El último canto de Ruth Bader Ginsburg
Ruth Bader Ginsburg, jueza de la Corte Suprema de EE. UU., falleció el viernes tras complicaciones de salud. Su última voluntad fue que no se eligiera su reemplazo hasta que pasaran las elecciones presidenciales. ¿Será respetada?
Camilo Gómez Forero
Ruth Bader Ginsburg desaparecía en la ópera. Era la única actividad que realmente le ofrecía un escapismo de su trabajo. Solo allí, en medio de esas escenas teatrales que le fascinaban, se abstraía por completo del mundo. Incluso en el cine, cuenta su hijo James, usaba la luz que salía de la pantalla durante los avances para leer documentos antes de que comenzara la función. Cuando acompañaba a su familia a jugar golf, ella se tomaba su tiempo entre golpes para sentarse en el carrito a leer informes sobre algún caso en el que estuviera trabajando.
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Ruth Bader Ginsburg desaparecía en la ópera. Era la única actividad que realmente le ofrecía un escapismo de su trabajo. Solo allí, en medio de esas escenas teatrales que le fascinaban, se abstraía por completo del mundo. Incluso en el cine, cuenta su hijo James, usaba la luz que salía de la pantalla durante los avances para leer documentos antes de que comenzara la función. Cuando acompañaba a su familia a jugar golf, ella se tomaba su tiempo entre golpes para sentarse en el carrito a leer informes sobre algún caso en el que estuviera trabajando.
Era una mujer extremadamente apasionada por su labor como abogada y luego como magistrada, y así lo demostró durante las casi tres décadas en las que ocupó una de las sillas de la Corte Suprema de Justicia de EE. UU., uno de los cargos más preciados e importantes del país. El viernes, a los 87 años, y tras una larga batalla contra el cáncer, falleció en Washington D. C. rodeada de sus familiares. Deja un inmenso vacío en el máximo tribunal de justicia y una pelea viva sobre quién debería tomar su lugar y cuándo.
Dicen que ese amor por la ópera es porque es un género empapado de conexiones al derecho. En su lista de favoritos estaba Mozart, quien asimiló los valores éticos y legales del matrimonio burgués de finales del siglo XVIII en varias de sus cartas. También Giuseppe Verdi, quien habló de la justicia paternal en “La Traviata” y del crimen y el proceso de justicia en “Otelo”. Y, por supuesto, el divorcio y el derecho internacional en una obra como “Madama Butterfly”.
Como buena feminista, era de esperarse que entre sus preferidas se encontraran obras con personajes femeninos tan fuertes como lo era ella. Era tan enorme su conocimiento de este género y la música clásica, que los críticos musicales sugieren que era capaz de distinguir si un instrumento era tocado por un hombre o una mujer.
Esa pasión por la ópera la compartió con otro juez del Tribunal Supremo, el también difunto Anthony Scalia, otro aficionado con quien frecuentaba el teatro y una de las grandes amistades de su vida. A pesar de sus diferencias ideológicas, la música forjó un lazo sorprendente entre ellos. A ambos los inmortalizaron en una obra llamada Scalia/Ginsburg, estrenada en 2015.
Ruth Bader también inspiró libros —incluso de rutinas de ejercicio—, canciones, películas, documentales, muñecos, camisetas, afiches, disfraces… pero, sobre todo, la jueza inspiró a una generación a disentir ante la injusticia y la discriminación. Había que hablar de Ruth Bader y la ópera, porque si no hubiera sido abogada le habría gustado ser una diva en este género. Por fortuna para el mundo, su voz resonó en los tribunales y no en los teatros. Aunque para su satisfacción logró, sobre el final de su vida, un papel en una obra a los 83 años, interpretando a la duquesa de Krakenthorp en la “La hija del regimiento”, en el Teatro Nacional de Washington.
Ruth Bader, o RBG como la bautizaron sus seguidores, tuvo una vida marcada por las tragedias. Nació en 1933 en Brooklyn y hace parte de esa generación de bebés posdepresión que nunca olvidaron la angustia de pasar hambre ni el dolor de la guerra. Su hermana murió de meningitis cuando tenía dos años. Su madre falleció de cáncer un día antes de que RBG se graduara de la escuela. Fue becada para estudiar en la Universidad de Cornell y se graduó de licenciada en Artes. Allí conoció a su esposo, Martin Ginsburg, con quien se mudó a Oklahoma, en donde este tuvo que servir para la reserva del Ejército de EE. UU. Martin fue lo único que amó más que a su profesión o a la ópera.
En Oklahoma la degradaron de su trabajo por quedar embarazada, lo que la llevó a ocultar más adelante su segundo embarazo. La discriminación contra las mujeres era sistemática y cruel, pero para los jueces del país no existía.
RBG y su esposo se matricularon en la Facultad de Derecho de Harvard, donde ella fue una de las primeras mujeres en ser admitidas. Siempre le apasionó el derecho, porque creía que si las instituciones funcionaban bien podrían evitar los errores del pasado.
Cuando su esposo consiguió trabajo en Nueva York, RBG se trasladó a la Universidad de Columbia, donde concluyó sus estudios mientras atendía a su familia y a Martin, quien acababa de ser diagnosticado con cáncer testicular. Se convirtió en la primera mujer en participar de dos revistas académicas de derecho de primera categoría. En esa época no dormía más de dos horas al día.
Pero a pesar de destacarse como la primera en su clase y de demostrar sus habilidades en el derecho, a RBG le costó ejercer su profesión. No le llegó ni una oferta de trabajo tras graduarse. Desde luego, esto se debía a que era mujer. Su oportunidad llegó cuando ningún otro hombre aceptó la tarea de hacer un libro sobre el procedimiento civil sueco. Viajó a Suecia, en donde vivió sola, y allí absorbió, como destaca Irin Carmon, periodista e historiadora de RBG, las ideas que marcarían su lucha: ¿qué sentido tenía la liberación de la mujer si los hombres permanecían iguales?
