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Izquierda. Derecha. Izquierda. Derecha.
El escapulario de metal volaba en el aire. Como un péndulo, cada movimiento hacía que la fricción del crucifijo rozara el busto de la mujer. Durante 36 días, la cadenita de Dios que patrullaba el pecho de Graciela Sosa la acompañó a lo largo del juicio. La cadena seguía meciéndose, cada vez con más rapidez. Izquierda. Derecha. Los ojos arrugados de Graciela se estremecían cada vez que un flash disparaba contra ella.
Los camarógrafos se amontonaban enfrente. Todo lo que dijera después del veredicto del juicio que encarceló a los “verdugos” de su hijo sería noticia al instante. Incluso las lágrimas que despidieran sus ojos mientras hablaba.
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La señora se mostraba débil. Ademanes cansados. Músculos tensos. Expresión de desgaste. Graciela se sentó en una silla de madera frente a los micrófonos y las cámaras. Izquierda. Derecha. Mientras la camándula recorría su última trayectoria pendular, Graciela Sosa tuvo que responder frente a los periodistas cómo fue que Fernando Báez Sosa, su hijo, fue asesinado a golpes a la salida de una discoteca en Villa Gesell, al sur de Buenos Aires.
“Sentí un poco de paz en mi corazón porque ahora sé quiénes asesinaron a mi hijo”, empezó a contar la voz ronca de Graciela. Respiraba profundo mientras sus manos permanecían estáticas a los costados. Inhaló para seguir respondiendo las dudas de los reporteros. Y el crucifijo, ya en el centro agitado del pecho, empezó a sacudirse nuevamente. Conforme emulaba palabras de su boca, puede que los recuerdos también empezaran a brotar. A doler.
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A sus 18 años, Fernando Báez fue declarado muerto luego de que ocho jugadores de rugby lo noquearan tras una “brutal golpiza”. Fer fue a un conocido bar en Villa Gesell, a tan solo unas horas de Buenos Aires y cerca de las 5 a.m., luego de haber “implorado piedad” para que dejaran de golpearlo, dio sus últimas muestras de vida. Y Graciela, Graciela Sosa, la madre del nene vio durante 13 días de audiencias patada por patada. Cada movimiento “asesino” contra el cerebro de su hijo que desencadenó su muerte. Su rostro redondo y pálido no escondía los sentimientos ocultos que iban apareciendo en el juicio.
“¡Negro de mierda!”, gritó uno de sus “victimarios” esa noche; y los ojos de Graciela se aguaban. “A este negro me lo llevo de trofeo”, alardeaba otro de los rugbiers; y la saliva en la garganta se evaporó. Incluso cuando hace algunos días le preguntaron a Graciela qué extraños sentimientos se albergaban en su corazón, solo fue capaz de recordar que “nosotros (ella y Silvino, el padre de Fernando) ya estamos muertos en vida”.
“¿Cuál fue el momento más difícil de las audiencias?”, preguntó una voz masculina a Graciela. La pregunta parecía imposible de contestar.
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Graciela, que ya parecía dominar el auditorio y evitar cualquier saboteo de parte de su boca, calló un segundo. Durante más de un mes de avances judiciales, la señora rubia, de cara redonda y cola de caballo contempló desde todos los ángulos posibles el fallecimiento de su hijo. Observó la forma en que la sangre de su Fer terminó esparcida en el suelo y las prendas de los acusados; escuchó los audios en los cuales los “asesinos” de su hijo se reían y planearon “ir a festejar”; y fue capaz de soportar las imágenes de la autopsia de su hijo: un adolescente con la cabeza “estallada” y golpeado con “vehemencia” y “brutalidad” sobre una bandeja de acero inoxidable.
El escapulario volvió a moverse. Esta vez de arriba hacia abajo. Graciela respiró profundo. Miró al periodista. Y contesto: “no es fácil ver como asesinan a tu hijo […] no podía dormir de noche”. El timbre de su voz se elevaba poco a poco. Inhala. Graciela clavó la mirada hacia adelante. Exhala. Era una de esas preguntas que aún hacían quebrar la voz. Antes de perder el aliento y permitir que su compostura se desvaneciera, Graciela expresó que Fernando, su hijo de 18 años, fue “atacado como una hiena […] eran ocho contra un inocente”.
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Días antes, Graciela, la señora, aseguró que la única justicia posible que podía albergar su corazón era la “justicia perpetua”: que los “asesinos de su hijo” pasen el resto de sus vidas en un calabozo. Cerca de 45 segundos de patadas y puños a mansalva bastaron para que el Tribunal Oral en lo Criminal, en Dolores (Argentina) dictara cadena perpetua: una pena dirigida contra ocho jóvenes que no superan en ninguno de los condenados los 24 años.
Otra periodista alzó su voz. Una pregunta melódica y ronqueta atravesó la sala y llegó a los oídos de Graciela.
- “¿Qué viene ahora (que los acusados ya fueron condenados)?”.
- “Es realmente ahora que haremos nuestro duelo y aprender a convivir con el dolor. Hoy por lo menos […] puedo sonreír un poco”, contestó con dificultad. Como cuando las palabras que se emulan buscan disimular lo que se vive dentro de una persona.
