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El tren de la muerte

Un escalofriante acercamiento a los menores migrantes que buscan pasar desde México a Estados Unidos.

Ollin Velasco
12 de enero de 2015 - 02:00 a. m.
Los rieles del Tren de la muerte, el destino incierto de cerca de 40 mil menores de edad, según datos de las autoridades de migraciones mexicanas.
Los rieles del Tren de la muerte, el destino incierto de cerca de 40 mil menores de edad, según datos de las autoridades de migraciones mexicanas.
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‘La Bestia’ es el legendario tren que, por excelencia, transporta a los migrantes que van a Estados Unidos y cruzan por México. Pero sus vagones, además de llevarlos a ellos, también cargan con una realidad que genera gran preocupación a uno y otro lado de las fronteras del país azteca: la de los menores que se embarcan solos en la misma suerte. Las estaciones que les esperan antes de llegar a la border line son numerosas y difíciles, en más de un sentido. Los niños y adolescentes que toman el riesgo de este viaje suben, pero nunca saben si regresarán con vida. O si regresarán.

“Yo estoy mejor aquí, que en Honduras”, dice Danubia Jakeline. Con una mano se espanta el calor inclemente de Ciudad Ixtepec, Oaxaca, y con la otra le hace señas al perro de todos los migrantes del albergue Hermanos en el Camino, para que se acerque. “Mi único deseo ahora es seguir adelante con mucha fuerza. Sueño con trabajar en Estados Unidos, tener dinero y comprar una casa para vivir ahí con mi padre y mi hija, que son lo que más quiero”, continúa, después de observar por unos minutos a un par de niños morenos que juguetean frente al dormitorio de mujeres.

Soledad, abandono, violencia, pobreza. Su historia es un botón de muestra perfecto de la situación que representa. Su vida es un rompecabezas ensamblado con piezas obscuras, muchas, similares a las de sus compañeros. El tatuaje de una flor sin color, pero con un tallo verde y espinoso, le cruza el antebrazo. De un momento a otro, ella hunde la cabeza entre sus hombros. Musita que hace dos meses no ve a su hija de tres años, a quien dejó encargada con una hermana suya. Jakeline viaja sola. Tiene 17 años. Solo la protege un santo de plástico, que pende de su cuello.

Como ella, miles de menores de edad se aventuran en solitario a las rutas al norte. Lo cual, cabe decir, no es algo exclusivo de nuestros tiempos. Este fenómeno es una realidad que ha existido siempre, solo que ahora se ha vuelto muy visible dadas las distintas repercusiones que ha traído el incremento de su proporción. No obstante la magnitud del asunto, las cifras al respecto son inciertas. Campean los cálculos aproximados provenientes de organizaciones no gubernamentales y demás entes interesados en cuantificar con más certeza esta tragedia.

Ser migrante implica andar a hurtadillas. Pero si se trata de menores, todo es escurridizo. Las cifras se volatilizan: su condición los obliga a pasar más desapercibidos. Aunque no se sabe a ciencia cierta cuántos menores indocumentados ingresaron a México el último año, ya se han encontrado otras formas de dimensionar el sunto. De acuerdo con el Instituto Nacional de Migración (INM) de México, cada año, alrededor de 40 mil niños y niñas que migran son repatriados desde Estados Unidos a México, de éstos, 18,000 viajan solos.

A su vez, Amnistía Internacional (AI) reportó en noviembre de 2014, que “este año, miles de niños, niñas y adolescentes fueron detenidos en México y Estados Unidos. Tan sólo en México, entre enero y septiembre, 17,322 niños, niñas y adolescentes fueron procesados por el Instituto Nacional de Migración, el 47% (8,220) de ellos viajando sin compañía de sus padres o tutores”. AI (con presencia en más de 150 países y liderando desde 2012 la campaña global ¡Alto a la Detención de Niñ@s Migrantes!) consigna que “en Estados Unidos se alcanzó un máximo histórico de cerca de 50,000 aprehensiones entre octubre de 2013 y julio de 2014.”

