Hilos cosidos por manos migrantes
El diseñador venezolano Alejandro Crocker y la fundación Juntos se Puede formaron a un grupo de 20 mujeres en emprendimiento y remanufacturación. La moda se convirtió en un aliado para la integración de migrantes venezolanas en Bogotá, bajo el principio de sostenibilidad, con la intención de que usen sus saberes para montar un proyecto de vida en el país.
María José Noriega Ramírez
Carmen Peñuela vio que un desfile de modas en la plaza de toros La Santamaría, en pleno corazón de Bogotá, empezó y cerró con dos de sus creaciones, con un tejido y unos recortes de jean que el diseñador Alejandro Crocker incorporó a las prendas que se tomaron una pasarela sostenible en la capital, en diciembre pasado. “El orgullo es que alguien crea en uno, porque a veces ni nosotros mismos lo hacemos”, y eso es un recordatorio para ella, uno que tiene presente desde que en el evento de moda salió, en compañía de otros, con un mensaje que decía “Yo soy tú”, el mismo que tiene en la tapa de su máquina de coser y en su foto de perfil de Whatsapp. “Eso es respeto: trátame como si fueras tú, porque yo soy tú. Siempre se lo digo a mi máquina, y así empezamos a trabajar”. También lo ha repetido, una y otra vez, a lo largo y ancho de las calles bogotanas, como lo hizo recientemente en el lanzamiento de la colección “Ironías”, que reunió al diseñador venezolano con el colectivo de migración Juntos se Puede en el restaurante de Harry Sasson, en Bogotá.
La confección y el tejido los aprendió de su abuela materna. No decía mucho, solo la observaba. La mujer era zurda, ella diestra, y de ahí empezó un trabajo de atención al detalle, de creación y creatividad. Fue intuición, un gusto que se originó en Venezuela, en Caracas, donde nació, y en San Cristóbal, donde creció, que la llevó a explorar primero la alta cocina, sobre la cual hizo una carrera, pero que tuvo que abandonar, y luego la moda, a la que se aferró para construir un proyecto de vida en Colombia. Llegó hace cuatro años al país, y lo hizo tras haber dejado a familia y amigos, tras tener a sus hijos regados por el mundo, en Chile, Bogotá y Madrid, y luego de haber perdido un riñón a causa de una hidronefrosis grado tres, que la obligó a alejarse de los fogones. Regresar a su tierra no es una opción, al menos por ahora. Esa es una de las pocas certezas que tiene. Aquí aspira a seguir explorando el camino de la remanufacturación, reutilizando prendas y creando piezas únicas.
La moda como una expresión internacional, como un mundo de posibilidades, como sinónimo de amplitud. La moda como un punto de encuentro, como algo, al menos para Crocker, que tiene carácter político. Él, que desde hace más de dos décadas restaura tejidos y tiene una estrecha relación con la aguja y el hilo, sabe lo que significa migrar. Aunque en su caso fue por decisión propia, cuando aceptó la oportunidad de hacer dirección de arte en Bogotá y se mudó con dos perros y un contenedor de libros, conoce lo que es llegar a una ciudad desconocida, donde son ajenas las costumbres y las personas, pero también donde se puede apostar por construir algo en común. “Las fronteras y las diferencias no existen, y eso es precisamente lo que cuentan las piezas al utilizar solo desperdicio textil. Nosotros no compramos un solo centímetro de material, solo hilo y aguja. La raíz de esta marca siempre ha sido crear conciencia hacia la vida, hacia el medio ambiente, hacia nuestro planeta, donde todos somos uno”.
Una pieza suya está hecha de lo que antes era basura, y ahí está el elemento sostenible, ese concepto de moda circular del que hoy se habla, pero también tiene detrás las manos y las historias de mujeres, como Peñuela, que toman sus clases de moda desde la fundación Juntos se Puede: “Les enseñamos, a partir del arte y la creatividad, que el desperdicio es una materia prima con valor, con potencial, y ahí empezamos a crear, dependiendo de los talentos que cada una tenga, por ejemplo, desde el bordado en punto de cruz”. Él las pone a reconocer el lugar en el que están, a que se monten en Transmilenio y visiten parques, a que noten qué colores usan las personas, qué tipo de prendas se ponen, cómo se paran y cómo caminan por las calles. Ahí empiezan a entender la ciudad, a usar ciertas dimensiones y ciertos tonos, pero también a comprender que en la moda no hay reglas, que pueden crear su propia estética.
Peñuela, por ejemplo, empezó vendiendo babuchas en el mercado, una idea que no terminó siendo muy rentable: “Saqué los costos y no me daba. Preferí cambiarme a los bolsos”. Ahí, luego de que Crocker le dijera que creara algo a partir de Mafalda y de la década de los 60, diseñó una cartera en la que se ve el símbolo de los hippies, la palabra paz escrita entre una esquina y otra, en diagonal, las gafas de Quino, y el pelo negro y crespo del cómic argentino, con su cinta roja, pegados a pequeños bolsillos de jean, nueve de un lado y nueve del otro, adheridos a un bolso de color blanco. “Una pieza única, cargada de detalles”, así la definió una de las asistentes a la feria que se realizó en el restaurante Harry Sasson, porque además de que Crocker le paga por la confección e incluye su trabajo en sus diseños, también le ha enseñado a vender lo que hace con sus manos.
