Haití o la violencia como estrategia
Haití, que hoy conmemora dos años del devastador terremoto del 2021, demanda una salida de su crisis que requiere de medidas locales, como la lucha contra la impunidad, que debe ser prioritaria, y adoptar un tribunal especial anticorrupción. En todo esto, la comunidad internacional no es un actor externo y neutral, susceptible de convertirse en un eventual apoyo de último recurso. Análisis.
Marc Maesschalck y Jean-Claude Jean*
Nos hemos acostumbrado a ver a Haití como un caso aislado, enumerando a cada regreso de los proyectores los tristes antecedentes que padece este pequeño país del Caribe: pobreza endémica, desnutrición, tasas de mortalidad, desempleo, violencia urbana, tráficos de todo tipo, mafiaización de la economía y la sociedad, etc. Algunos ven en la tragedia actual un encarnizamiento incomprensible del destino. Sin embargo, la situación de este país no es el resultado de la desgracia de todo un pueblo ni un accidente de la historia. Es el resultado de un largo proceso de desestabilización, compuesto de agresiones internas y externas, perfectamente explicable y en total resonancia con lo que ocurre en ciertos países latinoamericanos y africanos. El Estado fallido de Haití es una construcción histórica.
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Mientras que la prensa internacional ha expresado con razón su alarma por el número de armas en circulación en Serbia tras la guerra, Haití ha alcanzado cifras similares sin que se haya librado ninguna guerra, y a pesar de la presencia masiva de la comunidad internacional no solo tras el terremoto de 2010, sino también desde el final de la dictadura Duvalierista en 1986, el retorno forzado del presidente Aristide con una intervención de Estados Unidos en 1994, y finalmente a través de una fuerza de mantenimiento de la paz liderada por Brasil de 2004 a 2017. En Haití, el control internacional ha sido permanente en todas las transiciones electorales desde 1987, manifestando claramente en cada ocasión sus preferencias políticas en las urnas. Y no cabe duda de que la retirada masiva de las agencias internacionales en 2015 tras el fracaso de la reconstrucción, así como el repliegue diplomático durante los dos largos años de la crisis de COVID, no han hecho más que empeorar las cosas. Pero los ejemplos de injerencia son legión en los últimos años, como las elecciones arregladas de 2012 que permitieron a Martelly hacerse con el poder, el comunicado de la BINUH/CoreGroup (esencialmente de Estados Unidos, Canadá, Francia, la Unión Europea y Brasil) ensalzando los méritos del reagrupamiento de bandas criminales del G-9, el apoyo total del gobierno estadounidense y del CoreGroup a Jovenel Moise tras la destitución de los diputados y la parálisis del Parlamento, el apoyo unánime del CoreGroup de nuevo al mismo presidente Jovenel Moise durante todo el periodo en el que él y su partido PHTK neutralizaron a la policía nacional y ayudaron a crear las primeras bandas, proporcionándoles armas, municiones y protección.
En Haití, la susodicha comunidad internacional no es entonces un actor externo y neutral, susceptible de convertirse en un eventual apoyo de último recurso. Es un actor interno de primer orden. Está totalmente implicada en la desbandada del país. Establece las reglas de juego, las prioridades y la agenda del gobierno, las líneas rojas para no traspasar. Además, al hacer deliberadamente la vista gorda ante una serie de iniciativas arriesgadas del gobierno local, decide en última instancia lo que está permitido. Porque cuando tiene un desacuerdo, lo manifiesta brutalmente y sin consideración. En la lógica del gobierno haitiano, todo lo que no esté explícitamente prohibido por los Estados Unidos y el CoreGroup está permitido.
Entonces, ¿por qué hay que llamar una vez más a la puerta de esta “comunidad internacional” como si tuviera las llaves de una solución o impidiera su implementación? Su presencia continua en el país desde 1994 no ha impedido ni la emergencia ni la proliferación de bandas criminales y violencia, ¡todo lo contrario! Además, en la medida en que es un actor interno de pleno derecho que influye en todas las decisiones de Haití, no existe como órgano externo de resolución de problemas. Es una ficción. El problema debe plantearse de otro modo. Para entenderlo bien y evitar el pathos, hay que sacar la tragedia de Haití de la audiencia a puerta cerrada haitiana (Gang/PHTK/Ariel Henry/CoreGroup) y reposicionar a Haití en un contexto geopolítico más amplio. De este modo, es posible comprender mejor las continuidades que existen en la lógica colonial de los Estados occidentales en relación con los países del Sur y, en particular, entre Haití y otros Estados “fallidos”.
