La cura para el populismo demagógico
Un profesor de prácticas en la Escuela de Asuntos Públicos Lyndon B. Johnson, de la Universidad de Texas, y su mirada histórica al fenómeno encarnado por Donald Trump.
Michael Lind* - Especial para El Espectador desde Austin
Donald Trump es el primer auténtico demagogo en llegar a la presidencia de Estados Unidos, pero los políticos que afirman ser tribunos de los desamparados contra las corruptas clases dirigentes fueron frecuentes en el plano estatal y local en la historia estadounidense. Como variante política, el populismo demagógico tiende a florecer cuando grandes grupos de ciudadanos sienten que los políticos convencionales ignoran sus intereses y valores.
Después de la época posterior a la Guerra Civil, conocida como la Reconstrucción, los llamados demócratas borbónicos -la élite de los descendientes de los propietarios de esclavos antes de la guerra y sus aliados- dominaron los gobiernos estatales del sur, desde Virginia hasta Texas. La oligarquía borbónica privó a todos los negros y a muchos blancos pobres del sur del derecho a voto -a través del impuesto al sufragio, los exámenes de alfabetización y otros dispositivos diseñados con tal fin-. En consecuencia, el Partido Republicano fue casi eliminado del sur. El monopolio democrático del poder político sirvió para mantener una versión opresiva de la economía de las plantaciones, basada en formas de trabajo -como la aparcería y el sistema de alquiler de prisioneros a empleadores- que atrapó a blancos y negros por igual.
La política oligarca del sur creó su Némesis con forma de populistas demagogos, cuya base política eran los pequeños granjeros y los blancos de clase trabajadora. Aunque muchos demagogos del sur provenían de las élites, estos se diferenciaban de la clase gentil dominante con un lenguaje crudo y campañas entretenidas. En Carolina del Sur, el gobernador Benjamin R. Tillman se ganó su sobrenombre, “horquilla Ben”, cuando denunció al presidente Grover Cleveland: “¡Clavaré mi horquilla en su viejo y gordo costillar!”. En Texas, James Stephen Hogg, que pesaba 300 libras (136 kg), hizo del cerdo (hog, en inglés) el símbolo de su exitosa campaña para convertirse en gobernador.
Muchos demagogos sureños recurrieron al racismo para atraer a los blancos ajenos a la élite, que temían la competencia de los negros. En Mississippi, el gobernador, luego senador de EE. UU., James K. Vardaman, se autodenominó “el gran jefe blanco” y simbolizó su compromiso con la supremacía blanca vistiéndose de blanco y usando un carruaje tirado por bueyes blancos, pero otros fueron oportunistas: hacia finales del siglo XX, Tom Watson, de Georgia, aceptó primero el apoyo de los negros y luego promovió la supremacía blanca. Generaciones más tarde el gobernador de Alabama, George Wallace, hizo lo opuesto y se forjó un nombre como segregacionista, para apelar luego en su carrera a los votantes negros desde su silla de ruedas, después de sobrevivir a un intento de asesinato.
Además, muchos populistas demagogos denunciaron comercios y bancos urbanos, así como a las corporaciones -a menudo con sede en el norte- que dominaban las economías de sus estados. Otros demagogos -como W. Lee “Pappy” O’Daniel, de Texas, una estrella de radio de música country que se convirtió en gobernador de Texas y senador de EE. UU.- fueron representantes de las corporaciones y los ricos.
Una vez en el poder, los demagogos del sur solían abandonar a sus seguidores y se unían a la clase dirigente. A veces fundaron dinastías familiares en la política estatal. Huey P. Long, “la caballa real” de Luisiana, cuyo eslogan era “Cada hombre, un rey”, llegó a ser gobernador y, luego, senador de EE. UU. Long fue asesinado en 1935; su hermano, Earl, lo sucedió más tarde como gobernador, y su hijo Russell, en el Senado de Estados Unidos.
Más allá del sur en el siglo XX hubo demagogos estadounidenses en las ciudades del norte, donde las élites locales de blancos protestantes anglosajones (WASP, por su sigla en inglés) dejaron a la diáspora de inmigrantes europeo-americanos al margen de las esferas de poder. En representación de los irlandeses americanos de bajos ingresos, James Michael Curley se hizo llamar “alcalde de los pobres”. Sirvió cuatro períodos como alcalde de Boston y uno como gobernador de Massachusetts (y pasó cinco meses de su cuarto período como alcalde en la cárcel, por corrupción, antes de que el presidente Harry Truman lo indultara).
