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Barrios tomados por bandas, matanzas en las prisiones y una policía sobrepasada por el poder de fuego de los delincuentes: el narcotráfico transformó el puerto ecuatoriano de Guayaquil en una capital más del crimen en América Latina.
La ciudad de 2,8 millones de habitantes, que acogió el sábado la final brasileña de la Libertadores 2022, encara una violencia inusitada que nace en las calles y se reproduce en las cárceles con cuerpos baleados, calcinados o mutilados a machete.
En lo corrido del año van 1.200 homicidios, 60 % más que el mismo periodo de 2021, según datos oficiales.
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También en Guayaquil, principal puerto comercial de Ecuador, han ocurrido la mayoría de las 392 muertes de presos en las masacres carcelarias registradas desde 2021.
En esta espiral también ha caído un fiscal a manos de sicarios y se han producido ataques con carros bomba y con explosivos, como el ocurrido en agosto que mató a cinco personas frente a un comedor popular.
Ubicado entre Colombia y Perú, los mayores productores mundiales de cocaína, Ecuador era ruta de paso de cargamentos de droga hacia puertos, pero el narco se asentó a sus anchas, creó un mercado interno y desde Guayaquil envía cientos de toneladas hacia Europa y Estados Unidos.
En 2021 se decomisó la cifra récord de 210 toneladas de droga, en su gran mayoría cocaína, y este año van 160.
Las bandas en Guayaquil
Fuerzas combinadas de militares y policías dominan la entrada a Socio Vivienda II, el punto más peligroso de “Guayakill”, el neologismo que se hizo popular en redes. Barrio adentro, avanzan en motos 20 uniformados de negro, con chalecos antibalas, pasamontañas y pistolas.
En este empobrecido complejo de tres etapas malviven unas 24.000 personas, la mitad de ellas afros. Las balaceras entre bandas, que comenzaron en 2019, son más frecuentes y han forzado el cierre temporal de escuelas en el último mes y medio.
Antes se les conocía como pandillas, pero luego “comenzaron a identificarse como Lobos y Tiguerones y la situación se agravó”, dice una dirigente barrial de 45 años que habló bajo reserva por temor. Los Águilas operan más arriba, en el cerro.
“Las bandas delictivas se encuentran más armadas que la policía misma”, admite el mayor Robinson Sánchez, jefe de operaciones del sector. Es una “guerra” de pistolas contra fusiles.
Cuando estalló la disputa por el control territorial, las familias levantaron portones de metal en cada extremo de las calles para evitar la entrada de los pandilleros, pero la policía los derribó en sus intervenciones, por lo que ahora las balas zumban de una esquina a otra, según la dirigente barrial.
Crimen desigual
Durante su patrullaje, los uniformados se detienen frente a una vivienda e ingresan a la fuerza. No encuentran armas ni drogas, pero sí a tres jóvenes con los brazos tatuados con el nombre en cursiva “Tiguerón”, lo que no basta para detenerlos.
El crimen organizado utiliza a “criaturas de 10 o 12 años” como centinelas o informantes, sostienen pobladores y policías. Conforme “crecen” en la organización se ganan el derecho a “plaquearse” (tatuarse), no sin antes haber cometido algún crimen.
Aquí y allá se ven a los “zombis” o consumidores de H, un residuo de la heroína que se comercializa a 25 centavos de dólar por gramo, aunque también ingresan carros lujosos para llevar o dejar droga en las narices de la policía, remarca la dirigente.
Ante el temor de que sus hijos sean reclutados, las familias abandonan sus casas y apenas salen, los pandilleros “ya están instalados” en ellas, añade.
En lo que va del año, en Socio Vivienda II se registran 252 homicidios contra 66 de 2021, mientras en Samborondón, un sector amurallado y rico, se han presentado 14 casos, lo que revela una violencia tan desigual como lo es la ciudad misma, donde un 26 % de la población vive en la pobreza.
Solo el fin de semana previo a la final entre Flamengo y Paranaense por la Libertadores, hubo 21 asesinatos en la ciudad, cometidos en su mayoría por sicarios.
El gobierno del conservador Guillermo Lasso ha movilizado tropas, fortalecido el pie de fuerza policial y realizado miles de operativos para desarticular las organizaciones, pero el narco sigue ahí.
Las víctimas
El 29 de septiembre de 2021 Tyrone Paredes, el hijo mayor de los cuatro de Myrta Preciado, murió destrozado en la peor masacre jamás ocurrida en una cárcel ecuatoriana. Llevaba detenido un año por robo en la penitenciaría Guayas 1.
Su cuerpo estaba entre los 122 que cayeron en un enfrentamiento a bala y machete, y con explosivos de por medio, que se extendió por horas.
Myrta, un ama de casa de 44 años que vive en la localidad de Durán, próxima a Guayaquil, no imaginó que su hijo estuviera entre las víctimas porque no era de “las bandas”.
El cadáver del joven de 27 años fue uno de los últimos en ser identificados: tenía mutiladas las piernas y la mano izquierda, además estaba calcinado por partes.
“A mi hijo no le mutilaron la cabeza como a otros, y tenía una cicatriz en la ceja y una bola de carne detrás de la oreja”, relata la mujer. Esas señas, más una prueba de ADN, le confirmaron que era él.
Nunca recibió explicaciones oficiales ni ayuda psicológica, menos unas disculpas. Sentada en el sofá de su vivienda, Myrta extiende sobre las piernas un cartel con la foto a color de Tyrone. “¿Hijo, por qué te mataron?”, se pregunta.
Para las autoridades forenses el reto no ha sido menor.
“Antes no enfrentábamos el ensañamiento (...) la desfiguración de las víctimas (...) Veíamos la utilización de armas cortas (...) revólveres. Pero ahora salimos a las calles y estamos enfrentando fusiles americanos, granadas, artefactos explosivos. La violencia ha crecido muchísimo”, señala el mayor de la policía Luis Alfonso Merino, jefe de Medicina Legal.
Las cárceles de Ecuador
Han sido matanzas anunciadas que siguen el mismo patrón: los presos avisan lo que está por ocurrir vía WhatsApp, sostiene Billy Navarrete, del Comité por la Defensa de los Derechos Humanos.
“Finalmente llega el día y se comienzan a escuchar disparos y detonaciones. Las familias acuden a los exteriores de la penitenciaría y la fuerza pública no detiene los ataques entre pabellón y pabellón (...) Allá que se maten” pareciera ser el “emblema”, sostiene.
Según este activista, los presos son “rehenes de las bandas” que se adueñaron de las cárceles para convertirlas en centros “seguros” de operaciones.
Los internos deben pagar de 400 a 500 dólares mensuales a esas organizaciones: “Pagan por su vida, por su alimentación, medicina, pagan por todo”.
Incluso cuando uno de ellos es asesinado la familia debe seguir pagando la “deuda”. “El dinero se deposita en una cuenta, es decir entra al sistema financiero, es todo un entramado sin ninguna investigación”, denuncia Navarrete.
Su oenegé registra 600 presos asesinados desde 2019 y 3.000 menores y adolescentes huérfanos en consecuencia. La población carcelaria hoy alcanza las 32.400 personas en todo el país (7 % en condiciones de hacinamiento contra 30 % de 2021).
“El Estado no gobierna las cárceles”, apunta Navarrete. Los centros de reclusión están bajo control de “organizaciones criminales con complicidad de agentes de la fuerza pública que permiten, toleran y se enriquecen con el tráfico de armas”.
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