La Casa Blanca no solo amenazó con iniciar una ola masiva de deportaciones a sus países de origen. Lo cumplió. El mandato de Barack Obama es el que más expulsiones de indocumentados que han cruzado la frontera tiene consignadas en su récord.

¿En qué momento y cómo fue que llegaron tantos?

Jakeline sigue sentada a la sombra de un árbol, en el albergue para migrantes que dirige Alejandro Solalinde Guerra, al sur de Oaxaca. A dos meses de haber salido de su pueblo en Honduras, dice que lo más grave que le ha pasado en el camino es que le robaran todo el dinero que traía. Fue en La Arrocera, Chiapas: sitio que expertos del tema, como el periodista salvadoreño Óscar Martínez, consideran uno de los embudos más difíciles de sortear con saldo positivo.

En su libro de crónicas Los migrantes que no importan, advierte que “si tuviera que ubicar cuál es el punto concreto de la ruta del migrante donde un centroamericano transita más desprotegido, donde pueden hacerle lo que quieran, donde sus gritos nadie los escucha, nombraría La Arrocera. Si me preguntaran por qué, diría que porque en un año en el camino supe de cientos de asaltos ocurridos ahí, de decenas de historias de golpizas, escuché testimonios de asesinatos y de mujeres violadas que gritaban en esos montes, pero nadie los escuchaba”.

Jakeline tuvo suerte.

Desgracias más grandes fueron las que la sacaron de Honduras. Ella, producto de una relación incestuosa entre su abuelo y su madre, dice haber llevado siempre a cuestas el dedo inquisitorio de su familia, que no la apoyó ni cuando ella la abandonó y su padre se fue a trabajar a Estados Unidos. Luego de un abuso sexual, muchas puertas cerradas y una bebé en las entrañas, los únicos que respondieron al llamado fueron unos tíos lejanos. Que eran narcotraficantes, cabezas de una organización de la que Jakeline ni siquiera menciona el nombre. Se acostumbró a ver tantos y tan sangrientos ajustes de cuentas, que lo único que dice haberla sacudido realmente fue la muerte de uno de sus tíos, en manos de un contrario. Y huyó, una vez más, dejando encargada a su hija en lo que ella busca algo mejor para ambas, lejos de las balas.

Las razones que los menores que migran solos desembalan de sus mochilas, cada que se les pregunta “¿Por qué estás aquí?, ¿por qué viajar a Estados Unidos?”, son diversas. Pero hay varias en las que coinciden constantemente. Según la delegación mexicana del UNICEF, los niños, niñas y adolescentes deciden viajar solos para llegar Estados Unidos en primer lugar por el deseo de reunirse con sus familiares, en segundo término por el deseo de mejorar su nivel de vida a través del desempeño de un trabajo y, por último, por el deseo de escapar de la violencia familiar o de la explotación sexual.

No obstante, del recuento anteriormente mencionado escapa una causa que blanden muchos de ellos: dejar sus países es salir de la violencia que los persigue en las calles en forma de pandillas, venganzas, reclutamientos, amenazas, familiares muertos y desaparecidos. “Yo me vine para México por problemas con la Mara (Salvatrucha). No estoy acá por necesidad, sino porque no quiero que me maten. Es que tenía un primo de la banda contraria y se cogieron el pleito conmigo. Pero que te quede claro: yo no soy pandillero.” Carlos. 16 años. El Salvador. También está de paso en el albergue.

El chico es bajito, pero no parece un niño y mira con furia a quien lo llama así. Tiene la vista perdida en un campo improvisado de futbol en el que corren tras un balón varios hombres morenos, con el torso desnudo. Muchos, con tatuajes que brillan bajo el sudor. “¿Cuánto va a durar esto?, porque quiero irme a jugar”, amenaza, mientras balancea ansiosamente las piernas, que aún no le alcanzan para tocar el piso. Luego, emocionado al descubrir el registro de las ondas de su voz en una grabadora digital, desnuda la historia. Y asoman los motivos que guarda detrás de sus miradas esquivas. “Yo en mi pueblo ‘caminaba (manejaba)’ un camión y vendía Sabritas. Pero me juntaba mucho con mi primo, que traía problemas con unos muchachos de otra Mara. Un día lo ‘rociaron’ y me mandaron el recado de que si no me iba, el próximo era yo.”

