“Golpe de timón”, pide exdecano de Yale a Joe Biden
Un reconocido profesor de derecho internacional, y su análisis de la economía de Estados Unidos después del mandato de Donald Trump. Hay que “recuperar el alma de la nación”.
Harold Hongju Koh* / Especial para El Espectador New Haven
Que Estados Unidos logre recuperar su posición internacional en los próximos cuatro años dependerá de la capacidad del pueblo estadounidense para unirse, como nación, para guiar al mundo en la solución de los problemas globales en línea con el Estado de derecho.
Las crisis que enfrentó Estados Unidos durante los tres primeros años de la presidencia de Donald Trump fueron en gran medida autoinfligidas, pero el desastre del COVID-19 dejó claramente al descubierto las debilidades características de Trump: políticas completamente desordenadas, mendacidad desenfrenada y conspiracionismo. Ahora todos entienden las profundas deficiencias que encierra la obsesión de Trump por las “gangas”. Su enfoque transaccional -marcado por cataratas de amenazas, ajustes de cuentas, bruscos cambios de dirección y vacías fotos orquestadas- devastó relaciones de larga data y alianzas construidas originalmente sobre lazos genuinos de interés mutuo, afecto, confianza, cooperación y sacrificio.
Peor aún, el desdén de Trump por las relaciones fue de la mano con el desprecio por la verdad, la diplomacia, la burocracia y otros ingredientes esenciales de un gobierno sólido, tanto a escala nacional como multilateral. Su alarmante desprecio por la ciencia y el saber de los expertos tuvo como resultado la erosión y degradación de instituciones nacionales eficaces y previamente independientes, como el Servicio Postal de EE. UU., los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades, la Agencia de Protección Ambiental, la Administración de Alimentos y Medicamentos, el FBI y la comunidad de inteligencia.
Mientras la presidencia de Trump se tambaleaba hacia el cuarto caótico año, su desastrosa respuesta ante la pandemia del COVID-19 dejó a la vista su defectuoso enfoque de gobierno. Su fracaso a la hora de implementar un plan nacional para ofrecer análisis de detección, equipos de protección, respiradores, protección de sueldos, rastreo de contagios o, con vista al futuro, la entrega de vacunas, se cruzó con los tercos esfuerzos de su gobierno para socavar la atención sanitaria de los estadounidenses a través de nombramientos judiciales reaccionarios. Y la completa desvinculación estadounidense de cualquier esfuerzo global coordinado para lidiar con la pandemia garantizó que la doble crisis de salud pública y económica se saliera de control.
El resultado fue un horroroso desplome de la tradicional reputación de competencia estadounidense. Trump arrasó con la tradición de participación constructiva de su país en las instituciones multilaterales (ciertamente imperfectas) y, con ello, fomentó un destructivo círculo vicioso en cuestiones económicas y climáticas claves, disparando una peligrosa tendencia hacia el nacionalismo vacunatorio. En vez de representar la verdad, la justicia y “el estilo americano”, él y sus compinches transformaron a Estados Unidos en un triste ejemplo de decepción, oportunismo e intentos encubiertos para empobrecer a sus vecinos.
Tal vez lo más importante, como quedó confirmado recientemente en las elecciones, Trump mostró desprecio por los valores y las instituciones que sustentan el Estado de derecho. Entre ellas se cuentan las elecciones libres y justas, la transferencia pacífica del poder, la independencia del Poder Judicial y los empleados públicos, la ausencia de acciones legales debidas a intereses políticos, la independencia de los medios de comunicación y la protección de las minorías raciales, religiosas y sexuales.
Las normas confiables del derecho internacional, especialmente cuando se las convierte en parte de la legislación nacional, ofrecen desde hace mucho, tanto a los actores privados como a los públicos, la garantía necesaria de que un proceso legal transnacional predecible protegerá sus intereses cuando operen en el extranjero, pero Trump exhibió poco respeto por los cimientos de la confianza de los inversores: confiabilidad, debido proceso, estabilidad normativa, protección de las expectativas establecidas y resultados comparables.
