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El país sin su mitad

En los últimos dos siglos, Colombia ha perdido cerca de un millón de kilómetros cuadrados de extensión con diferentes vecinos. Desde la cesión de Amazonia a Perú y la pérdida de Panamá, hasta el diferendo limítrofe con Nicaragua.

Hermes Tovar Pinzón *
24 de noviembre de 2012 - 09:00 p. m.
El país sin su mitad

Desde 1810, Colombia ha cedido el 54% de su territorio a peruanos, brasileños, ecuatorianos, venezolanos y nicaragüenses. Nuestros dirigentes políticos no han tenido sentido de la soberanía nacional. En Panamá regalaron primero un corredor a los Estados Unidos, segregando prácticamente el istmo y, en noviembre 3 de 1903, no tuvieron valor para ir a combatir a los usurpadores de una de las provincias de Colombia.

Ante las reiteradas ocupaciones y reclamaciones del territorio colombiano por parte de otros países, los cancilleres han elevado protestas, los presidentes han optado por ceder territorios y el Congreso de la República ha terminado aprobando sin ningún pudor la mutilación de Colombia. La Mosquitia, es decir toda la franja nicaragüense que bordea el mar Caribe, así como los archipiélagos e islas, incluidos por supuesto San Andrés y Providencia y los demás cayos e islotes, fueron territorios colombianos desde el 3 de noviembre de 1803, cuando el rey de España, por Real Orden resolvió “que la Isla de San Andrés y la parte de la costa de Mosquitos desde el cabo de Gracias a Dios inclusive” fueran segregadas de Guatemala y dependieran en adelante del “virreinato de Santa Fe”. Todos estos territorios e islas fueron parte del territorio colombiano hasta que fueron cedidos a Nicaragua por Colombia en 1928, mediante el tratado Esguerra-Bárcenas.

En 1890, cuando los nicaragüenses invadieron las islas Mangle Mayor y Menor, y en 1894 la costa de Mosquitos, Colombia nada hizo para expulsarlos y las cancillerías apenas se limitaron a protestar durante 23 años. No hubo un solo combatiente de nuestro honroso Ejército ni de nuestra valerosa Armada Nacional que intentara batirse por la patria en defensa de la soberanía nacional. Así, llegó 1928, cuando Colombia decidió ceder a Nicaragua la Mosquitia y las islas Mangle a cambio de la soberanía y el dominio sobre el archipiélago de San Andrés y Providencia. Es decir, cedió miles de kilómetros cuadrados a cambio de nada, pues Colombia poseía dicho dominio heredado de España y reconocido por las repúblicas hispanoamericanas que se acogieron al Uti Possidetis Iure de 1810.

La cesión de la Amazonia a Brasil, Perú y Ecuador, así como del río Negro-Casiquiare y parte de La Guajira a Venezuela, la secesión de Panamá y la cesión de la Mosquitia y las islas Mangle a Nicaragua (ver mapa) hacen preguntarse sobre la idea de espacio y de los imaginarios de ciudadanía que tenían y tienen los líderes de la República de Colombia. Es evidente que nuestros presidentes desdeñaron después de 1830 la importancia de aquellos territorios habitados por grupos subalternos como los indios y los negros, que eran vistos con desprecio. Esto hizo que Perú se quedara con 503.000 kilómetros cuadrados de selva amazónica. Una pregunta que ronda esta frustración colombiana tiene que ver con el concepto de defensa nacional, pues el Ejército nunca fue movilizado a ninguna de las fronteras que los gobiernos y sus cancillerías han cedido impunemente.

Cuando Nicaragua invadió la Mosquitia en 1894, los partidos políticos y el Estado se preparaban para la guerra civil de 1895. Cuando se perdió Panamá en 1903, las fuerzas militares del Gobierno habían estado empeñadas en derrotar a los ejércitos insurrectos y a las guerrillas liberales. En 1952, cuando se cedieron Los Monjes a Venezuela, el Estado estaba empeñado en una guerra contra los campesinos y opositores, y hoy, en 2012, ante un fallo que no tiene en cuenta la historia de esta frontera nicaragüense, quienes debían estar allí, protegiendo derechos históricos, siguen empeñados en una guerra civil más, como si fuera más importante la sangría entre colombianos que hacer valer la dignidad de la Nación. He aquí una razón más para pensar en la paz que nos aleje de nuestros odios. La paz nos permitirá valorar la magnitud de nuestra tragedia territorial que parece no tener sentido para muchos colombianos que hoy como ayer predican prudencia y resignación.

Entre el 20 de noviembre de 1803 y el 19 de noviembre de 2012 Nicaragua recorrió todos los caminos posibles en busca de una vía nacional y de un derecho sobre lo que no le pertenecía de hecho. En cambio, el leguleyismo colombiano no sólo predica el respeto a lo absurdo sino que aplica aquello que sostuvo el general Tomás Cipriano de Mosquera en 1865, a raíz de las disputas de límites con Costa Rica: que “el gobierno colombiano da menor importancia a la posesión de algunas leguas de terreno que a la sanción de principios”. Luego, ante la realidad hablan de dolor de patria.

Aunque se oculten las razones por las cuales hemos regalado el 54% del territorio nacional y ahora miles de kilómetros cuadrados en el Caribe, hay que decir que los nicaragüenses no tienen la culpa de querer ocupar el territorio colombiano, como tampoco la han tenido los venezolanos, ni los peruanos, ni los brasileños que se apropiaron de más de medio millón de selvas amazónicas y de otros territorios que pertenecían a Colombia. No. Los únicos culpables somos nosotros por no exigirles a nuestros gobernantes que respondan por su cobardía y falta de sentido sobre el valor de la unidad territorial para una nación.

El fiasco de la Cancillería colombiana, que entregará una vez más otro pedazo del territorio colombiano a uno de nuestros vecinos, debería haber conducido a la renuncia inmediata de todos los asesores ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya. Una afrenta tan grave para la sociedad colombiana exige la dimisión de la señora ministra de Relaciones Exteriores y hasta el presidente de la República debería pensar en abandonar su despacho. Mientras escuchaba indignado este nuevo fracaso diplomático de Colombia pasé por la Universidad Nacional, que vivía una paz absoluta, y me pregunté por qué estos jóvenes que heredaron el sentido de la dignidad nacional no tenían los puños en alto. Ellos que siempre son sensibles a todo cuanto ocurre en el mundo, estaban silenciosos ante el desmembramiento de un pedazo más de su patria. Tal vez los medios amortiguaban toda protesta o desconocían la historia de su territorio. Por ello no era necesario apiñarse ante la Cancillería y ante el país para gritar: “¡Ahí están, esos son, los que ceden la Nación!”.

* Profesor de la Universidad de los Andes.

Por Hermes Tovar Pinzón *

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