Como si se tratara de una recreación de la imagen esbozada, desde alguna parte llegan las letras y acordeones de un corrido. Son Los Tucanes de Tijuana. Carlos tararea el inicio.

“Ábranse que llevo lumbre, o se quitan, o los quito. Ya saben que yo no juego: tengo fama de maldito”.

Carlos dice haber estado cerca de matones, que ni lo voltean a ver, pero van y ‘se truenan’ a alguien de al lado. Que Dios lo protege siempre. Pero reconoce al mismo tiempo: “Claro que sí me entran ganas de llorar estando acá. No tengo ni 23 pesos para llamarle dos minutos a mi madre, para decirle que a pesar del hambre, la sed, el calor y el frío que se pasan arriba de ‘La Bestia’, estoy bien. Hay que ‘meterle huevos’”. Aún sigue con la vista clavada en el balón y, de pronto, da un salto y se incorpora. “Oye, ¿pero sí vas a contar mi historia?”, pregunta. “Tómame una foto, ¿no?”

Los migrantes son una mercancía. Una especialmente silenciosa, asediada, vulnerable. Pero cuando se habla de la categoría estandarizada mundialmente como “niños, niñas y adolescentes migrantes no acompañados”, se está ante uno de los artículos más delicados que se mueven en el rubro. Agruparlos bajo estas denominaciones puede parecer una osadía. No obstante, fue algo que el sacerdote y activista social Alejandro Solalinde Guerra veía venir desde 2007.

Dedicado por años a la defensa de los derechos humanos de distintos grupos desvalidos en México (especialmente el de los viajantes indocumentados), el encargado de este albergue, que es presumiblemente el más importante en México, fue de los primeros que alertaron sobre la crudeza de las transacciones de que ellos eran protagonistas.

Según él, primero tuvieron que adaptarse a los mecanismos de extorsión tradicionales de los que eran víctima sus otros compañeros. Luego, esos secuestros express, intimidaciones a sus familiares y mentiras interminables de los polleros se vieron capitalizadas por redes de delincuencia que se estructuraron a semejanza de grandes empresas. La mezcla se sazonó con narcotráfico y complicidad de autoridades estatales en distintos niveles. Y el resultado fue un coctel de alto riesgo, pero de gran sabor. Todo un éxito.

Este asunto existe en México desde que el migrante fue criminalizado por no traer papeles. Sin embargo, hubo un momento muy claro de visibilización del fenómeno. Y lleva por nombre y ubicación fatídica: San Fernando, Tamaulipas. Muy al norte del país. En el libro 72 migrantes, la periodista Alma Guillermoprieto cronica así el suceso: “Entre el 22 y 23 de agosto (de 2010), un grupo de hombres – quizá unos siete u ocho – acorralaron a 73 o 74 personas en el ejido ‘El Huizache’, y les dispararon un balazo en la nuca a casi todas. Según ha declarado en diferentes momentos la Procuraduría General de la República, las víctimas iban viajando en dos camiones rumbo a Estados Unidos, con la intención de ingresar de forma clandestina a ese país. (…) No hubieran podido escoger peor lugar para dormir. A esas alturas, cualquier mexicano y cualquier pollero ya sabían que en Tamaulipas impera la ley de los Zetas, y que los Zetas viven, como zopilotes, de la carne de los indocumentados.

“Sabemos con certeza absoluta sólo una cosa: que el 24 de agosto una avanzada de la Marina encontró los cadáveres de 72 personas que habían fallecido el día anterior. Los cuerpos yacían en orden alrededor de las cuatro paredes de un cuarto sin piso ni techo, en el ejido referido.”

Este hecho, perpetrado contra 14 mujeres y 58 hombres, hubiera permanecido en la conveniente penumbra de lo desconocido (en la que permanecen todavía muchos más crímenes anónimos), de no haber sido por un pequeño error de cálculo de los victimarios: hubo sobrevivientes que dieron los pormenores de lo sucedido.