En términos geopolíticos, Trump logró su mayor nivel de destrucción con el debilitamiento de las alianzas estadounidenses, los organismos multilaterales y los mecanismos internacionales para la resolución de conflictos. Esas instituciones son extremadamente necesarias para facilitar soluciones a las crisis mundiales como las pandemias, la migración forzosa y el cambio climático. Durante décadas, los sucesivos gobiernos estadounidenses de ambos partidos siguieron la estrategia externa de “involucrar, traducir y apalancar” para los problemas mundiales. En caso de duda, los líderes estadounidenses involucraban a sus aliados y adversarios, traducían las normas legales existentes a nuevas situaciones y apalancaban las respuestas legales para crear soluciones estratégicas estables y más amplias.
Pero Trump siguió una filosofía diametralmente opuesta: “Retracción, vacío e individualismo”. En caso de duda, su gobierno se retrajo, sostuvo que las nuevas situaciones presentaban “vacíos” a los cuales no se podía aplicar ninguna ley y sustituyó las soluciones estabilizadoras de largo plazo con intimidaciones unilaterales.
Trump procuró reemplazar la visión kantiana posterior a la Segunda Guerra Mundial -de una comunidad de democracias que cooperan basándose en valores compartidos- con una visión orwelliana carente de valores, de esferas de influencia de las grandes potencias. La visión orwelliana no solo es repugnante para los valores centrales estadounidenses, sino que carece de respuestas a las tres consideraciones nacionales que se avecinan en ese país. Estados Unidos enfrenta consideraciones económicas por el problema de la desigualdad; consideraciones culturales relacionadas con la incorporación de la diversidad y la inclusión en un momento de creciente polarización política, y consideraciones mundiales que surgen de la necesidad de cooperar en el plano internacional en una época de agresivo nacionalismo de suma cero.
Recuperar el alma de la nación
Con este telón de fondo, el gobierno del presidente electo, Joe Biden, tendrá trabajo por delante. Entre sus prioridades más urgentes estará la de reingresar al acuerdo climático de París, la Organización Mundial de la Salud y alguna variante del pacto nuclear con Irán. Biden probablemente recupere la participación de EE. UU. en el Consejo sobre Derechos Humanos de las Naciones Unidas, la Unesco y el Tratado de Comercio de Armas; debiera eliminar las contraproducentes sanciones punitivas a funcionarios del Tribunal Penal Internacional y poner fin al veto de Estados Unidos a los jueces nombrados por el órgano de apelación de la Organización Mundial del Comercio.
Habrá que evaluar individualmente la logística necesaria para reincorporarse a cada uno de estos organismos y las ratificaciones de los nuevos tratados serán difíciles, por supuesto, dado que el Senado estadounidense está profundamente dividido. Los dos tratados que podrían atraer apoyo bipartidista son la extensión quinquenal del nuevo Tratado de Reducción de Armas Estratégicas (Strategic Arms Reduction Treaty, START) y la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (Convemar), cuya ratificación cuenta con el apoyo de los principales funcionarios de política exterior, tanto de los gobiernos demócratas como republicanos, desde hace más de 20 años.
Aunque los senadores republicanos se opusieron sistemáticamente al Convemar por motivos de soberanía, eso cada vez tiene menos sentido. Al negarse a ratificar la convención, EE. UU. cedió el dominio del Ártico a los rusos y a los chinos, el del mar de la China Meridional. Además, el gobierno de Biden debiera procurar el apoyo del Senado para ratificar el Convenio Marco para el Control del Tabaco y poner fin a la vergonzosa falta de ratificación estadounidense de la Convención sobre los Derechos del Niño y la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer. De igual manera, el cierre del campo de detención de Guantánamo pondría fin a un lastre que pende del cuello de este país desde el gobierno de George W. Bush.
Biden también tendrá que actuar rápidamente para llenar los vacíos en la gobernanza mundial que creó Trump, y que Rusia y China se han mostrado ansiosos por aprovechar. Rusia viene actuando con impunidad, con sus intentos de asesinar a los líderes de la oposición, apoyar a déspotas como Aleksandr Lukashenko en Bielorrusia, y lanzar ataques informáticas y militares contra Estonia, Georgia, Ucrania y otros países. China fue aún más lejos en su búsqueda por suplantar a las instituciones de Bretton Woods lideradas por Estados Unidos con sus propias creaciones institucionales, entre las que se cuentan el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura y la Iniciativa de la Franja y la Ruta.
