Habitante de calle en la ciudad de la que alguna vez fue alcalde
Craig Coyner, quien murió en febrero pasado, fue arrastrado por la misma vorágine de crisis que sacudía muchas ciudades en auge de todo el oeste: enfermedades mentales no tratadas, adicción generalizada, aumento vertiginoso del costo de la vivienda y un menguante sentimiento de comunidad.
Mike Baker | The New York Times
Craig Coyner, un hombre de una de las familias más importantes de Bend, Oregón, ascendió a lo largo de su aclamada carrera como fiscal, abogado defensor y luego el alcalde que ayudó a convertir la ciudad en una de las de mayor crecimiento del país.
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Craig Coyner, un hombre de una de las familias más importantes de Bend, Oregón, ascendió a lo largo de su aclamada carrera como fiscal, abogado defensor y luego el alcalde que ayudó a convertir la ciudad en una de las de mayor crecimiento del país.
Pero a la edad de 75 años, Coyner ocupaba una cama en el albergue de la calle Segunda, su casa había sido embargada, tenía los dedos de los pies deformados debido a una lesión por congelamiento y sus pertenencias se limitaban a una cubeta con ropa hecha jirones y libros.
Coyner había sido arrastrado por la misma vorágine de crisis que sacudía muchas ciudades en auge de todo el oeste: enfermedades mentales no tratadas, adicción generalizada, aumento vertiginoso del costo de la vivienda y un menguante sentimiento de comunidad. Tras toda una existencia como pilar de la vida cívica de Bend, Coyner había llegado a un punto de indigencia casi total, en medio de la prosperidad que había ayudado a crear.
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Bend, antaño una diminuta ciudad maderera, había vivido una sorprendente transformación en las últimas décadas conforme los recién llegados adinerados descubrían una zona vacacional que lograba estar de moda y a la vez ser un recuerdo de lo que todo el mundo imagina que es un pequeño pueblo de Estados Unidos.
Pero a medida que el costo de las viviendas agotaba los presupuestos de las enfermeras, los maestros y los agentes de policía de Bend, el número de personas sin hogar se disparaba en esta ciudad de 100.000 habitantes, como había ocurrido en ciudades mucho más grandes de la costa oeste. El albergue donde Coyner encontró refugio llevaba meses saturado.
Coyner había nacido en una familia comprometida con el deber cívico. A principios del siglo XX, su bisabuelo fue alcalde de Bend, por aquel entonces un puesto de avanzada recién constituido en el centro de Oregón, donde los buscadores de madera se hacían con tierras forestales. En poco tiempo, una comunidad que se conocía como un lugar donde vadear el río se convirtió en una parada clave de la creciente red ferroviaria. Algunos de los mayores aserraderos de pinos del mundo procesaban troncos tan grandes que debían partirse con dinamita.
A mediados de los setenta, tras ser reclutado y pasar un tiempo con los Marines, casarse con su novia de la universidad y licenciarse en Derecho en Portland, Coyner regresó a Bend, emuló a su padre con una carrera de abogado y se instaló en una casa compacta de una sola planta, que compró por 25.500 dólares en la esquina noreste de la ciudad. La pareja tuvo dos hijas, pero se separó unos años más tarde.
En 1981, Coyner empezó a trabajar en el Ayuntamiento. Se casó con Patty Davis, quien trabajaba vendiendo publicidad por radio en los alrededores de Bend, y dado que su primera esposa también se volvió a casar, dejó de tener contacto con sus hijas.
En 1984, sus compañeros lo eligieron alcalde. Eran tiempos convulsos para la ciudad. La recesión mundial había destruido la industria maderera. Los vecinos temían que la ciudad se convirtiera en un pueblo fantasma.
Los vagabundos se congregaban a lo largo de las vías del tren que habían ayudado a establecer a Bend como capital maderera. Coyner se esforzó por recaudar fondos para ellos, a veces incluso iba a las vías del tren para distribuir ropa donada y hamburguesas con queso de 19 centavos. Sus contactos ayudaron a la gente a encontrar lugares baratos para vivir en una época en la que se podían alquilar habitaciones por tan sólo 75 dólares al mes.
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Coyner vio que era el momento de transformar la economía de Bend a fin de aprovechar la belleza natural de manera innovadora, así pues, dio la bienvenida a los visitantes que querían esquiar, hacer senderismo, acampar y montar en bicicleta. Junto con otros concejales, empezó a elaborar planes para ampliar el sistema de alcantarillado y mejorar la capacidad de las carreteras.
Los aserraderos estaban cerrando, pero el barrio donde se ubicaban estos empezó a transformarse en lo que hoy es un lujoso distrito comercial con una tienda para campistas, un balneario y una joyería de diseñador.
Algunos desconfiaban del cambio tan repentino y, en 1992, Coyner fue expulsado del Ayuntamiento por los rivales que pretendían frenar el crecimiento. No funcionó: durante la década siguiente, la población del condado creció más deprisa que en ningún otro lugar del estado.
