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Rodolfo Hernández, el candidato por la Liga de Gobernantes Anticorrupción (LIGA), alcanzó 5′953.209 votos en la primera vuelta presidencial, consolidándose como la fuerza que disputará la Presidencia de Colombia con Gustavo Petro, el candidato por el Pacto Histórico. En su discurso, tras su victoria en las urnas, el político santandereano afirmó: “Hoy ganó el país que no quiere seguir un día más con los mismos y las mismas que nos han llevado a la situación dolorosa en la que hoy estamos. Hoy ganó una voluntad ciudadana firme para acabar con la corrupción como sistema de gobierno. Hoy perdió el país de la politiquería y corrupción”. Es un líder antisistema y, como tal, una opción que, incluso, ha puesto a temblar la aspiración progresista del candidato de izquierda.
Una película que ya vimos en otros países de la región, como Brasil, con Jair Bolsonaro; Estados Unidos y Donald Trump; Nayib Bukele, en El Salvador, e, incluso, Pedro Castillo, en Perú, quien ganó la presidencia de ese país en 2021, repitiendo hasta el cansancio frases como esta: “Al pueblo peruano se le acaba de quitar la venda de los ojos (…). Han tenido tiempo suficiente, décadas. Vamos a poner en orden este país (…). Me ratifico como el terror de la corrupción”. Castillo ganó las elecciones peruanas después de un torbellino político: cinco presidentes desde 2018, todos acusados de corrupción, un mal que no tocaba al candidato porque era nuevo en la política, pero que hoy lo tiene en la cuerda floja.
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El fenómeno va más allá de izquierdas o derechas. “Todos los líderes populistas son grandes transgresores de las formas habituales de hacer política. Son transgresores culturales, en el lenguaje. De alguna manera, se presentan como ‘outsiders’ al sistema político”, señaló Francisco Panizza, profesor de Política Latinoamericana y Comparada de la London School of Economics, a la BBC Mundo. “El populismo es un modo de identificación, crea identidades, crea el pueblo como actor político en antagonismo al orden establecido, a la clase gobernante”, puntualizó.
Solo basta recordar cómo fue que Donald Trump derrotó a Hillary Clinton en 2016. Entonces, todas las encuestas daban por sentado que sería ella la que arrasaría en las urnas. Era la más preparada, con una propuesta sólida, conocedora de la política como pocas. Sin embargo, fue derrotada por Trump, un empresario que, agitando la bandera anticorrupción, se convirtió en el presidente número 45 de Estados Unidos. Trump ganó prometiendo “hacer a América grande de nuevo”. ¿Cómo?: “Drenando el pantano”, como llamó a la corrupción en Washington, y acabando con el establishment, palabras que pronto se llevó el viento, pues, casi desde que llegó a la Casa Blanca, usó su poder para silenciar todos sus escándalos de corrupción, sexuales y familiares. Él reinventó el pantano, utilizando sus hoteles, empresas y complejos turísticos para construir un sistema de intercambio de favores sin precedentes, que vincula a toda su familia, hoy en la mira de investigadores.
Ahora bien, para Mauricio Jaramillo Jassir, profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad del Rosario, Trump y Rodolfo Hernández no son símbolo de populismo, sino de demagogia. “La instrumentalización y la manipulación retórica para convencer es demagogia, mientras que el populismo es establecer y generar movimientos de masa, al tiempo que propone un proyecto de sociedad más claro. Ellos no son populistas, son demagogos. Es decir, viven del discurso y la manipulación retórica. Ahora, Hernández hace parte de esa ola típica de la demagogia de la derecha nacionalista, como Bolsonaro”.
Bolsonaro y un triunfo “¿irracional?”
En la campaña de 2018, que lo llevó a la presidencia de Brasil, el país estaba desencantado con la democracia y la clase política, según lo reflejó el Latinobarómetro del momento. Entonces, acababa de estallar el megaescándalo de Lava-Jato, que salpicó a los líderes del Partido de los Trabajadores, que llevaban años en el poder, y su líder, el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, fue enviado a prisión, acusado de corrupción.