Pero considerando cuánto ha cambiado el mundo en estos últimos cuatro años, el gobierno de Biden no puede simplemente regresar al statu quo pre-Trump. A medida que vuelva a involucrarse con sus socios y aliados, EE. UU. tendrá que ofrecer garantías de que los acuerdos a los que se lleguen durante los próximos cuatro años sobrevivirán en el futuro. A tal fin, Biden puede decidir volver a involucrarse intensamente a través de acuerdos políticamente no vinculantes o “acuerdos suplementarios del Ejecutivo” (acuerdos internacionales que no cuentan con la aprobación expresa del Congreso, pero podría decirse que responden a los marcos jurídicos existentes).
Esta forma de participación puede parecer menos sólida, pero como mostré en otra ocasión, la participación legal internacional en el siglo XXI se amplió cada vez más allá de las herramientas tradicionales, como los tratados y acuerdos internacionales. Ahora permite regularmente los acuerdos no legales, la cooperación escalonada y las “conversaciones legales” diplomáticas (conversaciones internacionales sobre normas mundiales en desarrollo, que reconocen un entendimiento mutuo en papel sin crear acuerdos legales vinculantes). Debido a que estas herramientas de cuasiderecho resultaron eficaces para “construir regímenes”, es ahora frecuente que los acuerdos legales e instituciones internacionales se desarrollen menos a través de dispositivos formales y de un diálogo reiterado bilateral, plurilateral y multilateral entre abogados internacionales de los distintos países.
A medida que estos regímenes toman forma, las partes interesadas comienzan definiendo nuevas normas de cuasiderecho y luego aplican un proceso iterativo para fijar prácticas estándar de cooperación privada y pública escalonada, como se hizo con las recientes Declaraciones de Oxford sobre protecciones del derecho internacional contra los ciberataques al sector sanitario, la salvaguarda de la investigación sobre vacunas y la seguridad electoral.
El enfoque bipartidista e inclusivo en el Congreso más prometedor para que Estados Unidos vuelva a participar en la arena internacional sería que Biden, la presidenta de la Cámara, Nancy Pelosi, y el líder de la mayoría en el Senado, Mitch McConnell, acuerden un proceso de resolución conjunta acelerada, semejante al que ya se usa en las políticas comerciales. Esto permitiría realizar votaciones oportunas “a favor o en contra” (que evitan las maniobras dilatorias) sobre paquetes de acuerdos modificables, que darían al Congreso una mayor influencia y a Biden el apoyo legislativo vital que necesita para la aprobación de leyes internacionales eficaces.
Esta abrumadora lista de temas pendientes no solo pondrá a prueba los recursos del nuevo gobierno, sino también sus habilidades políticas. Con un poco de suerte, el gabinete de Biden incluirá a profesionales y legisladores experimentados, y le dará un rol importante a la exsenadora y vicepresidenta electa, Kamala Harris. Junto con la larga historia de cooperación bipartidista de Biden, un equipo competente y experimentado puede forjar un nuevo consenso político (tanto a nivel interno como internacional), recuperar los compromisos de Estados Unidos con el mundo y abordar sin rodeos las tres consideraciones que debe enfrentar el país.
Después de cuatro años de traumas, los estadounidenses y sus aliados necesitan con urgencia un golpe de timón duradero. No será fácil, pero tampoco es imposible. Biden cuenta con más experiencia legislativa de alto nivel que cualquier otro presidente estadounidense desde Lyndon B. Johnson. Y, como siempre, necesitaremos una pequeña ayuda de nuestros amigos.