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De hecho, la comunidad internacional imaginaria a la que dirigimos un mensaje en favor de Haití ya no existe, y este es el problema mayor que se debe comprender antes de embarcarse en hipótesis sobre una salida a la crisis. Las estrategias que sustentan el orden internacional han cambiado radicalmente en función de la urgencia de la crisis climática y la crisis energética. Las relaciones entre países están ahora sujetas a dos cuestiones fundamentales: por un lado, el acceso a los escasos recursos necesarios para desplegar el crecimiento digital; por otro, el aseguramiento de las reservas energéticas necesarias para gestionar una transición poscarbono lo más soportable posible para las economías ricas. Esta nueva ecuación ha permitido al conservadurismo radical imponer sus ideas sobre la necesidad de un cambio en el orden internacional, ideas que favorecen un enfoque unilateralista y competitivo, donde las situaciones anárquicas se ven como oportunidades. Este cambio se hizo más evidente con las decisiones tomadas por Donald Trump. Pero continúa sin mayor reorientación, en lo que respecta al menos a América latina y central como también el Caribe.
En el contexto de esta ola neoconservadora que orienta las opciones estratégicas de los principales agentes del actual orden internacional, hay un último elemento para tener en cuenta. Se trata del alineamiento de los agentes implicados, debilitados por la guerra por recursos impuesta por las economías de transición para mantener el statu quo a su favor. El resultado para Haití es que la discordia entre “países amigos”, que en varias ocasiones pudieron haber jugado a favor de los intereses del pueblo haitiano, ya no hacen parte del orden del día en la agenda de un programa neoconservador en el que las estrategias aplicadas en Haití lo son también en otros países de la región. En Haití, el CoreGroup, que constituye de facto el dispositivo local del gobierno transnacional de Haití, está dirigido por los Estados Unidos y, aunque todos sus miembros se refieren en público al consenso entre los “aliados”, ninguno de ellos corre el riesgo de oponerse a la voluntad de los Estados Unidos ni se atreve, como en el pasado, a afirmar posiciones divergentes sobre Haití. A nivel local, el CoreGroup es un reflejo del unilateralismo estadounidense en los asuntos haitianos. Hablar de la comunidad internacional en este contexto es incongruente y anacrónico.
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A fin de cuentas, en el plano internacional, la vía por seguir es menos maniquea: ¡pedir a los buenos que expulsen a los malos! Frente a tal situación, la urgencia no reside en las declaraciones a favor de una enésima transición apoyada por aliados imaginarios disidentes que el nuevo orden internacional desconoce. La urgencia es la opción por un orden decolonial asumido. Este último pasa por la lucha contra el trato injusto infligido a los migrantes, así como contra las expulsiones de exconvictos, menospreciando las convenciones de derechos humanos, pero pasa también por la congelación de activos de los financiadores de las bandas criminales, a través de mandatos contra todas las personalidades vinculadas al tráfico de armas y municiones, y finalmente pasa por la vigilancia estricta de las exportaciones en la materia. Pero lo más importante es tomar medidas a nivel local para frenar la violencia. Entre ellas, la lucha contra la impunidad debe ser prioritaria y adoptar la forma de un tribunal especial anticorrupción. Se establecería en Haití mismo en el marco de un proceso de asistencia judicial recíproca para perseguir y sancionar a las personalidades políticas y empresariales implicadas en la malversación de los magros recursos del Estado, de los fondos de PetroCaribe (acuerdo petrolero con Venezuela) y en la financiación de las bandas criminales. Este tribunal local anticorrupción es la única manera de llegar realmente a los evasores y criminales para desafiar la impunidad que garantiza el orden sociopolítico local productor de violencia. Todas estas son medidas que podrían engendrar una verdadera ruptura en el engranaje infernal que mantiene el neoconservadurismo en su estrategia de desestabilización. Lo que fue dejado en suspenso por el COVID-19 es también el papel decisivo que puede jugar, en esta lucha, una sociedad civil internacional desconectada de las redes portadoras del discurso adormecedor de la comunidad internacional. En pocas palabras, ¡una oposición digna de este nombre a la violencia imperialista!
* Marc Maesschalck es filósofo, profesor titular y director del Centro de Filosofía del Derecho de la Universidad Católica de Lovaina. Jean-Claude Jean es filósofo y asesor en materia de Gobernanza/Justicia Puerto Príncipe, Haití. Antiguo director en particular de la oficina de Desarrollo y Paz en Haití. Ambos autores escribieron conjuntamente Transition politique en Haïti (L’Harmattan, 1999) y han contribuido a Les Défis d’un nouvel internationalisme (Weyler, 2021).
