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El principal mal de la isla

El bloqueo de Estados Unidos a Cuba le impuso a sus habitantes dos destinos: la pobreza y la dignidad.

William Ospina / Especial para El Espectador
12 de enero de 2009 - 10:00 p. m.
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Los Estados Unidos, que sostuvieron a Batista, a Somoza y a Duvalier, que fueron grandes amigos del Sha de Irán y de la dinastía Saudí, y que patrocinaron el golpe militar contra Salvador Allende en Chile, suelen fingirse, cuando les conviene, enemigos de las dictaduras, y emprendieron una campaña tenaz para demostrar al mundo que la única dictadura de occidente era la cubana, aunque a pesar de ello la solidaridad con Cuba ha crecido, al punto de que cada año las Naciones Unidas votan unánimemente por el fin del bloqueo, con la sola excepción de los Estados Unidos y de Israel.

Nadie ignora que la Revolución les dio a las mayorías cubanas una conciencia de su propia dignidad que nunca tuvo la gente en ese país, ni bajo la dominación española, ni bajo los presidentes republicanos, ni bajo los sargentos amigos de la CIA.

Muchos sectores en los Estados Unidos no parecen tener más religión que el comercio y el dinero, y profesan una idea muy curiosa de lo que son los derechos humanos. A lo largo del siglo XIX denunciaron la pretensión de abolir la esclavitud como un atentado contra el derecho de propiedad, y, como decía Estanislao Zuleta, sólo comprendieron que la esclavitud era moralmente repudiable cuando se convirtió en un mal negocio.

Su derecho a comprar en Cuba a precios irrisorios las tierras de los propietarios arruinados les pareció siempre más evidente que el derecho de esos propietarios a la subsistencia. Mantuvieron en el Caribe dictadores leales a su causa sin mayores preocupaciones por los derechos humanos, y sostienen muy buenas relaciones con regímenes que no se parecen a la democracia al estilo americano, con la condición de que sean buenos amigos. Jamás pensarían en bloquear a España o a Inglaterra, aunque sus monarcas no han sido elegidos jamás por el sufragio universal.

Y ni piensan en bloquear a la China continental, aunque su régimen tiene la misma legitimidad que puede tener el cubano, y se rige por unos patrones electorales que no se parecen a los que ha vuelto obligatorios en Occidente no la democracia, sino el poder del dinero, de las corporaciones y de los grandes medios de comunicación.

El régimen cubano, cuyos defectos y errores pueden enumerarse y criticarse pero no igualan a las arbitrariedades de los dictadores argentinos, a la miseria y la violencia de las favelas de Río de Janeiro, a la paradójica democracia colombiana que produjo casi medio millón de muertos en el último medio siglo, puede mostrar hoy mucho más de lo que quisiera Oppenheimer en su balance del primero de enero. Es un país lleno de gente solidaria y pacífica, que antepone el interés público al privado, y que respalda su revolución aunque está lejos de pensar que se encuentran en el paraíso.

Porque Cuba ha sufrido en estos cincuenta años muchas penalidades y muchas privaciones, pero si yo la comparara con mi país, con Colombia, diría sin vacilar que el ciento por ciento de los cubanos vive mejor que el ochenta por ciento de los colombianos, y que a la hora de pensar en mejorar a Cuba, tal vez su problema principal no es de gobierno sino de recursos, asfixiada por un bloqueo continental que apenas si ha cedido en los últimos años, encerrada, por haberse atrevido a tener orgullo y dignidad, en lo que podríamos llamar con palabras de Shakespeare “esa fortaleza de muros de agua”.

Y creo que la dignidad de los cubanos, y la paz que disfrutan, vale más que unos cuantos televisores y unos cuantos teléfonos móviles. Sin olvidar que, si el bloqueo ya se hubiera acabado, los cubanos tendrían más televisores y más teléfonos móviles que muchos países de América Latina.


Tal vez es por eso que los santeros piensan que es en Cuba donde está la energía. Y tal vez el futuro de Cuba depende de que alguien comprenda que ese país no es sólo un espacio geoestratégico ni una isla turística sino un misterioso baluarte de la humanidad, que se sepa que sobre esta isla mágica convergieron hace siglos los mundos, no para disputarse la hegemonía, sino para descubrir la verdadera posibilidad de un diálogo fecundo de las culturas. Ahora es el turno de Barack Obama, quien puede entender al mundo de un modo más complejo que los petroleros de Texas y que los millonarios de Florida, para propiciar la reconciliación entre las dos Cubas. Que escuche la voz de los que emigraron huyendo de los rigores de la revolución, pero que escuche también la voz de los que se quedaron y dieron durante cincuenta años testimonio de su derecho a explorar un camino y a pensar distinto.

Recuerdo ahora un atardecer de hace doce años en Santiago de Cuba. Un joven amigo cubano nos había invitado a su casa, donde vivía con su madre, una mujer de unos 60 años, a la que nos quería presentar. Por el camino fuimos hasta el Caney, a buscar mangos, y él nos habló de su inconformidad con el régimen, de las tremendas dificultades que se vivían en Cuba, de la responsabilidad que les compete a los dirigentes de la Revolución en esa crisis. Una vez en la casa prosiguió su exposición exaltada y conmovedora de las dificultades que afronta un intelectual joven ante una realidad de escasez, de privación y de falta de alternativas hacia el futuro.

Pensaba que fue un error no fundar la revolución principalmente en los valores de la tradición cubana, en sus héroes, sus poetas y sus intelectuales; que fue un error entregarse a la ideología comunista; que fue un error más grave aún no haber procurado construir una economía independiente, que permitiera al país un cierto grado de autonomía. Pensaba que la revolución se vio limitada por la dependencia de la Unión Soviética, que la prosperidad de una época fue puramente artificial, subsidiada, y que los dirigentes eran responsables por haber permitido que el derrumbe del imperio soviético sorprendiera a Cuba sin recursos y la precipitara en la mayor crisis de su historia.

Su madre lo escuchaba en silencio. Cuando él terminó, le dijo serenamente: "

“Mira, ya hemos hablado de esto otras veces. Pero como ahora has dicho estas cosas ante tus amigos, yo quisiera decir algo también. Los jóvenes como tú no conocieron lo que fue Cuba antes de la Revolución. Yo te puedo decir una cosa: antes yo no era nadie, yo era pobre y por eso no valía nada, no había en este mundo el menor futuro para mí. La Revolución me permitió estudiar. Hice tres carreras y ahora soy maestra.


Cuando hubo recursos en Cuba, fueron para todos. Ahora no hay para nadie, y estamos mal. Pero les digo una cosa: yo siento gratitud por nuestro gobierno, estoy orgullosa de lo que hemos hecho, y si me toca morir de hambre, me moriré de hambre defendiendo lo que hicimos y lo que soñamos. Por otra parte, tú no has salido de Cuba ni yo tampoco, pero te digo que la verdadera pobreza no es la escasez ni la penuria sino estar solos.

Aquí somos una comunidad. Aquí, si necesitamos algo y no lo tenemos, podemos pasar a la casa de al lado y, si tienen, nos lo darán. Y si ellos necesitan, nosotros compartiremos lo nuestro. Pero yo sé que hay países donde los pobres no tienen a quien acudir, a quién pedirle nada, donde están realmente solos. Ésa es la pobreza verdadera”.

De todo lo que he oído en Cuba, éste es el diálogo que más me ha conmovido. De algún modo esas dos posiciones formuladas tan espontánea y firmemente sintetizan lo que Cuba es hoy, el modo como se debate entre la fidelidad a unos sueños y a unos principios, y la necesidad de un futuro distinto. Esas dos verdades tal vez no se excluyen y deberían más bien complementarse. Yo vivo en un país donde hay abundancia, donde hay opulencia, y sin embargo la mitad de la población no alcanza los niveles mínimos de consumo y está por debajo del nivel de pobreza.

En Cuba casi nadie podía comprar y los supermercados estaban vacíos, pero en Colombia los supermercados están llenos hasta el exceso y la mitad de la población no puede comprar. En Cuba la pobreza es la norma pero hay asombrosamente paz y ternura en los corazones: en Colombia hay prosperidad y abundancia para muchos, pero la hostilidad está por todas partes, y la violencia y el resentimiento nos tienen hundidos en la desesperación. Y hasta los que viven en la riqueza han mostrado una capacidad de odiar que parecería inconcebible.

Los cubanos viven en condiciones de precariedad, de pobreza digna, pero no viven ni ven los extremos de miseria y de degradación que abundan en las ciudades colombianas. En Cuba hay inconformidad, hay insatisfacción, hay impaciencia, pero es imposible encontrar la inseguridad, la atrocidad que vemos a menudo en Colombia, a veces alentadas por el Estado mismo.


No puedo dejar de mirar a Cuba desde la perspectiva de mi propio país. Alguien que llegue allí de España o de Suecia podrá sin duda comparar a los cubanos con ellos y sacar otras conclusiones. Las mías son que la pobreza de Cuba, de la que muchos viajeros colombianos se alarman, es fruto hoy de un bloqueo criminal y es sin embargo algo humano. Pero esos incontables crímenes que son el precio que ha pagado mi país por un orden social insensible e inicuo, ya no son algo humano, son una realidad pavorosa que ciertamente clama al cielo.

Durante mucho tiempo las clases dirigentes colombianas, que han precipitado a nuestro país en su abismo de corrupción y de irresponsabilidad, criticaron a Cuba como a una dictadura sanguinaria y feroz. Yo no estoy en condiciones de negar que en el clima de asedio y de amenazas de invasión en que Cuba ha vivido durante casi cincuenta años, es muy posible que se hayan presentado crueldades, arbitrariedades e injusticias. Nunca hubo un conflicto que no produjera injusticias de todos los bandos, e incluso hechos dolorosos y crueles que pudo estar en manos de alguien corregir.

Pero lo que veo hoy por las calles de Cuba no me hace pensar en un régimen sanguinario. Esas sonrisas, ese modo de hablar, esa dignidad de los cubanos, no pueden ser fruto de un modelo de degradación y de ruindad. Y a la hora de valorar los logros de un régimen político, los grandes organismos internacionales y el propio gobierno de los Estados Unidos deberían ser capaces de advertir esas diferencias. Ver cómo viven los pueblos que se sometieron a la mera ley del mercado y del capitalismo imperial, y ver cómo vive un país que puso límites al egoísmo particular y le dio prioridad a la responsabilidad social y a la formación de una comunidad solidaria.

El principal mal de Cuba hoy es el cruel bloqueo con el cual un poder que apoya a las ricas minorías cubanas de Miami trata de ahogar a las mayorías que permanecen en Cuba. Pero hoy hasta los cubanos de la Florida quieren un diálogo, y yo sé que podrán llegar a una reconciliación, que devuelva su lugar a los unos pero que respete el esfuerzo, la lucha y la dignidad que han alcanzado para siempre los otros. Por eso es tan interesante que la celebración de los cincuenta años de la Revolución cubana coincidan con el mes en que una nueva política asume el poder en los Estados Unidos de América.

 * Escritor tolimense, autor de las novelas ‘Ursúa’ y´’El país de la canela’.

Por William Ospina / Especial para El Espectador

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