* Exasesor legal (2009-13) y subsecretario de Estado para la Democracia, los Derechos Humanos y el Trabajo (1998-2001) en el Departamento de Estado de EE. UU. Su último libro es “The Trump Administration and International Law” (El gobierno de Trump y el derecho internacional) (Oxford University Press, 2018). Traducción al español por Ant-Translation. Copyright: Project Syndicate, 2020. www.project-syndicate.org
Que Estados Unidos logre recuperar su posición internacional en los próximos cuatro años dependerá de la capacidad del pueblo estadounidense para unirse, como nación, para guiar al mundo en la solución de los problemas globales en línea con el Estado de derecho.
Las crisis que enfrentó Estados Unidos durante los tres primeros años de la presidencia de Donald Trump fueron en gran medida autoinfligidas, pero el desastre del COVID-19 dejó claramente al descubierto las debilidades características de Trump: políticas completamente desordenadas, mendacidad desenfrenada y conspiracionismo. Ahora todos entienden las profundas deficiencias que encierra la obsesión de Trump por las “gangas”. Su enfoque transaccional -marcado por cataratas de amenazas, ajustes de cuentas, bruscos cambios de dirección y vacías fotos orquestadas- devastó relaciones de larga data y alianzas construidas originalmente sobre lazos genuinos de interés mutuo, afecto, confianza, cooperación y sacrificio.
Peor aún, el desdén de Trump por las relaciones fue de la mano con el desprecio por la verdad, la diplomacia, la burocracia y otros ingredientes esenciales de un gobierno sólido, tanto a escala nacional como multilateral. Su alarmante desprecio por la ciencia y el saber de los expertos tuvo como resultado la erosión y degradación de instituciones nacionales eficaces y previamente independientes, como el Servicio Postal de EE. UU., los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades, la Agencia de Protección Ambiental, la Administración de Alimentos y Medicamentos, el FBI y la comunidad de inteligencia.
Mientras la presidencia de Trump se tambaleaba hacia el cuarto caótico año, su desastrosa respuesta ante la pandemia del COVID-19 dejó a la vista su defectuoso enfoque de gobierno. Su fracaso a la hora de implementar un plan nacional para ofrecer análisis de detección, equipos de protección, respiradores, protección de sueldos, rastreo de contagios o, con vista al futuro, la entrega de vacunas, se cruzó con los tercos esfuerzos de su gobierno para socavar la atención sanitaria de los estadounidenses a través de nombramientos judiciales reaccionarios. Y la completa desvinculación estadounidense de cualquier esfuerzo global coordinado para lidiar con la pandemia garantizó que la doble crisis de salud pública y económica se saliera de control.
El resultado fue un horroroso desplome de la tradicional reputación de competencia estadounidense. Trump arrasó con la tradición de participación constructiva de su país en las instituciones multilaterales (ciertamente imperfectas) y, con ello, fomentó un destructivo círculo vicioso en cuestiones económicas y climáticas claves, disparando una peligrosa tendencia hacia el nacionalismo vacunatorio. En vez de representar la verdad, la justicia y “el estilo americano”, él y sus compinches transformaron a Estados Unidos en un triste ejemplo de decepción, oportunismo e intentos encubiertos para empobrecer a sus vecinos.
Tal vez lo más importante, como quedó confirmado recientemente en las elecciones, Trump mostró desprecio por los valores y las instituciones que sustentan el Estado de derecho. Entre ellas se cuentan las elecciones libres y justas, la transferencia pacífica del poder, la independencia del Poder Judicial y los empleados públicos, la ausencia de acciones legales debidas a intereses políticos, la independencia de los medios de comunicación y la protección de las minorías raciales, religiosas y sexuales.
Las normas confiables del derecho internacional, especialmente cuando se las convierte en parte de la legislación nacional, ofrecen desde hace mucho, tanto a los actores privados como a los públicos, la garantía necesaria de que un proceso legal transnacional predecible protegerá sus intereses cuando operen en el extranjero, pero Trump exhibió poco respeto por los cimientos de la confianza de los inversores: confiabilidad, debido proceso, estabilidad normativa, protección de las expectativas establecidas y resultados comparables.