Durante y después del movimiento por los derechos civiles en las décadas de 1950 y 1960, “la etnia blanca” de clase trabajadora se sintió amenazada desde abajo por la competencia de los negros por los empleos y la vivienda, y desde arriba por la élite profesional y gerencial. De este grupo surgieron los votantes del alcalde de Filadelfia Frank Rizzo y de la ciudad de Nueva York, Rudy Giuliani. Trump fue percibido como alguien inusual en la presidencia de EE. UU., pero como arribista germano-escocés es fácil imaginarlo en el papel de un ampuloso alcalde de Nueva York, movilizando a otros miembros “de la etnia blanca” de los distritos periféricos contra Manhattan.
Pero la comparación de Trump con dictadores fascistas como Hitler y Mussolini pone de manifiesto un amplio desconocimiento de la historia. Tanto Hitler como Mussolini tenían el respaldo de las élites militares, burócratas y académicas que despreciaban a la democracia y temían al comunismo. Por el contrario, las élites militares, burócratas y académicas estadounidenses, y gran parte de su clase dirigente corporativa y financiera, cerraron filas contra Trump. Más aún, el estilo jocoso, vulgar y zalamero de los populistas estadounidenses como Trump -y de sus equivalentes europeos como Nigel Farage en Gran Bretaña y Matteo Salvini en Italia- no podrían ser más distintos de la solemnidad extrema de Mussolini, Hitler y Francisco Franco (quien fue dictador en España durante muchos años).
Igual de inverosímiles fueron los intentos para reducir al populismo trumpista al “nacionalismo blanco”. A pesar del historial de afirmaciones prejuiciosas de Trump, la participación del voto blanco que lo respaldó se redujo y su apoyo entre los votantes de otras etnias aumentó en 2020 respecto de 2016. De manera similar, en Reino Unido, entre un cuarto y un tercio de los votantes negros, asiáticos y de minorías étnicas (BAME, por su sigla en inglés) apoyaron el brexit en el referendo de 2016 y desacreditaron los intentos de mostrar al populismo británico como una simple respuesta política de los blancos.
Como estilo político, el populismo surge cuando políticos convencionales y las clases dirigentes de los partidos ignoran a grandes grupos de la población de un país. Algunos ejemplos son los granjeros y trabajadores blancos en el sur estadounidense antes de la guerra, los granjeros del medio oeste a finales del siglo XIX, la “etnia blanca” euroamericana en el noreste en el siglo XX y los blancos de clase trabajadora en el medio oeste y el norte industrial de Gran Bretaña en el siglo XXI.
Es cierto, los demagogos populistas suelen fomentar medidas descabelladas para solucionar problemas reales. William Jennings Bryan -quien se postuló tres veces como candidato a presidente por el Partido Demócrata- promovía el bimetalismo monetario (respaldar el dólar con plata, además de oro) como la panacea para los atribulados granjeros, pero incluso si sus coloridos paladines son sinvergüenzas o charlatanes, los votantes desesperados suelen tener legítimos motivos de queja.
En la actualidad, la inmigración y el traslado de la producción industrial al extranjero generan perdedores y ganadores. El tabú de la clase dirigente estadounidense que se niega a reconocer los efectos negativos del libre comercio y la inmigración otorgó a Trump problemas que pudo aprovechar, de la misma forma en que la ortodoxia bipartidista a favor del patrón oro deflacionario los creó para Bryan en la década de 1890. Pero el muro de Trump a lo largo de la frontera con México y su uso chapucero de los aranceles, al igual que las monedas de plata de Bryan, fueron ardides más que políticas creíbles.