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Bolsonaro obtuvo más del 55 % de los votos en segunda vuelta, cuando meses antes ocupaba un rol marginal en la política brasileña. Sus posturas eran débiles y tenían poca acogida. Sin embargo, ese discurso lleno de frases misóginas, racistas, xenófobas, chistes flojos y lugares comunes terminaron llevándolo al triunfo. “Los brasileños vieron en él un político transparente que no temía señalar y exhibir a quienes consideraba una carga para el sistema. En definitiva, las posturas ‘políticamente incorrectas’ fueron percibidas por muchos votantes como un signo de autenticidad, que contraponía a Bolsonaro a la clase política tradicional”, afirmó en un análisis Juan Cruz Olmeda, del Centro de Análisis Internacional del Colegio de México.
Aquí hay dos similitudes con Hernández: el brasileño no era un outsider, pues tenía trayectoria política en el Congreso, y el candidato colombiano fue alcalde de Bucaramanga. Además, ambos fueron apalancados por dos partidos pequeños, sin mayor estructura. ¿Irracionalidad de los votantes? No. Desencanto con la democracia y sus instituciones centrales. Bolsonaro fue votado masivamente por gente joven que le compró la idea de no estar relacionado ni vinculado con actores fuertemente señalados por actos de corrupción.
“Lula le endosó a Haddad todo el rechazo que una parte fundamental de la sociedad brasileña siente por él y su partido. Esta elección se ha ganado en la oposición a el Partido de los Trabajadores”, advirtió el historiador Carlos Malamud, según se lee en el artículo “¿Qué se trae Bolsonaro?”, publicado por la iniciativa El libre pensador, de la Universidad Externado. Así, el desprestigio de la clase política, sumado a que, según un estudio del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística, el número de personas en pobreza aumentó de 52,8 millones (25,7% de la población) a 54,8 millones (26,5%) entre 2016 y 2017, además de que 63.880 personas fueron asesinadas en todo el país en 2017, llevaron a Bolsonaro al poder.
El disruptivo Nayib Bukele
En 2019, El Salvador se sacudió con el triunfo de un millennial: Nayib Bukele, quien se presentó como “el candidato del cambio” y evitó ser encasillado en una ideología de izquierda o derecha, también enarboló las banderas anticorrupción, aunque fue apadrinado por la Gran Alianza por la Unidad Nacional (GANA), salpicada por casos de malversación y otros delitos. “Hoy ganamos en primera vuelta e hicimos historia. Hemos sumado más votos que ARENA y el FMLN juntos (...). Hemos pasado la página de la posguerra. Invito a todos los salvadoreños a celebrar la victoria frente al bipartidismo”, dijo.
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Su personalidad disruptiva ya se veía desde sus días como alcalde de San Salvador, pues por aquella época, entre 2015 y 2018, se mostró como alguien que no aceptaba críticas y se enfrentaba a la prensa, específicamente a El Faro (como sigue sucediendo), Gatoencerrado y Factum. Ahora bien, Bukele es resultado de la misma sociedad salvadoreña. Una encuesta del Latinobarómetro de 2018 reveló que El Salvador era el país de América que menos importancia le daba a la democracia, pues apenas el 28 % de la población respaldaba esta forma de gobierno, siendo el apoyo más bajo del continente. Según esta encuesta, al 54 % de la población le daba lo mismo vivir en una democracia que en una dictadura.
Jaramillo Jassir afirma que lo que tienen en común estos líderes mundiales es que se reconocen como ajenos al establecimiento, argumento que tanto Gustavo Petro como Rodolfo Hernández han tratado de defender en las actuales elecciones presidenciales de Colombia. Basta con recordar que tanto Trump como Bolsonaro tomaron las banderas anticorrupción para posicionarse como la mejor opción posible para sus países, en vista del fracaso de quienes los antecedieron en el cargo.
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