Y eso lo cambió todo, porque los migrantes provenientes del sur por fin se hicieron de coordenadas en el mapa. La masacre de estos indocumentados, que luego fueron identificados como centro y sudamericanos, fue uno de los factores que con más fuerza movieron el problema a la luz de los reflectores. La causa no fue nada honrosa pero, al menos para eso, funcionó. La migración empezó a ganar lugares constantemente en las menciones de las noticias y en las estadísticas que empezaron a lanzarse desde distintas latitudes.

Después de esta primera historia que le dio la vuelta al mundo, hubo una segunda parte (en la que oficialmente se aceptó la muerte de 193 personas, aunque cifras alternas aseguran que fueron más de 500). Y luego San Fernando empezó a replicarse en muchos más puntos de de la república. Hasta que hablar del suelo mexicano, como una fosa común clandestina y un territorio de reclutamientos masivos, dejó de ser una exageración.

Para finales de 2014, se dio a conocer información desclasificada del Instituto Federal de Acceso a la Información Pública y Protección de Datos (IFAI), a petición de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) de Estados Unidos, que daba pruebas testimoniales de la participación de elementos de la policía municipal de San Fernando en esos y otros crímenes, coordinados y llevados a cabo en coadyuvancia con el cártel de los Zetas. La sospecha empezó a confirmarse: el negocio que implican los migrantes es parte de una red compleja de crimen, infiltrada en más de un nivel de gobierno. Ante todo esto, cada vez resulta más legítimo preguntar: “¿Qué es lo que tienen los migrantes, que son tan asediados?”

Simplemente, todo en su contra.

Bajo el mismo techo que Danubia y Carlos, Sergio testifica la fuerza del sueño que lo despertó y sacó de Honduras, hace poco más de un mes. Tiene el rostro tostado por el camino y una tendencia a repetir siempre que va “hacia adelante, sin mirar atrás por ningún motivo”, que parece irreal si se toma en cuenta que también tiene 16 años.

Por el altavoz, la voz tersa de una mujer llama a todos los migrantes a la cena en el comedor comunal. Las cocineras, que son mujeres del pueblo que se ofrecen como voluntarias, les dan de cenar “fuerte” porque hay veces en que ‘La Bestia’ llega de noche o en la madrugada. Y “ni modo que se vayan con el estómago vacío”. Los migrantes aceptan con gusto lo que se les dé. El viaje y el peligro dan hambre.

Pero esta noche Sergio prefiere espantarse afuera las nubes de piquetes, y contar que México le parece un país muy lindo, pero que en Estados Unidos pretende ganar mucho dinero como carpintero y volver a su país, para poner su propio negocio y no depender de nadie. “Mejor dicho: lucho por tener mis propias cosas. Desde niñito me enseñaron que lo que cuesta es lo que verdaderamente se valora.”

Tiene una mirada larga, que apenas refulge bajo el resplandor mortecino del foco ahorrador que oscila sobre su cabeza. “Como menor de edad, llegás solito, como Dios te trajo al mundo. En Honduras peligramos el doble, porque si aún no tenés 18 y te cachan cuando te vas del país, entrás directo a la correccional de menores y además tus padres tienen que pagar una multa”.

Si algo le hace falta a sus padres es ‘plata’, según él. Por eso quiere cruzar, triunfar y a lo mejor hasta mandar a traer a sus papás, para que ya no vivan en la miseria que los hunde. Sergio parece ser una fuente prematura de sabiduría. Camina con la idea de que todo lo que pasa lleva oculto algún propósito y que las oportunidades hay que aprovecharlas, porque solo se ponen enfrente una vez. “Uno tiene que aventurarse a lo desconocido, sin temor, porque el miedo hace que se te caigan las alas”.

Las luces de la cocina y el comedor se apagan. Las siluetas salen. La luna, también.

En una atmósfera muy distinta, esta vez en la ciudad de México, el encargado del albergue rememora y compara los tiempos en que vislumbró por primera vez la comercialización de indocumentados con la actualidad. “Yo hice esa declaración hace años, cuando aún no podía creerla del todo; ahora la pienso y sé que nunca había sido más clara”, dice Solalinde, mientras un grupo de oyentes lo sigue. “Lo más triste es que a estas personas las explotan en todo, o en partes; vivos o muertos. Y ya no hay quien pueda negarlo.”