La historia estadounidense muestra que la mejor forma de eliminar al populismo es incorporar a los votantes alienados a la política tradicional y atender sus legítimos motivos de queja con medios sofisticados. El New Deal del presidente Franklin D. Roosevelt logró muchas de las metas del movimiento populista agrario de Bryan, pero lo hizo acercando a los granjeros y trabajadores a la política y la creación de medidas de forma institucionalizada, a través de organizaciones de granjeros y sindicatos. Durante la Gran Depresión, Roosevelt logró uno de los objetivos populistas cuando abandonó el patrón oro (un sistema sobre el cual la mayoría de los economistas en la actualidad coinciden en que era económicamente perjudicial). Pero este y otros motivos de queja populistas legítimos fueron atendidos por los reformadores del New Deal en el interior del sistema bipartidista y de las clases dirigentes nacionales, no por desconocidos incendiarios.
Los populistas suelen ser bribones, pero sus seguidores merecen respeto y atención. El populismo demagógico es una enfermedad de la democracia representativa, y para curarla es necesario que la democracia sea verdaderamente representativa.
* Autor de “The New Class War: Saving Democracy from the Managerial Elite”. Traducción al español por Ant-Translation. Copyright: Project Syndicate, 2020.
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Donald Trump es el primer auténtico demagogo en llegar a la presidencia de Estados Unidos, pero los políticos que afirman ser tribunos de los desamparados contra las corruptas clases dirigentes fueron frecuentes en el plano estatal y local en la historia estadounidense. Como variante política, el populismo demagógico tiende a florecer cuando grandes grupos de ciudadanos sienten que los políticos convencionales ignoran sus intereses y valores.
Después de la época posterior a la Guerra Civil, conocida como la Reconstrucción, los llamados demócratas borbónicos -la élite de los descendientes de los propietarios de esclavos antes de la guerra y sus aliados- dominaron los gobiernos estatales del sur, desde Virginia hasta Texas. La oligarquía borbónica privó a todos los negros y a muchos blancos pobres del sur del derecho a voto -a través del impuesto al sufragio, los exámenes de alfabetización y otros dispositivos diseñados con tal fin-. En consecuencia, el Partido Republicano fue casi eliminado del sur. El monopolio democrático del poder político sirvió para mantener una versión opresiva de la economía de las plantaciones, basada en formas de trabajo -como la aparcería y el sistema de alquiler de prisioneros a empleadores- que atrapó a blancos y negros por igual.
La política oligarca del sur creó su Némesis con forma de populistas demagogos, cuya base política eran los pequeños granjeros y los blancos de clase trabajadora. Aunque muchos demagogos del sur provenían de las élites, estos se diferenciaban de la clase gentil dominante con un lenguaje crudo y campañas entretenidas. En Carolina del Sur, el gobernador Benjamin R. Tillman se ganó su sobrenombre, “horquilla Ben”, cuando denunció al presidente Grover Cleveland: “¡Clavaré mi horquilla en su viejo y gordo costillar!”. En Texas, James Stephen Hogg, que pesaba 300 libras (136 kg), hizo del cerdo (hog, en inglés) el símbolo de su exitosa campaña para convertirse en gobernador.
Muchos demagogos sureños recurrieron al racismo para atraer a los blancos ajenos a la élite, que temían la competencia de los negros. En Mississippi, el gobernador, luego senador de EE. UU., James K. Vardaman, se autodenominó “el gran jefe blanco” y simbolizó su compromiso con la supremacía blanca vistiéndose de blanco y usando un carruaje tirado por bueyes blancos, pero otros fueron oportunistas: hacia finales del siglo XX, Tom Watson, de Georgia, aceptó primero el apoyo de los negros y luego promovió la supremacía blanca. Generaciones más tarde el gobernador de Alabama, George Wallace, hizo lo opuesto y se forjó un nombre como segregacionista, para apelar luego en su carrera a los votantes negros desde su silla de ruedas, después de sobrevivir a un intento de asesinato.
Además, muchos populistas demagogos denunciaron comercios y bancos urbanos, así como a las corporaciones -a menudo con sede en el norte- que dominaban las economías de sus estados. Otros demagogos -como W. Lee “Pappy” O’Daniel, de Texas, una estrella de radio de música country que se convirtió en gobernador de Texas y senador de EE. UU.- fueron representantes de las corporaciones y los ricos.