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Nos hemos acostumbrado a ver a Haití como un caso aislado, enumerando a cada regreso de los proyectores los tristes antecedentes que padece este pequeño país del Caribe: pobreza endémica, desnutrición, tasas de mortalidad, desempleo, violencia urbana, tráficos de todo tipo, mafiaización de la economía y la sociedad, etc. Algunos ven en la tragedia actual un encarnizamiento incomprensible del destino. Sin embargo, la situación de este país no es el resultado de la desgracia de todo un pueblo ni un accidente de la historia. Es el resultado de un largo proceso de desestabilización, compuesto de agresiones internas y externas, perfectamente explicable y en total resonancia con lo que ocurre en ciertos países latinoamericanos y africanos. El Estado fallido de Haití es una construcción histórica.
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Mientras que la prensa internacional ha expresado con razón su alarma por el número de armas en circulación en Serbia tras la guerra, Haití ha alcanzado cifras similares sin que se haya librado ninguna guerra, y a pesar de la presencia masiva de la comunidad internacional no solo tras el terremoto de 2010, sino también desde el final de la dictadura Duvalierista en 1986, el retorno forzado del presidente Aristide con una intervención de Estados Unidos en 1994, y finalmente a través de una fuerza de mantenimiento de la paz liderada por Brasil de 2004 a 2017. En Haití, el control internacional ha sido permanente en todas las transiciones electorales desde 1987, manifestando claramente en cada ocasión sus preferencias políticas en las urnas. Y no cabe duda de que la retirada masiva de las agencias internacionales en 2015 tras el fracaso de la reconstrucción, así como el repliegue diplomático durante los dos largos años de la crisis de COVID, no han hecho más que empeorar las cosas. Pero los ejemplos de injerencia son legión en los últimos años, como las elecciones arregladas de 2012 que permitieron a Martelly hacerse con el poder, el comunicado de la BINUH/CoreGroup (esencialmente de Estados Unidos, Canadá, Francia, la Unión Europea y Brasil) ensalzando los méritos del reagrupamiento de bandas criminales del G-9, el apoyo total del gobierno estadounidense y del CoreGroup a Jovenel Moise tras la destitución de los diputados y la parálisis del Parlamento, el apoyo unánime del CoreGroup de nuevo al mismo presidente Jovenel Moise durante todo el periodo en el que él y su partido PHTK neutralizaron a la policía nacional y ayudaron a crear las primeras bandas, proporcionándoles armas, municiones y protección.
En Haití, la susodicha comunidad internacional no es entonces un actor externo y neutral, susceptible de convertirse en un eventual apoyo de último recurso. Es un actor interno de primer orden. Está totalmente implicada en la desbandada del país. Establece las reglas de juego, las prioridades y la agenda del gobierno, las líneas rojas para no traspasar. Además, al hacer deliberadamente la vista gorda ante una serie de iniciativas arriesgadas del gobierno local, decide en última instancia lo que está permitido. Porque cuando tiene un desacuerdo, lo manifiesta brutalmente y sin consideración. En la lógica del gobierno haitiano, todo lo que no esté explícitamente prohibido por los Estados Unidos y el CoreGroup está permitido.
Entonces, ¿por qué hay que llamar una vez más a la puerta de esta “comunidad internacional” como si tuviera las llaves de una solución o impidiera su implementación? Su presencia continua en el país desde 1994 no ha impedido ni la emergencia ni la proliferación de bandas criminales y violencia, ¡todo lo contrario! Además, en la medida en que es un actor interno de pleno derecho que influye en todas las decisiones de Haití, no existe como órgano externo de resolución de problemas. Es una ficción. El problema debe plantearse de otro modo. Para entenderlo bien y evitar el pathos, hay que sacar la tragedia de Haití de la audiencia a puerta cerrada haitiana (Gang/PHTK/Ariel Henry/CoreGroup) y reposicionar a Haití en un contexto geopolítico más amplio. De este modo, es posible comprender mejor las continuidades que existen en la lógica colonial de los Estados occidentales en relación con los países del Sur y, en particular, entre Haití y otros Estados “fallidos”.
