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“Crónica de una muerte anunciada”, se lee con frecuencia en las redes sociales a propósito la decisión de los gobiernos de Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Paraguay y Perú de suspender por tiempo indefinido su participación en la Unión de Naciones Sudamericanas (Unasur). Pero una década atrás pocas voces se atrevían a vaticinar la actual crisis de la organización. Esta defección colectiva es, hasta ahora, el paso más importante en un proceso de deconstrucción de Suramérica como bloque geopolítico y actor en el sistema internacional.
Hace apenas 18 años comenzó la construcción de Sudamérica como una región con pretensiones de autonomía internacional con la primera cumbre de los presidentes suramericanos en Brasilia. Aquella cumbre abrió el camino a la creación de la Comunidad de Naciones Suramericanas en 2004, y culminó con la creación de Unasur en 2008. En los años siguientes Unasur ha suscitado un gran interés tanto académico como político. La organización regional fue el escaparate del llamado “regionalismo post-hegemónico” en Suramérica y el símbolo de una mayor autonomía de América Latina en la política internacional.
Pero ya desde sus inicios la Unasur poseía el germen de su crisis actual y su potencial auto-destrucción. Fue el resultado y el denominador común de diferentes proyectos regionales, liderados principalmente por el Brasil de Lula y la Venezuela de Chávez. Los otros países de la región se enrolaron el proyecto también con intereses y salvedades divergentes. Así, Argentina compró la propuesta de un instrumento de disuasión colectiva, con el Consejo de Defensa como mascarón de proa. Colombia, en el otro extremo, trató de evitar el aislamiento regional, accediendo a ratificar su aparente compromiso luego de la crisis generada por la Operación Fénix y del proyecto de acuerdo por el que los EE.UU. tendrían acceso a siete bases militares en el país. Chile, por su parte, jugó a buscar una solución de compromiso, logrando un diseño institucional laxo, pero unánime.
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La Unasur ha padecido de lo que podríamos llamar una “paradoja de la autonomía”, en tanto las condiciones que favorecieron su surgimiento como proyecto colectivo de autonomía suramericana (fuertes liderazgos nacionales, altos precios de las materias primas y marcada orientación eurasiática de los EEUU), igualmente favorecieron proyectos nacionales de autonomía internacional. El resultado fue que el laxo diseño institucional no tuvo compensación política y la tendencia fue la dispersión, producto de esta tendencia centrífuga.
Adicionalmente a la paradoja de la autonomía –condición estructural—, la falta de una institucionalidad supranacional agravó la crisis –coyuntura—. En el regionalismo la existencia de una burocracia supranacional puede dar continuidad y sustentabilidad al proyecto cuando no hay consenso. El modelo intergubernamental e interpresidencialista de Unasur ayudó al avance del proyecto de integración en tiempos de una mayor sintonía ideológica entre gobiernos. Pero en tiempos de polarización ideológica y política, la falta de una institucionalidad supranacional limita las capacidades de gestión de crisis.
Identificamos cinco factores que socavaron el proyecto sudamericano. Primero, la falta de liderazgo regional. La caída de Dilma Rousseff marcó el declive del interés brasilero en el proyecto regional. Asimismo, la muerte de Hugo Chávez y el derrumbe de los precios del petróleo redujeron las posibilidades de un liderazgo venezolano. Mientras tanto, los demás gobiernos suramericanos no tienen el potencial material, el liderazgo ideológico ni el interés de ejercer este liderazgo. Segundo, con la creación de la Alianza de Pacifico comenzó una fractura geopolítica de Suramérica. En contraste con la CAN y el Mercosur, organizaciones subregionales adentro de Suramérica que formaron parte de un complejo de gobernanza regional cooperativa, la Alianza del Pacifico se extiende fuera de aquel complejo.
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La inclusión de México abrió el paso a una latinoamericanización de Suramérica, resaltando las contradicciones y desencuentros. Tercero, no es posible una mayor integración regional sin un consenso sobre los valores básicos de una comunidad de Estados. La crisis de Venezuela demostró esa carencia, poniendo de relieve la falta de un consenso sobre valores democráticos y cómo defenderlos. Cuarto, la incapacidad de llegar a un consenso respecto a la elección de un secretario general fue el corolario de la crisis estructural de Unasur. Y quinto, la impotencia en la gestión de crisis en el caso venezolano hizo de la región una periferia turbulenta. Venezuela dejó de ser un problema estrictamente suramericano y ello abrió las puertas a un mayor involucramiento de la OEA, del denominado Grupo de Lima, y hasta de la administración Trump.
La crisis de Unasur evidencia la deconstrucción de Suramérica. Más allá de supuestos flujos y reflujos hegemónicos, los procesos de mayor o menor cohesión de la región han tenido que ver macro-tendencias geopolíticas reactivadas a partir de cambios gubernamentales en los últimos años. El diseño laxo de la organización, que tanto sirvió para lograr sus consensos iniciales, atentaron finalmente contra su propia unidad al no poder crear un tejido institucional supranacional capaz de ir más allá de los transitorios proyectos gubernamentales. Las autonomías nacionales han tenido la última palabra, superponiéndose a la autonomía regional, y Suramérica ya no cuenta como un actor del sistema internacional.
*Detlef Nolte es Profesor Titular de la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales de la Universität Hamburg, Investigador Senior y Director del GIGA Institute of Latin American Studies en el German Institute of Global and Area Studies. Email: Detlef.Nolte@giga-hamburg.de
Víctor M. Mijares es Profesor Asistente del Departamento de Ciencia Política e Investigador del Centro de Estudios Internacionales en la Universidad de los Andes. Email: vm.mijares@uniandes.edu.co