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La reciente masacre racista de Buffalo tiene una historia global que la antecede. De hecho, el “manifiesto” de 180 páginas del terrorista elogia a Argentina en su primera página, por su supuesta situación racial. El asesino idealiza al país suramericano a través de la mentira racista y delirante, y dice que Argentina es el único país “blanco” con una alta tasa de natalidad que la defendería de los enemigos de la raza blanca. ¿De dónde viene esta fantasía delirante de una “Argentina blanca”?
Argentina es un país diverso, muchas veces abierto, tolerante y generoso. También, como muchos, tiene una larga historia de fascismos y racismos varios.
La “teoría del gran reemplazo”
El terrorista de Buffalo adhiere a la llamada “teoría del gran reemplazo”, cuyos orígenes se remontan a las ideas de degeneración social y racismo científico de finales del siglo XIX. Acorde con ellas, la superioridad civilizatoria occidental debía mantenerse biológica y culturalmente para evitar el caos y colapso social. Esta ideología fue ampliamente aceptada por élites políticas en varios países a ambos lados del Atlántico, y dio lugar a políticas eugenésicas, segregacionistas, antiinmigratorias y, finalmente, fascistas y genocidas.
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En los años 30, los nazis radicalizaron la mentira de una conspiración judía, cuyo fin era organizar la mezcla de razas, dando lugar a un exterminio de poblaciones blancas a escala mundial. De ahí en más, la idea del “genocidio blanco” fue utilizada por organizaciones fascistas y afines durante la Guerra Fría para justificar la violencia política en nombre de la defensa existencial de nacionalismos étnicos.
En los 70, la Confederación Anticomunista Latinoamericana introdujo nociones de “genocidio y supremacía blanca”, que influenciaron las doctrinas de las agencias responsables de la Operación Cóndor. Las dictaduras de Bolivia, Chile y Paraguay fueron receptivas a tales ideas, debido, en parte, a la presencia de exnazis y exustaše (organización terrorista croata basada en el racismo religioso y aliada del nazismo) en altos cargos.
Las juntas militares latinoamericanas se autopercibían como guerreros de una cruzada histórica contra una conspiración global y como defensores de la civilización occidental cristiana. En los 70 y 80, hubo una fuerte cooperación transatlántica entre agentes de las juntas, organizaciones europeas paramilitares neofascistas, como la P2, los gobiernos apartheid de Rhodesia y Sudáfrica, y elementos de la extrema derecha estadounidense.
Estas relaciones rindieron fruto durante las guerras y masacres genocidas en América Central, en las cuales Argentina tuvo participación directa a través del envío de “asesores” expertos en represión ilegal. Esto nos permite entender de dónde viene el delirio de una América Latina con un rol central en la defensa de Occidente.
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No olvidemos que el terrorista de Buffalo también dice que esta lucha racial podría comenzar en países como Argentina o Venezuela, e incluso menciona a Uruguay como uno de los países “anclados en la raza blanca”, junto a Australia, Argentina, Nueva Zelanda y EE. UU. ¿Por qué el terrorista pone a Argentina en un lugar central? Este énfasis en la nación latinoamericana solo puede entenderse en términos de historias compartidas y tradiciones fascistas, fantasías racistas transnacionales.
Son las memorias globales del fascismo internacional. En foros de internet, los extremistas del neofascismo global admiran a la dictadura argentina y también a Augusto Pinochet como actores que deben ser emulados.
Mientras uno de los fundadores del fascismo argentino, Leopoldo Lugones, defendía al imperialismo argentino por esa superioridad “blanca” sobre otras naciones latinoamericanas, los generales de la última dictadura militar (1976-1983), que mataron a decenas de miles de ciudadanos en su “guerra sucia”, lanzada en nombre del “occidente cristiano”, utilizaron una lógica similar.
En 1976, el general Videla subrayaba el carácter global de la contienda: “La lucha contra la subversión no se agota en una dimensión puramente militar. Es un fenómeno mundial. Tiene dimensiones políticas, económicas, sociales, culturales y psicológicas”.
Las ideas de reemplazo e invasión y las fantasías paranoicas sobre la expansión y la migración de europeos no blancos son fundamentales para la tradición fascista argentina. Las infames declaraciones del general Albano Harguindeguy, ministro del Interior bajo la dictadura argentina, solo pueden entenderse desde esta perspectiva histórica. En 1978, él hablaba de la necesidad de fomentar la inmigración europea para que Argentina pudiera “seguir siendo uno de los tres países más blancos del mundo”.
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Este racismo explícito en Argentina tomó la forma de un reconocimiento abierto de la necesidad de erradicar otras expresiones “no europeas” de la nación. La profundidad y el alcance de este deseo se manifestó, una vez más, en los campos de concentración, que funcionaban como centros clandestinos de detención y tortura, en los que el racismo y el antisemitismo tenían un lugar central.
La lucha contra el enemigo no tenía límites. La cooperación internacional entre organizaciones fascistas y supremacistas blancos continuó finalizada la Guerra Fría. Si antes luchaban para vencer al comunismo en Angola, Chile o Nicaragua, ahora el enemigo era el islam y el multiculturalismo, que el delirio antisemita considera es financiado por el judaísmo.
Los atentados en Utøya, Múnich, Pittsburg, El Paso, Christchurch y ahora Buffalo, entre otros, son la continuación de la violencia fascista contra minorías a las que, en su delirio ideológico, adjudican la futura destrucción de la civilización occidental y los valores cristianos.
El fascismo es y ha sido siempre transnacional. No se puede entender esta historia estadounidense con ideas de excepcionalismo, porque casi nada es excepcional en las tradiciones fascistas estadounidenses. En todo caso, es comprensible que se haya prestado mucha atención a las dimensiones locales del fenómeno, si no tanto a la historia estadounidense. Pero lo que se ha ignorado por completo hasta ahora son las historias globales del fascismo detrás de estos ataques.
* Federico Finchelstein es profesor de historia de New School for Social Research. Emmanuel Guerisoli es abogado y está haciendo un doctorado en sociología e historia en New School for Social Research.
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