RBG regresó a EE. UU. y, ante la falta de ofertas en bufetes de abogados, se convirtió en profesora. En ese rol se dio cuenta de que la ley consagró la discriminación de género desde sus inicios. Se convirtió en un ratón de biblioteca que consumía todo sobre la relación entre la ley y las mujeres, y encontró, gracias a dos abogados, que la discriminación de género violaba la Enmienda 14 de la Constitución. Era un problema tanto para las mujeres como para los hombres.
Ruth Bader cofundó el Proyecto de Derechos de la Mujer. Presentó casos en nombre de otras mujeres a las que se les impedía participar en trabajos y de hombres a los que se les negaba ser cuidadores de sus hijos. El caso de Stephen Wiesenfeld, un viudo al que se le negaron los beneficios económicos después de que su esposa murió en el trabajo de parto, ejemplificó cómo la discriminación de género nos afectaba a todos.
“El objetivo de Ginsburg no era simplemente la igualdad formal. Su objetivo era una sociedad en la que las mujeres pudieran acceder a roles tradicionalmente reservados para los hombres y los hombres pudieran acceder a roles tradicionalmente reservados para las mujeres. Podemos verla como quizá la primera feminista reconstructiva”, explica la profesora Joan Williams, de la Universidad de California, en la National Public Radio (NPR).
RBG argumentó con éxito en cinco casos relacionados con discriminación de género ante la Corte Suprema. Inventó nuevos conceptos para litigar contra la discriminación y puso a las mujeres en la Constitución estadounidense. Su lucha fue clave para poder reinterpretar la legislación y eliminar distinciones por sexo que afectaran la vida económica de una persona.
Por su labor, el expresidente Jimmy Carter la nombró jueza del Circuito de D. C. en 1980. Poco más de una década después, en 1993, el expresidente Bill Clinton la nominó a la Corte Suprema. Se convirtió en la segunda mujer en llegar a este cargo y allí se consagró y se volvió popular por disentir ante casos de gran importancia con críticas mordaces a sus colegas, aunque era más centrista que cualquier otro juez: votó junto a los republicanos, así como en contra de sus posiciones conservadoras.
Fue una mujer tan exigente como para pedirle a su hijo un ensayo cada día. Tan fuerte como para hacer veinte flexiones a los ochenta años, en dos series de diez. Tan intimidante como para poner nervioso hasta a su entrenador personal, pero tan dulce como para llorar cada noche en el teatro. Amó tanto su trabajo que recurría a él para distraerse de su mal estado de salud. Pensó que el derecho era la cura para todo.
Pésima cocinera, pero tan resistente como para sobrevivir cinco episodios de cáncer en tres décadas. Se hizo un ícono feminista nacional y mundial por su carácter fuerte, pero sobre todo por su humanidad. Su único error, quizá, fue haber sido tan confiada. En 2016, cuando existía la posibilidad de que se retirara y la reemplazaran por otro juez liberal, se opuso a dejar su silla pensando que Hillary Clinton iba a ser la presidenta. Falló.
Resistió lo que más pudo para tratar de llegar a un nuevo período y así evitar que la balanza de la Corte se hiciera más conservadora durante la era de Donald Trump. Pero su amigo Scalia y su esposo Martin la reclamaban, con intensidad, para cantar ópera de nuevo.
Su último deseo fue que no se designara su reemplazo hasta que pasaran las elecciones presidenciales. Pero Trump y la mayoría del Partido Republicano no quieren satisfacer esta última voluntad. No pasó ni una hora desde la muerte de RBG para que Mitch McConnell, líder de la mayoría republicana en el Senado, y Trump apuntaran a que era una “obligación” del Gobierno nombrar un nuevo juez cuanto antes.
Los reproches para los republicanos han sido muy grandes, por obvias razones. En 2016, cuando el juez Anthony Scalia murió en el cargo, el Senado, de mayoría republicana, no aceptó que el entonces presidente Barack Obama nominara un reemplazo. El argumento fue que había unas elecciones presidenciales de por medio. La tarea estaba reservada para el presidente electo. En ese momento faltaban 269 días para las elecciones. Pero ahora que Ruth Bader ha muerto, 46 días antes de las elecciones, a los republicanos se les olvidó el precedente que sentaron en 2016. Abiertamente le han declarado al pueblo que las reglas solo son válidas cuando favorecen a los conservadores.
Se necesitan cuatro votos en contra de la nominación por parte de los senadores republicanos para que el proceso se realice cuando terminen las presidenciales. Hasta el domingo se tenían dos: los de Susan Collins y Lisa Murkowski. El senador Charles Grassley dijo, antes de la muerte de RBG, que se opondría a un proceso de nominaciones en medio de las elecciones, pero no se ha pronunciado desde el viernes sobre su actual posición. Catorce senadores han dicho que sí a la nominación. Esta semana se escucharán las posiciones de los otros 36 republicanos.
La muerte de RBG causó un terremoto político a menos de 45 días para que Estados Unidos elija a su próximo presidente, quien, tras analizar las edades del resto de jueces, tendrá la oportunidad de llenar al menos una o más vacantes en el tribunal. Su partida, por supuesto, tendrá un efecto claro en las urnas y con seguridad será la principal motivación para que miles de votantes elijan a Joe Biden, aunque no estén satisfechos con el candidato. Los estadounidenses ya no eligen solo presidente, sino también qué Corte querrán para la próxima década. Esta ópera no termina hasta que el pueblo cante.
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