“Nos empezamos a preguntar cómo hacemos eso”, cuenta Ana Karina García, directora de la fundación Juntos se Puede. “Nos dimos cuenta de que no eran piezas competitivas en el mercado y que, además, estábamos produciendo más basura”. Ahí entró Crocker a dar sus clases y, a la par, el colectivo a ofrecer un programa de formación en modelos de negocio, marketing y estrategias de venta. Así nació un proyecto de seis meses que juntó el emprendimiento con el contenido de remanufactura. Ese fue el enlace entre ambos mundos, una oportunidad para 20 mujeres, madres cabeza de hogar y buenas alumnas, que entraron a formar un primer grupo, que, después de la feria en el restaurante capitalino, que fue casi una tesis para ellas, se acaba de graduar.
Al cruzar la frontera se deja de ser lo que se era antes. Migrar implica perder parte de la identidad, empezar de cero, y eso fue difícil de comprender para García: “Entendí que tenía que construir una vida. No podía seguir con la mitad de mi cabeza allá y la otra aquí, sin construir nada en ningún lado”. En Venezuela se graduó de abogada en la Universidad Católica, en Caracas, y trabajó como defensora de derechos humanos, sobre todo en temas de jóvenes, por lo que tuvo que salir del país. Su primera parada fue Cúcuta. Unos amigos le pagaron un hotel que alquiló por Booking y ahí se quedó un tiempo: “Pensé que iba a poder regresar rápido. Me quedo aquí, mañana me voy, me dije, pero no fue así”. Se le presentó la oportunidad de llegar a Bogotá para ser observadora internacional de las elecciones de 2018 y empezó a buscar conocidos en la capital.
Sobrevivir aquí, entre sus contrastes y complejidades, ha sido difícil. Aunque ya conocía la ciudad, pues vino una vez de intercambio estudiantil, ya que la Universidad Javeriana es hermana de su alma máter, la experiencia ha sido otra, y de ahí nació la necesidad de unirse, de encontrarse con otros que estaban pasando por lo mismo, de buscar compañía en fechas difíciles, como en las navidades. “Llegó un momento en el que entendí que no podía seguir con la maleta en la puerta, creyendo que en cualquier momento me podía devolver”. Y no solo eso, las personas empezaron a preguntarle cómo meter los niños al colegio y cómo sacar los documentos. De ahí nació la fundación y, aunque no ha podido convalidar su título, tiene andando un proyecto del que forman parte venezolanos y colombo-venezolanos, pues todos ellos tienen algo en común: la necesidad de salir del círculo de la pobreza.
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Carmen Peñuela vio que un desfile de modas en la plaza de toros La Santamaría, en pleno corazón de Bogotá, empezó y cerró con dos de sus creaciones, con un tejido y unos recortes de jean que el diseñador Alejandro Crocker incorporó a las prendas que se tomaron una pasarela sostenible en la capital, en diciembre pasado. “El orgullo es que alguien crea en uno, porque a veces ni nosotros mismos lo hacemos”, y eso es un recordatorio para ella, uno que tiene presente desde que en el evento de moda salió, en compañía de otros, con un mensaje que decía “Yo soy tú”, el mismo que tiene en la tapa de su máquina de coser y en su foto de perfil de Whatsapp. “Eso es respeto: trátame como si fueras tú, porque yo soy tú. Siempre se lo digo a mi máquina, y así empezamos a trabajar”. También lo ha repetido, una y otra vez, a lo largo y ancho de las calles bogotanas, como lo hizo recientemente en el lanzamiento de la colección “Ironías”, que reunió al diseñador venezolano con el colectivo de migración Juntos se Puede en el restaurante de Harry Sasson, en Bogotá.
La confección y el tejido los aprendió de su abuela materna. No decía mucho, solo la observaba. La mujer era zurda, ella diestra, y de ahí empezó un trabajo de atención al detalle, de creación y creatividad. Fue intuición, un gusto que se originó en Venezuela, en Caracas, donde nació, y en San Cristóbal, donde creció, que la llevó a explorar primero la alta cocina, sobre la cual hizo una carrera, pero que tuvo que abandonar, y luego la moda, a la que se aferró para construir un proyecto de vida en Colombia. Llegó hace cuatro años al país, y lo hizo tras haber dejado a familia y amigos, tras tener a sus hijos regados por el mundo, en Chile, Bogotá y Madrid, y luego de haber perdido un riñón a causa de una hidronefrosis grado tres, que la obligó a alejarse de los fogones. Regresar a su tierra no es una opción, al menos por ahora. Esa es una de las pocas certezas que tiene. Aquí aspira a seguir explorando el camino de la remanufacturación, reutilizando prendas y creando piezas únicas.