Coyner volvió a su trabajo como abogado defensor. Solía recordarles a sus compañeros más jóvenes la importancia de seguir luchando por los menos afortunados.
Durante mucho tiempo Coyner había sido un abogado agradable e inteligente que se llevaba bien con los jueces y los clientes, dijo Tom Crabtree, quien era el jefe de la oficina del defensor público en ese momento. Pero Crabtree contó que vio cómo en los últimos años el carácter afable de Coyner empezaba a volverse cáustico.
Un día, cuando un juez lo sacó de un caso, el sorprendente arrebato de Coyner en el tribunal hizo que Crabtree decidiera que había llegado el momento de despedirlo, a lo que habría respondido con una amenaza de muerte. El problema subyacente era un incipiente trastorno bipolar, afirmó Coyner, agravado porque había recurrido a la bebida para sobrellevarlo.
El día después de Acción de Gracias de 2003, unos años después de perder su trabajo, Coyner fue detenido, acusado de dañar el auto de una mujer y de oponerse a un agente de policía. El Colegio de Abogados suspendió su licencia tras recibir quejas de que no cumplía sus obligaciones con los clientes.
Luego, en 2008, llegó el peor golpe de todos: su mujer, Patty, murió tras una enfermedad.
Coyner ya había apartado a otras personas de su vida, no solo a sus hijas, sino también a su hermana, quien había empezado a distanciarse cuando las llamadas telefónicas nocturnas en estado de embriaguez se habían vuelto abusivas.
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Los encuentros con la policía lo llevaron en dos ocasiones a ser ingresado brevemente en un centro psiquiátrico, y luchó por recuperar el rumbo de su vida. En medio de todo eso, logró conectar con una nueva amiga, Cheraphina Edwards, quien se fue a vivir con él para cuidarlo.
Incluso entonces, Coyner recibía con frecuencia a personas que habían perdido su vivienda para que se quedaran en su casita o en el jardín. Pero sin trabajo se retrasaba en el pago de la hipoteca, y el banco inició el procedimiento de ejecución hipotecaria en 2012.
Coyner había trabajado en años anteriores para ayudar a otros que se enfrentaban a ejecuciones hipotecarias, y se resistió con vehemencia a compartir ese destino. Aun así, en 2017, la policía finalizaba los planes para desahuciarlo.
Cuando los agentes finalmente lo sacaron de la casa, él y Edwards encontraron pocas opciones para vivir en una ciudad cambiada. Los alquileres habían subido un 40 por ciento en cinco años. A muchas personas que habían vivido en la ciudad toda su vida ya no les alcanzaba para vivir allí.
Coyner y Edwards se quedaron un tiempo en el sofá de un amigo. Otras veces dormían en un camión, estacionado en el bosque junto a un campo de golf. Con el tiempo, oyeron hablar de una cabaña abandonada en la cercana comunidad de La Pine, condujeron hasta allí y descubrieron que parecía más bien un cobertizo y que tendrían que bañarse con agua calentada en una estufa de leña.
Las cosas no iban tan bien entre Coyner y Edwards, y en la primavera de 2022, este se mudó de la cabaña y volvió a estar solo.
Para entonces, la pandemia de coronavirus había hecho que más gente quisiera la atractiva vida de pueblo pequeño que ofrecía Bend, y los trabajadores remotos con salarios lucrativos estaban comprando casas. El precio medio de la vivienda subió a casi 800.000 dólares, y los compradores pagaban las casas con efectivo.
Coyner acampaba a veces en una tienda de campaña a lo largo de la Parkway, la carretera que él había ayudado a construir con el fin de preparar Bend para el crecimiento que los dirigentes de la ciudad habían previsto. Otras veces, se instalaba en la propiedad de un grupo que atendía a veteranos sin hogar, una organización de cuyo consejo fue miembro. A veces se aventuraba cerca de Coyner Trail, un sendero que atraviesa la ciudad y que bautizaron con el nombre de su familia en reconocimiento de todo lo que habían hecho por la ciudad.
El otoño pasado, cuando las temperaturas nocturnas caían por debajo de los 20 grados, Frankie Smalley, un amigo en la indigencia, recorrió la ciudad para localizar a Coyner. Entonces se topó con una tienda amarilla cerca del Walmart. “Eh, Craig, ¿estás ahí?”, gritó.
Oyó una voz en el interior y retiró la solapa de la tienda. Dentro, los zapatos de Coyner estaban empapados y sus pies tan congelados que cojeaba de dolor cuando intentaba levantarse. Cuando se negó a ir a un refugio, Smalley se puso en contacto con Edwards y ella pidió ayuda a la policía.
Coyner acabó en el hospital, donde lo trataron por congelación, pero pronto lo dieron de alta y lo llevaron al nuevo refugio general de la ciudad.
La congelación había dañado tanto los dedos de los pies de Coyner que tuvo que volver al hospital a finales de enero para que se los amputaran. Hubo complicaciones. Tras la operación, sufrió un derrame cerebral que lo dejó incapacitado para hablar. Días después, el 14 de febrero, Coyner murió.
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