En términos geopolíticos, Trump logró su mayor nivel de destrucción con el debilitamiento de las alianzas estadounidenses, los organismos multilaterales y los mecanismos internacionales para la resolución de conflictos. Esas instituciones son extremadamente necesarias para facilitar soluciones a las crisis mundiales como las pandemias, la migración forzosa y el cambio climático. Durante décadas, los sucesivos gobiernos estadounidenses de ambos partidos siguieron la estrategia externa de “involucrar, traducir y apalancar” para los problemas mundiales. En caso de duda, los líderes estadounidenses involucraban a sus aliados y adversarios, traducían las normas legales existentes a nuevas situaciones y apalancaban las respuestas legales para crear soluciones estratégicas estables y más amplias.
Pero Trump siguió una filosofía diametralmente opuesta: “Retracción, vacío e individualismo”. En caso de duda, su gobierno se retrajo, sostuvo que las nuevas situaciones presentaban “vacíos” a los cuales no se podía aplicar ninguna ley y sustituyó las soluciones estabilizadoras de largo plazo con intimidaciones unilaterales.
Trump procuró reemplazar la visión kantiana posterior a la Segunda Guerra Mundial -de una comunidad de democracias que cooperan basándose en valores compartidos- con una visión orwelliana carente de valores, de esferas de influencia de las grandes potencias. La visión orwelliana no solo es repugnante para los valores centrales estadounidenses, sino que carece de respuestas a las tres consideraciones nacionales que se avecinan en ese país. Estados Unidos enfrenta consideraciones económicas por el problema de la desigualdad; consideraciones culturales relacionadas con la incorporación de la diversidad y la inclusión en un momento de creciente polarización política, y consideraciones mundiales que surgen de la necesidad de cooperar en el plano internacional en una época de agresivo nacionalismo de suma cero.
Recuperar el alma de la nación
Con este telón de fondo, el gobierno del presidente electo, Joe Biden, tendrá trabajo por delante. Entre sus prioridades más urgentes estará la de reingresar al acuerdo climático de París, la Organización Mundial de la Salud y alguna variante del pacto nuclear con Irán. Biden probablemente recupere la participación de EE. UU. en el Consejo sobre Derechos Humanos de las Naciones Unidas, la Unesco y el Tratado de Comercio de Armas; debiera eliminar las contraproducentes sanciones punitivas a funcionarios del Tribunal Penal Internacional y poner fin al veto de Estados Unidos a los jueces nombrados por el órgano de apelación de la Organización Mundial del Comercio.
Habrá que evaluar individualmente la logística necesaria para reincorporarse a cada uno de estos organismos y las ratificaciones de los nuevos tratados serán difíciles, por supuesto, dado que el Senado estadounidense está profundamente dividido. Los dos tratados que podrían atraer apoyo bipartidista son la extensión quinquenal del nuevo Tratado de Reducción de Armas Estratégicas (Strategic Arms Reduction Treaty, START) y la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (Convemar), cuya ratificación cuenta con el apoyo de los principales funcionarios de política exterior, tanto de los gobiernos demócratas como republicanos, desde hace más de 20 años.
Aunque los senadores republicanos se opusieron sistemáticamente al Convemar por motivos de soberanía, eso cada vez tiene menos sentido. Al negarse a ratificar la convención, EE. UU. cedió el dominio del Ártico a los rusos y a los chinos, el del mar de la China Meridional. Además, el gobierno de Biden debiera procurar el apoyo del Senado para ratificar el Convenio Marco para el Control del Tabaco y poner fin a la vergonzosa falta de ratificación estadounidense de la Convención sobre los Derechos del Niño y la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer. De igual manera, el cierre del campo de detención de Guantánamo pondría fin a un lastre que pende del cuello de este país desde el gobierno de George W. Bush.
Biden también tendrá que actuar rápidamente para llenar los vacíos en la gobernanza mundial que creó Trump, y que Rusia y China se han mostrado ansiosos por aprovechar. Rusia viene actuando con impunidad, con sus intentos de asesinar a los líderes de la oposición, apoyar a déspotas como Aleksandr Lukashenko en Bielorrusia, y lanzar ataques informáticas y militares contra Estonia, Georgia, Ucrania y otros países. China fue aún más lejos en su búsqueda por suplantar a las instituciones de Bretton Woods lideradas por Estados Unidos con sus propias creaciones institucionales, entre las que se cuentan el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura y la Iniciativa de la Franja y la Ruta.