La moda como una expresión internacional, como un mundo de posibilidades, como sinónimo de amplitud. La moda como un punto de encuentro, como algo, al menos para Crocker, que tiene carácter político. Él, que desde hace más de dos décadas restaura tejidos y tiene una estrecha relación con la aguja y el hilo, sabe lo que significa migrar. Aunque en su caso fue por decisión propia, cuando aceptó la oportunidad de hacer dirección de arte en Bogotá y se mudó con dos perros y un contenedor de libros, conoce lo que es llegar a una ciudad desconocida, donde son ajenas las costumbres y las personas, pero también donde se puede apostar por construir algo en común. “Las fronteras y las diferencias no existen, y eso es precisamente lo que cuentan las piezas al utilizar solo desperdicio textil. Nosotros no compramos un solo centímetro de material, solo hilo y aguja. La raíz de esta marca siempre ha sido crear conciencia hacia la vida, hacia el medio ambiente, hacia nuestro planeta, donde todos somos uno”.
Una pieza suya está hecha de lo que antes era basura, y ahí está el elemento sostenible, ese concepto de moda circular del que hoy se habla, pero también tiene detrás las manos y las historias de mujeres, como Peñuela, que toman sus clases de moda desde la fundación Juntos se Puede: “Les enseñamos, a partir del arte y la creatividad, que el desperdicio es una materia prima con valor, con potencial, y ahí empezamos a crear, dependiendo de los talentos que cada una tenga, por ejemplo, desde el bordado en punto de cruz”. Él las pone a reconocer el lugar en el que están, a que se monten en Transmilenio y visiten parques, a que noten qué colores usan las personas, qué tipo de prendas se ponen, cómo se paran y cómo caminan por las calles. Ahí empiezan a entender la ciudad, a usar ciertas dimensiones y ciertos tonos, pero también a comprender que en la moda no hay reglas, que pueden crear su propia estética.
Peñuela, por ejemplo, empezó vendiendo babuchas en el mercado, una idea que no terminó siendo muy rentable: “Saqué los costos y no me daba. Preferí cambiarme a los bolsos”. Ahí, luego de que Crocker le dijera que creara algo a partir de Mafalda y de la década de los 60, diseñó una cartera en la que se ve el símbolo de los hippies, la palabra paz escrita entre una esquina y otra, en diagonal, las gafas de Quino, y el pelo negro y crespo del cómic argentino, con su cinta roja, pegados a pequeños bolsillos de jean, nueve de un lado y nueve del otro, adheridos a un bolso de color blanco. “Una pieza única, cargada de detalles”, así la definió una de las asistentes a la feria que se realizó en el restaurante Harry Sasson, porque además de que Crocker le paga por la confección e incluye su trabajo en sus diseños, también le ha enseñado a vender lo que hace con sus manos.
“Nos empezamos a preguntar cómo hacemos eso”, cuenta Ana Karina García, directora de la fundación Juntos se Puede. “Nos dimos cuenta de que no eran piezas competitivas en el mercado y que, además, estábamos produciendo más basura”. Ahí entró Crocker a dar sus clases y, a la par, el colectivo a ofrecer un programa de formación en modelos de negocio, marketing y estrategias de venta. Así nació un proyecto de seis meses que juntó el emprendimiento con el contenido de remanufactura. Ese fue el enlace entre ambos mundos, una oportunidad para 20 mujeres, madres cabeza de hogar y buenas alumnas, que entraron a formar un primer grupo, que, después de la feria en el restaurante capitalino, que fue casi una tesis para ellas, se acaba de graduar.
Al cruzar la frontera se deja de ser lo que se era antes. Migrar implica perder parte de la identidad, empezar de cero, y eso fue difícil de comprender para García: “Entendí que tenía que construir una vida. No podía seguir con la mitad de mi cabeza allá y la otra aquí, sin construir nada en ningún lado”. En Venezuela se graduó de abogada en la Universidad Católica, en Caracas, y trabajó como defensora de derechos humanos, sobre todo en temas de jóvenes, por lo que tuvo que salir del país. Su primera parada fue Cúcuta. Unos amigos le pagaron un hotel que alquiló por Booking y ahí se quedó un tiempo: “Pensé que iba a poder regresar rápido. Me quedo aquí, mañana me voy, me dije, pero no fue así”. Se le presentó la oportunidad de llegar a Bogotá para ser observadora internacional de las elecciones de 2018 y empezó a buscar conocidos en la capital.
Sobrevivir aquí, entre sus contrastes y complejidades, ha sido difícil. Aunque ya conocía la ciudad, pues vino una vez de intercambio estudiantil, ya que la Universidad Javeriana es hermana de su alma máter, la experiencia ha sido otra, y de ahí nació la necesidad de unirse, de encontrarse con otros que estaban pasando por lo mismo, de buscar compañía en fechas difíciles, como en las navidades. “Llegó un momento en el que entendí que no podía seguir con la maleta en la puerta, creyendo que en cualquier momento me podía devolver”. Y no solo eso, las personas empezaron a preguntarle cómo meter los niños al colegio y cómo sacar los documentos. De ahí nació la fundación y, aunque no ha podido convalidar su título, tiene andando un proyecto del que forman parte venezolanos y colombo-venezolanos, pues todos ellos tienen algo en común: la necesidad de salir del círculo de la pobreza.
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