El cura comienza a hacer una larga enumeración de los abusos de que son blancos los migrantes. “Secuestros, extorsiones y reclutamientos” empiezan a perder primacía ante la repetición incesante de “trata de personas, prostitución, tráfico de órganos y hasta venta de servicios funerarios y de repatriación de restos”. En todo, o en partes; vivos o muertos. La cuestión es lucrar.

“Muchos se niegan a aceptar que el tráfico de órganos de migrantes es una realidad vigente.” Pero lo es. Según él, en México hay personas que exclusivamente están vigilando carreteras donde saben que transitan migrantes, y cuando ven familias enteras (no viajantes solos) se ofrecen a darles un hospedaje con comida y cama segura, lo cual no es más que una forma de meterlos en cautiverio de la forma menos sospechosa posible, hasta que el mercado requiera algún órgano de niño, hombre o mujer adultos.

“Ahí los tienen hasta que haya un pedido, que obviamente sale bajo la calidad de ‘donación voluntaria’. Entonces, a la persona de quien van a extraer el órgano le aplican una inyección letal, que no daña ningún tejido. Son listísimos. Lo tienen todo calculado y controlado por un equipo médico. Incluso cronometran el tiempo en que retiran en quirófanos particulares la piel de un cuerpo y refrigeran todo lo que necesitan.”

Ante las miradas atónitas de las personas que lo rodean, este hombre de sotanas blancas cuenta el caso de ‘alguien’, de quien no da más información, pero asegura era parte de una banda delictiva, y fue capturado por autoridades de Estados Unidos y obligado a hacer una demostración de cómo podía desollar a una persona en cuestión de minutos.

Los integrantes de esa banda, dice Solalinde, se volvieron testigos protegidos de Estados Unidos. “Para ese país la información vale mucho más que una condena a cárcel”, sentencia.

Y continúa con un alegato sobre las razones que lo convencen de que los niños migrantes son más vulnerables que cualquier otro indocumentado: “Ellos son mucho más carne de cañón. Ya hemos tenido en el albergue varios ejemplos de menores sicarios que trabajan con gente del cártel del Golfo o de los Zetas. Hubo uno que me contó que se llevó a una chica a un hotel, se volvió loco con drogas y al final se le hizo fácil matarla. Luego fue con su jefe, le contó preocupado lo que había hecho, y él le dijo que no había problema, porque siempre llegaban más”, relata con indignación.

El cura cuenta que ese chico le confió el suceso, como si se hubiera tratado de una cuestión sin relevancia. Y que, luego le hizo creer que ya estaba harto de pertenecer a la banda, que seguramente tendría que pagarle al jefe muchos miles de dólares para que lo dejara salirse para siempre. Pero que lo haría, porque sí le alcanzaba.

Al poco tiempo de eso, desapareció: del albergue y de cuanta estación migratoria y otro sitio posible lo buscaron. Solalinde nunca quedó completamente seguro de si le habló con la verdad. Quizá era una ‘oreja’; o quizá el jefe se deshizo de él en cuanto supo que quería desandar el camino.

“Este tema es una tragedia. Los niños migrantes llegan incluso a volverse un mensaje sanguinario de fuerza, poder y muerte que mandan grupos delincuenciales a quienes les siguen los talones. Ahora bien, incluso quienes salen ilesos de México y llegan sanos y salvos a Estados Unidos, muchas veces son deportados a sus países o canalizados a México de alguna forma.”

Y en ese punto entran de nuevo al ruedo, explica el activista, pues aunque hay ejemplos aislados en los que alguna familia los capta y protege, a la mayoría los ‘jala’ la delincuencia. “Son totalmente inermes. No pueden defenderse a ninguna proposición. Muchos terminan, si bien les va, en una institución de rehabilitación para menores; pero a gran parte de ellos los matan”, señala.

El hombre garabatea un punto final que duele: “Los exprimen todo lo que pueden, y ya”. Al siguiente…

 

 

Por Ollin Velasco

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