a la erradicación forzosa de la coca. Sí, algunas personas cercanas a Joe Biden fueron miembros de la comisión bipartidista cuyo excelente informe de diciembre cita “los enormes costos y los pésimos resultados” de la erradicación forzosa. Pero el entonces senador Joe Biden ya apoyaba la erradicación desde el año 2000, cuando el Congreso estaba considerando el Plan Colombia, tanto en un discurso en plenaria como en un informe de comisión.
No hay razón para escandalizarse, pues, por los informes de las dos últimas semanas. Aun así, no aconsejo el pesimismo. Las perspectivas cambian. El Plan Colombia comenzó hace veinte años, y los resultados contra la coca y la cocaína son poco alentadores. Todavía hay un amplio margen para la esperanza de que el gobierno de Biden pueda provocar un cambio histórico en el enfoque de Estados Unidos hacia la coca. En lugar de aumentar la erradicación forzosa, muchos en el círculo del nuevo presidente prefieren hablar de la presencia del Estado en el territorio, la prestación de servicios, la aplicación del Acuerdo de Paz, la titulación de las tierras de los agricultores y la construcción de carreteras. Quieren trabajar con un gobierno colombiano que tenga la voluntad de hacer el duro trabajo de integrar el campo en la vida nacional. (Que el actual Gobierno colombiano tenga o no tenga esa voluntad es irrelevante: solo estará en el poder durante 17 meses más).
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Un nuevo enfoque de Estados Unidos no se produce con el día de la toma de posesión. Hay un tiempo de espera: las políticas estadounidenses no cambian rápidamente, en especial cuando la transición presidencial ha sido tan caótica como la nuestra. Han pasado casi siete semanas y todavía no se han nombrado muchos funcionarios claves de Estados Unidos. ¿Quién será el nuevo zar antidroga de la Casa Blanca? ¿Quién dirigirá la lucha contra los estupefacientes en el Departamento de Estado? ¿Quién dirigirá los Asuntos del Hemisferio Occidental del Departamento? ¿Quién dirigirá la lucha contra los estupefacientes en el Departamento de Defensa? Todavía no lo sabemos: esto llevará meses más.
Debido a que el nuevo gobierno acaba de empezar, esos dos informes recientes eran más o menos documentos “zombis”, redactados por los remanentes de Donald Trump o por funcionarios de carrera sin nueva orientación. Probablemente no veremos muchos cambios en mayo, cuando el gobierno de Biden, que aún estará instalando a su personal, envíe al Congreso su solicitud de ayuda exterior para 2022.
Sin embargo, para la segunda mitad de 2021, las cosas tienen que empezar a suceder. Y esto es lo que me gustaría ver.
Para entonces, la mayoría de los candidatos políticos para ocupar puestos claves deberían estar ya en sus cargos. Muchos de ellos, si no la mayoría, deberían tener una mentalidad reformista, y no solo cuidadora.
Realmente me gustaría ver una revisión fundamental de la política de suministro de drogas a finales de 2021 y principios de 2022, justo cuando el gobierno Biden esté preparando su solicitud de ayuda exterior al Congreso para 2023. Para entonces, Colombia debería estar viendo disminuir el virus y preparándose a la campaña para suceder a Iván Duque.
El año 2022 podría ser muy interesante. Colombia tendrá un nuevo gobierno, tal vez uno que no suscriba la visión de que la fumigación resuelve la violencia. El gobierno de Biden se consolidará. El Congreso de mayoría demócrata, con los senadores de línea dura marginados, considerará lo que podría ser una solicitud de asistencia muy diferente para 2023. Debería haber oportunidades para dialogar con legisladores moderados cautelosos y —igual de importante— para dialogar con la sociedad civil colombiana. Esa es una petición destacada de varios colegas que acompañamos a la Asociación Nacional de Alcaldes de Municipios con Población Afrodescendiente (Amunafro): “Un diálogo serio y profundo, que tenga a las comunidades afectadas como protagonista central”, porque “no consideramos acertado insistir en lo mismo”.
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Podría estar equivocado, pero soy optimista. Tengo el ojo puesto en ese período entre mediados de 2021 y finales de 2022. Así que les digo a mis amigos de Colombia que no desesperen todavía del gobierno de Biden.
*Director para el Programa de Veeduría de la Defensa, Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA).