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El pasado 20 de junio hubo una brutal revuelta que terminó con un saldo de 46 reclusas fallecidas en la penitenciaría central de Támara, a pocos kilómetros del norte de la capital, Tegucigalpa. Según los informes proporcionados por los principales medios de comunicación del país, los hechos fueron producto de una embestida planificada por un grupo de pandilleras pertenecientes a Barrio18 contra internas de la MS13, la pandilla contraria.
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Tras esta masacre, que fue la tercera más letal en la historia carcelaria del país centroamericano, la presidenta Xiomara Castro anunció una serie de “medidas drásticas” (tal como ella las denominó) que incluyen la militarización de las cárceles, los toques de queda, los allanamientos y las detenciones, con el objeto de hacer frente a las pandillas, recuperar el control de las cárceles y desmantelar las redes de comunicación que los reclusos han acumulado mediante sobornos a las autoridades penitenciarias. Estas acciones se suman al estado de excepción que ha estado en vigor en gran parte del país desde diciembre de 2022 y que acaba de ser prolongado por quinta vez.
De forma inmediata, Castro destituyó a su ministro de Seguridad, Ramón Sabillón, quien fue el responsable de destapar los nexos entre el expresidente Juan Orlando Hernández con el narcotráfico y de supervisar la extradición del exmandatario a Estados Unidos en abril de 2022. En su lugar, Castro nombró al general Gustavo Sánchez, quien hasta ese momento se desempeñaba como director de la policía de Honduras. Esta decisión fue acompañada por la disolución de la comisión especial para sanear las prisiones, que, si bien realizó diagnósticos de la situación, no llevó a cabo ninguna medida para responder a la problemática acuciante que la originó.
Estos sucesos y las medidas adoptadas como consecuencia de ellos ponen en evidencia tres factores relevantes. El primero de ellos y, sin duda, el más preocupante, es la incapacidad del Estado para afrontar una de sus funciones básicas que es brindar seguridad a sus ciudadanos. Los hechos violentos que se produjeron a lo largo de las últimas semanas reflejan la profundización de la crisis de seguridad pública que atraviesa el país y la creciente erosión democrática de las instituciones que se encuentran azotadas por la corrupción y el narcotráfico.
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En segundo lugar, la decisión de poner al frente de la seguridad pública a la Policía Militar de Orden Público (PMOP) fue, sin duda, una de las más polémicas en esta crisis porque la policía militar fue creada por el expresidente Hernández como una especie de guardia pretoriana que le respondía directamente. El fortalecimiento de esta fuerza militar generó sorpresa, porque Xiomara Castro cuestionó duramente su actuación en la seguridad pública, en el pasado, como candidata presidencial y antes como líder de la oposición.
Si bien las políticas de “mano dura” no son nuevas en Honduras (ya existentes desde el Gobierno de Ricardo Maduro) ni tampoco en la región centroamericana, la decisión de militarizar la seguridad pública y la ejecución de estas medidas despertó la preocupación de la comunidad internacional y, en especial, la de los organismos defensores de derechos humanos. Estos últimos manifestaron que no es con la represión que se ataca el problema estructural de la violencia y la ingobernabilidad en los centros penales; por el contrario, su empleo en el pasado ha causado graves violaciones de derechos humanos y han demostrado ser completamente ineficaces en el control y en el combate de la criminalidad y la violencia.
Por último, la aplicación de estas medidas por parte del Gobierno de Honduras, así como la difusión de imágenes de presos descalzos y con el torso desnudo en cárceles, custodiados por militares, parecen emular los procedimientos realizados por el actual presidente salvadoreño. Sin embargo, ¿es el modelo Bukele la solución para afrontar los problemas de seguridad en Centroamérica? Sin duda, las medidas adoptadas por Xiomara Castro y su gabinete para afrontar la crisis de seguridad pública del país sugieren que el Gobierno de Honduras así lo considera.
Cecilia Graciela Rodríguez Balmaceda es doctora en Ciencia Política, por la Universidad de Salamanca, e investigadora del Instituto de Iberoamérica, por la también Universidad de Salamanca. Profesora en el Área de Ciencia Política y de la Administración, de la Universidad de Burgos.
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