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***
Los rugbiers estaban sentados en las primeras bancas del Tribunal. Miradas inexpresivas, pero con una que otra señal de ansiedad. Hombros tensos, cejas fruncidas. En cuestión de minutos la justicia argentina decidiría dónde pasarían el resto de sus vidas: si detrás de los fríos barrotes de metal o en las calles, libres.
Los guardias del Servicio Penitenciario se formaron a su alrededor. Como protegiéndolos. Como cercándolos. Entre los uniformes azules de los agentes se asomaba la cara de Máximo Thomsen, Lucas Pertossi, Ayrton Viollaz, Matías Benicelli, Luciano Pertossi, Enzo Comelli, Ciro Pertossi y Blas Cinalli; los acusados de “homicidio doblemente culposo con alevosía” contra Fernando Báez Sosa.
Desde el inicio del juicio, su abogado, Hugo Tomei, insistió en que la muerte de Fernando no fue un homicidio, sino una pelea. Un infortunio del destino. Antes de comenzar las pesquisas judiciales, Tomei, calvo, con acento marcado y cara seria pidió la nulidad de los cargos contra sus defendidos. Para él, que era un amigo cercano de la familia de uno de los acusados, “el hecho” de que Fernando fuera diagnosticado muerto en una acera tras recibir una paliza “no está probado” por la querella y la Fiscalía, y por lo tanto, se veía inclinado a “pedir la absolución de los imputados”.
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En alguna ocasión a lo largo de los interrogatorios, Tomei incluso aludió en que la muerte de Fernando se produjo debido a las malas prácticas de reanimación de recibió mientras yacía inconsciente en el pavimento en Villa Gesell.
Los jueces llegaron al estrado. Sus togas largas se dispusieron a pronunciar cuál era el veredicto que le tocaba a los ocho rugbiers. “Alguna esperanza albergaban”, expresó el diario El Clarín sobre los deportistas. En especial acerca de Máximo Thomsen, señalado de amenazar a muerte a Fernando y de haberle atestado una de las patadas que probablemente cesó toda esperanza de que Fer sobreviviera a la golpiza: un puntapié directo al pómulo, que dejó grabada la suela de su zapato contra la estructura ósea del muchacho.
Antes de la lectura del veredicto, Tomei pidió a los “honorables jueces” que sus defendidos pudieran escuchar la decisión de pie. Firmes, con aspecto imperturbable y expresiones frías. Los rugbiers se pusieron de pie. Pecho erguido. Manos cruzadas frente a sus cinturas.
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“Comience doctor la lectura del veredicto”, ordenó la jueza principal, María Claudia Castro.
Un corto silencio interrumpió el Tribunal. Uno o dos párrafos de lectura de un documento judicial determinaría si las patadas que los rugbiers atestaron en 45 segundos contra la cabeza y pulmones de Fernando Báez los haría terminar los próximos 50 años dentro del penal.
La voz de Federico Omar Marasco, secretario del Tribunal, retumbó fuerte contra las paredes del juzgado.
“Veredicto: condenar a Máximo Thomsen, Ciro Pertossi, Matías Benicelli, Enzo Comelli y a Luciano Pertossi como coautores penalmente responsables de los delitos de homicidio doblemente agravado y por alevosía en concurso ideal con lesiones leves a la pena de prisión perpetua”, empezó a leer Marasco. Y el viento de verano que sacudía la ciudad de Dolores, en Argentina, se detuvo por un instante.
Las expresiones de los rugbiers dejaron de ser frías y rígidas. Marasco continuó leyendo la sentencia final mientras que 68.000 personas seguían la transmisión en directo del juicio. Las lágrimas se escurrieron. Los gestos se suavizaron. La respiración se agitó.
“Condenar a Ayrton Viollaz, Blas Cinalli y Lucas Pertossi como partícipes secundarios de homicidio a la pena de 15 años de prisión”, concluyó Marasco.
¿Qué es la justicia? Desde antaño, los viejos filósofos consideraban que “justo” era aquel acto de darle a cada uno lo que se merece. Propagabas el bien: recibes actos buenos. Matas a alguien: te corresponde un calabozo. Más de uno en Argentina pidió una justicia agresiva contra los ocho rugbiers. Afuera del Tribunal, algún grito se escuchó rogándole al destino que los jugadores sufran la misma suerte que tuvo que vivir Fernando: la muerte.
Pero algo en la memoria colectiva del país queda después de la sentencia por el caso Báez Sosa. “Sonó fuerte (cuando los jueces) dijeron (cadena) perpetua”, dijo Graciela. Sus ojos adquirieron un brillo diferente, no de lágrimas, sino de confianza. En ocasiones anteriores manifestó que ya lo perdió todo: a su hijo, sus esperanzas y las ganas de vivir. Sin embargo, puede que haya un punto en común entre Graciela y Máximo Thomsen, el rugbier que saldrá de prisión cuando cumpla los 73 años: “ojalá pudiésemos volver el tiempo atrás”.
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A pesar de que tanto la defensa como la querella ya hayan anunciado que apelarán la decisión de los jueces y aseguren que “este es solo el comienzo”, habrá algo en la familia de los Báez que empezará a reconstruirse desde hoy. La capacidad de hacer el duelo sabiendo que de una u otra forma, se hizo justicia contra los culpables de asesinar a su hijo. “La ausencia de Fernando, (al igual que la condena contra los rugbiers) también es perpetua”.
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