Pero considerando cuánto ha cambiado el mundo en estos últimos cuatro años, el gobierno de Biden no puede simplemente regresar al statu quo pre-Trump. A medida que vuelva a involucrarse con sus socios y aliados, EE. UU. tendrá que ofrecer garantías de que los acuerdos a los que se lleguen durante los próximos cuatro años sobrevivirán en el futuro. A tal fin, Biden puede decidir volver a involucrarse intensamente a través de acuerdos políticamente no vinculantes o “acuerdos suplementarios del Ejecutivo” (acuerdos internacionales que no cuentan con la aprobación expresa del Congreso, pero podría decirse que responden a los marcos jurídicos existentes).
Esta forma de participación puede parecer menos sólida, pero como mostré en otra ocasión, la participación legal internacional en el siglo XXI se amplió cada vez más allá de las herramientas tradicionales, como los tratados y acuerdos internacionales. Ahora permite regularmente los acuerdos no legales, la cooperación escalonada y las “conversaciones legales” diplomáticas (conversaciones internacionales sobre normas mundiales en desarrollo, que reconocen un entendimiento mutuo en papel sin crear acuerdos legales vinculantes). Debido a que estas herramientas de cuasiderecho resultaron eficaces para “construir regímenes”, es ahora frecuente que los acuerdos legales e instituciones internacionales se desarrollen menos a través de dispositivos formales y de un diálogo reiterado bilateral, plurilateral y multilateral entre abogados internacionales de los distintos países.
A medida que estos regímenes toman forma, las partes interesadas comienzan definiendo nuevas normas de cuasiderecho y luego aplican un proceso iterativo para fijar prácticas estándar de cooperación privada y pública escalonada, como se hizo con las recientes Declaraciones de Oxford sobre protecciones del derecho internacional contra los ciberataques al sector sanitario, la salvaguarda de la investigación sobre vacunas y la seguridad electoral.
El enfoque bipartidista e inclusivo en el Congreso más prometedor para que Estados Unidos vuelva a participar en la arena internacional sería que Biden, la presidenta de la Cámara, Nancy Pelosi, y el líder de la mayoría en el Senado, Mitch McConnell, acuerden un proceso de resolución conjunta acelerada, semejante al que ya se usa en las políticas comerciales. Esto permitiría realizar votaciones oportunas “a favor o en contra” (que evitan las maniobras dilatorias) sobre paquetes de acuerdos modificables, que darían al Congreso una mayor influencia y a Biden el apoyo legislativo vital que necesita para la aprobación de leyes internacionales eficaces.
Esta abrumadora lista de temas pendientes no solo pondrá a prueba los recursos del nuevo gobierno, sino también sus habilidades políticas. Con un poco de suerte, el gabinete de Biden incluirá a profesionales y legisladores experimentados, y le dará un rol importante a la exsenadora y vicepresidenta electa, Kamala Harris. Junto con la larga historia de cooperación bipartidista de Biden, un equipo competente y experimentado puede forjar un nuevo consenso político (tanto a nivel interno como internacional), recuperar los compromisos de Estados Unidos con el mundo y abordar sin rodeos las tres consideraciones que debe enfrentar el país.
Después de cuatro años de traumas, los estadounidenses y sus aliados necesitan con urgencia un golpe de timón duradero. No será fácil, pero tampoco es imposible. Biden cuenta con más experiencia legislativa de alto nivel que cualquier otro presidente estadounidense desde Lyndon B. Johnson. Y, como siempre, necesitaremos una pequeña ayuda de nuestros amigos.
* Exasesor legal (2009-13) y subsecretario de Estado para la Democracia, los Derechos Humanos y el Trabajo (1998-2001) en el Departamento de Estado de EE. UU. Su último libro es “The Trump Administration and International Law” (El gobierno de Trump y el derecho internacional) (Oxford University Press, 2018). Traducción al español por Ant-Translation. Copyright: Project Syndicate, 2020. www.project-syndicate.org