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Todas las culturas quieren conmemorar a sus muertos. Todas las familias necesitan que los desaparecidos sean identificados para poder continuar con sus vidas. Tal vez por eso, una fosa común en tiempos de guerra es una ofensa tan profunda en la consciencia humana.
Poco se puede decir con certeza sobre los cientos de cuerpos descubiertos la semana pasada en Izium, en un bosque de pinos al noreste de Ucrania, más que el hecho de que son el inicio de una larga historia. Recuperar la dignidad humana en una escena tan deshumanizante —cuerpos anónimos apilados, la reducción de vidas a nada, el hedor del abandono— es una labor forense meticulosa.
Durante muchos meses, tal vez años, continuarán las labores para cotejar las muestras de ADN, recopilar los restos, determinar la causa de muerte y precisar cuáles fueron los crímenes que pudieron haber cometido las fuerzas rusas que huyeron hace una semana. Cualquier fosa común —desde Bosnia hasta Ruanda, desde Argentina hasta Guatemala— le exige a nuestra humanidad la reconstitución de las vidas individuales que terminaron ahí.
“Por un lado, en el Reino Unido se ve el entierro dignificado de la reina y por el otro, esta fosa común que surge de la violencia masiva”, comentó Anjli Parrin, subdirectora keniana de la Clínica de Derechos Humanos en la Escuela de Derecho de la Universidad de Columbia. “Son dos extremos que nos recuerdan que la idea de un desaparecido, enterrado de forma anónima, contraviene un instinto fundamental de honrar a los muertos”.
Cuando el presidente de Rusia, Vladimir Putin, se retira, aparecen evidencias de posibles atrocidades. En este momento, eso parece ser un patrón en la guerra de Moscú en Ucrania, de manera más reciente en Izium.
La escena posapocalíptica de la primavera pasada en Bucha, cerca de Kiev, Ucrania, con decenas de cuerpos exhibidos en bolsas negras de plástico debajo de abedules llorones cargados de muérdago ha demostrado ser el preludio de otro paisaje inquietante.
La exhumación de un lugar de sepultura en un bosque de pinos, después de más de cinco meses de ocupación rusa en Izium, reveló una fosa común de soldados del Ejército ucraniano: diecisiete de ellos, de acuerdo con una inscripción en una cruz. También había 445 tumbas individuales, la mayoría sin nombre. Dmytro Lubinets, el comisionado para los derechos humanos del Parlamento ucraniano, habló de un “genocidio de la población ucraniana”.
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Sin embargo, el genocidio —el cual requiere que exista la “intención de destruir, en su conjunto o en parte, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal”, en palabras de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio de 1948— no es fácil de demostrar. También pudieron haber ocurrido otros delitos internacionales, entre ellos crímenes de lesa humanidad y ejecuciones extrajudiciales.
La Corte Penal Internacional tardó nueve años en lograr que la antigua Yugoslavia dictaminara que el asesinato de más de 8000 hombres y niños bosnios en Srebrenica a manos de los serbios en 1995 constituía un genocidio. Fue la peor masacre en Europa desde 1945.
Si la guerra en Ucrania perdura y se agrava (incluso durante años, como parece posible), es poco probable que Izium sea el último sitio con un sinfín de tumbas perdidas en el bosque. Tampoco lo son los horrores que están surgiendo en Ucrania, los cuales son nuevos para una nación con una historia desgarradora en este aspecto, incluido lo ocurrido en Babi Yar, el barranco en Kiev donde los nazis masacraron a más de 33.000 judíos en 1941.
Es difícil determinar la causa, la manera y la circunstancia de muerte en una guerra. Eso sí lo he aprendido.
“No solo es difícil recolectar la evidencia, sino conservarla”, comentó Parrin, quien ha trabajado en fosas comunes en la República Centroafricana. “Se etiqueta, se contabiliza, se fotografía bajo una enorme cantidad de estrés y trauma, y se debe demostrar la cadena de custodia: quién le pasó qué a quién y quién lo guardó en cuál oficina y cuándo”.
Es fácil equivocarse en algo. No es inusual que se designen identidades incorrectas.
Antes de Bosnia, fue Argentina, país que cubrí a mediados de la década de 1980. En aquel entonces, Buenos Aires estaba asimilando la magnitud de una pesadilla nacional. Todas las conversaciones parecían terminar en lágrimas, pues los padres, perseguidos por fantasías desesperadas, recordaban a los hijos que la junta militar les había “desaparecido”. Aún no se sabía que entre 1976 y 1983 muchos de las decenas de miles de desaparecidos habían sido lanzados al sur del Atlántico desde aviones.
El Ejército argentino convirtió “desaparecer” en un verbo transitivo y el océano en una fosa común. Me dediqué a solo escuchar. Eso hacen los periodistas: escuchan a través del silencio, en espera de una pista, la epifanía reveladora, el rostro que se desintegra como un edificio dinamitado.
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El dolor de los padres que habían perdido a un ser querido era abrumador. La desaparición repentina también era algo demasiado duro de soportar. No había una despedida ni los medios adecuados para estar de luto. Esto retorcía las mentes hacia actos desesperados.
Me convencí de que para los afligidos, la desaparición de personas en fosas comunes, convierte a todos los seres vivos en alguien con un posible parecido a un hijo perdido cuya muerte nunca puede ser aceptada por completo.
Todo esto perdura, de manera subliminal o no. Dos décadas después de Srebrenica, un fotógrafo francés, Adrien Selbert, me mostró fotografías del pueblo, ahora plasmadas en un libro llamado “Srebrenica, From Night to Night”. Estas captaron a un pueblo abrumado con el peso del pasado, incapaz de quitárselo de encima, atrapado por una especie de pereza taciturna. Los perros callejeros deambulan por las calles vacías. Los letreros de neón y los faros de la calle brillan hacia la vacuidad.
Quedó claro que todas las balas que los serbios vaciaron en sus víctimas hombres constituyeron una violencia igual sobre sus sobrevivientes mujeres, quienes se quedaron con el dolor de lo indecible.
Lo que Rusia ha hecho, en Izium y otras partes, es forjar una identidad nacional ucraniana que es más poderosa que nunca, junto con heridas cuyo dolor se refractará a lo largo de generaciones.
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