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“Estoy muerto de miedo, las palabras de Trump me tienen traumatizado. Hoy ya no podemos decir que estamos seguros en Los Ángeles o cualquiera de estas ciudades que protegen a los indocumentados. Lo ha dicho bien claro, viene por nosotros, sin importar el precio”, me dice con la cara pálida Alberto, un guatemalteco quien prefiere ocultar su apellido. Al día de hoy lleva cerca de 15 años viviendo sin papeles en Estados Unidos.
“Tengo 57 años y para ganarme el pan trabajo de todero en la construcción, hago lo que sea: escombros, carpintería y limpieza los siete días de la semana. Sin embargo, ya el cuerpo saca la mano. En todos estos años he podido sobrellevar mis problemas médicos gracias a que la ciudad tiene programas de beneficencia para indocumentados”, me explica Alberto.
“Si no fuera por todos esos servicios muchos de nosotros estaríamos muertos”, asegura.
Desde la firma de los decretos en materia de inmigración por parte de Donald Trump esta semana, el panorama es más oscuro que nunca. La construcción del controversial muro con México, la exigencia de la aplicación de las leyes migratorias contra todos las personas deportables, así como el desmantelamiento de todas las ciudades santuarios, protectoras de los indocumentados en todo el país, dejaron muy claro que su promesa de expulsar a los 11 millones de indocumentados era cierta.
“Hoy en día la gran mayoría de indocumentados que llegan a este país de Centroamérica y de México lo hacen a California, Nueva York o Colorado, porque saben que mal que bien tienen algún tipo de protección, es por eso que hace cuatro años me mudé aquí de Carolina del Norte, donde la situación es invivible para los latinos indocumentados”, explica Alberto.
Desde hace cerca de ocho años más de 300 ciudades en todo el país —40 sólo en el estado de California— y otras tantas en Nueva York, Oregón, Colorado y Florida han logrado oponerse al programa Comunidades Seguras, el cual Trump quiere implementar en todo el país a la fuerza.
Este plan obliga a las autoridades locales y a los departamentos de Policía de todas las ciudades a cotejar y compartir con el ICE (Oficina de Inmigración y Aduanas) el estatus migratorio de toda persona que detengan, sea por una infracción de tráfico o cualquier contravención pública.
“De acá a unos meses no tendré a dónde ir por atención médica”, explica Alberto, quien sufre de colesterol y triglicéridos altos. Como primera medida para acabar con las ciudades santuarios, el nuevo presidente estadounidense ordenó congelar los recursos federales de estas ciudades hasta que se dobleguen a Washington y acepten ser parte del programa.
Por su parte, Eric Garcetti, alcalde de Los Ángeles; Ed Lee, de San Francisco, y Bill De Blasio, de Nueva York, las tres grandes ciudades santuarios en el país, se pronunciaron en contra de la presión del gobierno de Trump.
Pero explican los analistas que en momentos en que la economía de muchas de estas ciudades no pasan por el mejor momento, no se sabe realmente cuánto puedan aguantar fiscalmente sin la ayuda del gobierno federal.
Tocando la puerta
Todos los días Alberto llega puntualmente a las 7 de la mañana a la puerta de Home Depot, una megatienda de artículos para la construcción en pleno corazón de Hollywood, en la ciudad de Los Ángeles. Tan sólo con un pan y un café —que le cuestan dos dólares— queda listo para rebuscar cualquier tipo de trabajo con los cientos de compradores que llegan a la tienda. “Hay días que somos más de 70 jornaleros indocumentados buscando trabajo. Si nos va bien nos podemos llevar unos 70 dólares para la casa, aunque esto sólo pasa dos o tres veces a la semana si tenemos suerte”.
Alberto salió de Guatemala a los 35 años dejando a su mujer y a su hija de 5 años de edad atrás. Como la gran mayoría, recorrió México en el lomo de La Bestia, el tren que atraviesa la geografía mexicana, hasta que logró llegar a la frontera con Estados Unidos. “Fueron tres meses desde que salí, tres asaltos y una puñalada en la cara. Pero logré entrar finalmente por Tijuana luego de pagarle a un coyote”, explica Alberto, quien desde entonces, hace algo más de 15 años, no ha vuelto a ver a su hija.
Como la mayoría de los jornaleros que se la rebuscan en Home Depot y en distintas tiendas de construcción en todo el país, el miedo y la desolación son profundos. “Hace cuatro años soñábamos con tener una reforma migratoria que nos diera papeles a todos, hasta llegamos a gozar del programa de Acción Diferida para detener la deportación de hijos y padres indocumentados. Hoy se nos volteó la mesa. Vemos que la deportación de la gran mayoría de nosotros es una realidad. Sólo es cuestión de tiempo”, dice Alberto, quien hoy con una hija de 7 años nacida en suelo americano teme lo peor.
“Si me deportan me pasará lo que a muchos paisanos, nunca volveré a ver a mi hija”, concluye con la voz partida.
A esto se suma otra disposición de Trump que agiliza esta campaña de deportación, o como lo llaman los expertos en temas migratorios, una cacería de brujas. Su gobierno ha ordenando al Departamento de Seguridad Nacional (DHS) imprimir y difundir por todo el país la lista total de inmigrantes indocumentados junto a los delitos que hayan cometido.
¿El objetivo?, que los conozcan en sus comunidades y, de paso, ayudar a reforzar la oposición a las ciudades santuarios y a su campaña por agilizar las deportaciones.
Además, en el paquete migratorio que tiene a todos con miedo, está contemplada la construcción de más centros de detención cerca de la frontera, la contratación de 10.000 agentes para la Oficina de Inmigración y Aduanas (ICE), el restablecimiento del programa “287g” para que policías locales y estatales hagan las veces de agentes de Inmigración, así como la contratación de 5.000 agentes fronterizos.
Son las cuatro de las tarde y Alberto no ha conseguido un solo trabajo el día de hoy. Pero con un optimismo propio de aquel que lo necesita todo, me dice que desde que Trump ha llegado a la Casa Blanca ha pensado seriamente en la posibilidad de su deportación. “Si me deportan, se me rompería el corazón en dos. Por un lado, dejaría a mi bebé aquí sola en Estados Unidos, pero por el otro tendría la oportunidad de volver a ver a mi hija después de todos estos años. Nosotros los indocumentados, los latinos en general, somos personas fuertes. Si nos tenemos que ir lo haremos, sobreviviremos en algún otro lado, de eso no le quede la menor duda”.
En California se estima que viven alrededor de 2’600.000 inmigrantes indocumentados, de los cerca de 11 millones que estiman los estudios se encuentran en el país.