📌Le puede interesar: El “reino de desinformación” que asume el próximo presidente de Ecuador
De hecho, la comunidad internacional imaginaria a la que dirigimos un mensaje en favor de Haití ya no existe, y este es el problema mayor que se debe comprender antes de embarcarse en hipótesis sobre una salida a la crisis. Las estrategias que sustentan el orden internacional han cambiado radicalmente en función de la urgencia de la crisis climática y la crisis energética. Las relaciones entre países están ahora sujetas a dos cuestiones fundamentales: por un lado, el acceso a los escasos recursos necesarios para desplegar el crecimiento digital; por otro, el aseguramiento de las reservas energéticas necesarias para gestionar una transición poscarbono lo más soportable posible para las economías ricas. Esta nueva ecuación ha permitido al conservadurismo radical imponer sus ideas sobre la necesidad de un cambio en el orden internacional, ideas que favorecen un enfoque unilateralista y competitivo, donde las situaciones anárquicas se ven como oportunidades. Este cambio se hizo más evidente con las decisiones tomadas por Donald Trump. Pero continúa sin mayor reorientación, en lo que respecta al menos a América latina y central como también el Caribe.
En el contexto de esta ola neoconservadora que orienta las opciones estratégicas de los principales agentes del actual orden internacional, hay un último elemento para tener en cuenta. Se trata del alineamiento de los agentes implicados, debilitados por la guerra por recursos impuesta por las economías de transición para mantener el statu quo a su favor. El resultado para Haití es que la discordia entre “países amigos”, que en varias ocasiones pudieron haber jugado a favor de los intereses del pueblo haitiano, ya no hacen parte del orden del día en la agenda de un programa neoconservador en el que las estrategias aplicadas en Haití lo son también en otros países de la región. En Haití, el CoreGroup, que constituye de facto el dispositivo local del gobierno transnacional de Haití, está dirigido por los Estados Unidos y, aunque todos sus miembros se refieren en público al consenso entre los “aliados”, ninguno de ellos corre el riesgo de oponerse a la voluntad de los Estados Unidos ni se atreve, como en el pasado, a afirmar posiciones divergentes sobre Haití. A nivel local, el CoreGroup es un reflejo del unilateralismo estadounidense en los asuntos haitianos. Hablar de la comunidad internacional en este contexto es incongruente y anacrónico.
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A fin de cuentas, en el plano internacional, la vía por seguir es menos maniquea: ¡pedir a los buenos que expulsen a los malos! Frente a tal situación, la urgencia no reside en las declaraciones a favor de una enésima transición apoyada por aliados imaginarios disidentes que el nuevo orden internacional desconoce. La urgencia es la opción por un orden decolonial asumido. Este último pasa por la lucha contra el trato injusto infligido a los migrantes, así como contra las expulsiones de exconvictos, menospreciando las convenciones de derechos humanos, pero pasa también por la congelación de activos de los financiadores de las bandas criminales, a través de mandatos contra todas las personalidades vinculadas al tráfico de armas y municiones, y finalmente pasa por la vigilancia estricta de las exportaciones en la materia. Pero lo más importante es tomar medidas a nivel local para frenar la violencia. Entre ellas, la lucha contra la impunidad debe ser prioritaria y adoptar la forma de un tribunal especial anticorrupción. Se establecería en Haití mismo en el marco de un proceso de asistencia judicial recíproca para perseguir y sancionar a las personalidades políticas y empresariales implicadas en la malversación de los magros recursos del Estado, de los fondos de PetroCaribe (acuerdo petrolero con Venezuela) y en la financiación de las bandas criminales. Este tribunal local anticorrupción es la única manera de llegar realmente a los evasores y criminales para desafiar la impunidad que garantiza el orden sociopolítico local productor de violencia. Todas estas son medidas que podrían engendrar una verdadera ruptura en el engranaje infernal que mantiene el neoconservadurismo en su estrategia de desestabilización. Lo que fue dejado en suspenso por el COVID-19 es también el papel decisivo que puede jugar, en esta lucha, una sociedad civil internacional desconectada de las redes portadoras del discurso adormecedor de la comunidad internacional. En pocas palabras, ¡una oposición digna de este nombre a la violencia imperialista!
* Marc Maesschalck es filósofo, profesor titular y director del Centro de Filosofía del Derecho de la Universidad Católica de Lovaina. Jean-Claude Jean es filósofo y asesor en materia de Gobernanza/Justicia Puerto Príncipe, Haití. Antiguo director en particular de la oficina de Desarrollo y Paz en Haití. Ambos autores escribieron conjuntamente Transition politique en Haïti (L’Harmattan, 1999) y han contribuido a Les Défis d’un nouvel internationalisme (Weyler, 2021).
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