Una vez en el poder, los demagogos del sur solían abandonar a sus seguidores y se unían a la clase dirigente. A veces fundaron dinastías familiares en la política estatal. Huey P. Long, “la caballa real” de Luisiana, cuyo eslogan era “Cada hombre, un rey”, llegó a ser gobernador y, luego, senador de EE. UU. Long fue asesinado en 1935; su hermano, Earl, lo sucedió más tarde como gobernador, y su hijo Russell, en el Senado de Estados Unidos.
Más allá del sur en el siglo XX hubo demagogos estadounidenses en las ciudades del norte, donde las élites locales de blancos protestantes anglosajones (WASP, por su sigla en inglés) dejaron a la diáspora de inmigrantes europeo-americanos al margen de las esferas de poder. En representación de los irlandeses americanos de bajos ingresos, James Michael Curley se hizo llamar “alcalde de los pobres”. Sirvió cuatro períodos como alcalde de Boston y uno como gobernador de Massachusetts (y pasó cinco meses de su cuarto período como alcalde en la cárcel, por corrupción, antes de que el presidente Harry Truman lo indultara).
Durante y después del movimiento por los derechos civiles en las décadas de 1950 y 1960, “la etnia blanca” de clase trabajadora se sintió amenazada desde abajo por la competencia de los negros por los empleos y la vivienda, y desde arriba por la élite profesional y gerencial. De este grupo surgieron los votantes del alcalde de Filadelfia Frank Rizzo y de la ciudad de Nueva York, Rudy Giuliani. Trump fue percibido como alguien inusual en la presidencia de EE. UU., pero como arribista germano-escocés es fácil imaginarlo en el papel de un ampuloso alcalde de Nueva York, movilizando a otros miembros “de la etnia blanca” de los distritos periféricos contra Manhattan.
Pero la comparación de Trump con dictadores fascistas como Hitler y Mussolini pone de manifiesto un amplio desconocimiento de la historia. Tanto Hitler como Mussolini tenían el respaldo de las élites militares, burócratas y académicas que despreciaban a la democracia y temían al comunismo. Por el contrario, las élites militares, burócratas y académicas estadounidenses, y gran parte de su clase dirigente corporativa y financiera, cerraron filas contra Trump. Más aún, el estilo jocoso, vulgar y zalamero de los populistas estadounidenses como Trump -y de sus equivalentes europeos como Nigel Farage en Gran Bretaña y Matteo Salvini en Italia- no podrían ser más distintos de la solemnidad extrema de Mussolini, Hitler y Francisco Franco (quien fue dictador en España durante muchos años).
Igual de inverosímiles fueron los intentos para reducir al populismo trumpista al “nacionalismo blanco”. A pesar del historial de afirmaciones prejuiciosas de Trump, la participación del voto blanco que lo respaldó se redujo y su apoyo entre los votantes de otras etnias aumentó en 2020 respecto de 2016. De manera similar, en Reino Unido, entre un cuarto y un tercio de los votantes negros, asiáticos y de minorías étnicas (BAME, por su sigla en inglés) apoyaron el brexit en el referendo de 2016 y desacreditaron los intentos de mostrar al populismo británico como una simple respuesta política de los blancos.
Como estilo político, el populismo surge cuando políticos convencionales y las clases dirigentes de los partidos ignoran a grandes grupos de la población de un país. Algunos ejemplos son los granjeros y trabajadores blancos en el sur estadounidense antes de la guerra, los granjeros del medio oeste a finales del siglo XIX, la “etnia blanca” euroamericana en el noreste en el siglo XX y los blancos de clase trabajadora en el medio oeste y el norte industrial de Gran Bretaña en el siglo XXI.
Es cierto, los demagogos populistas suelen fomentar medidas descabelladas para solucionar problemas reales. William Jennings Bryan -quien se postuló tres veces como candidato a presidente por el Partido Demócrata- promovía el bimetalismo monetario (respaldar el dólar con plata, además de oro) como la panacea para los atribulados granjeros, pero incluso si sus coloridos paladines son sinvergüenzas o charlatanes, los votantes desesperados suelen tener legítimos motivos de queja.
En la actualidad, la inmigración y el traslado de la producción industrial al extranjero generan perdedores y ganadores. El tabú de la clase dirigente estadounidense que se niega a reconocer los efectos negativos del libre comercio y la inmigración otorgó a Trump problemas que pudo aprovechar, de la misma forma en que la ortodoxia bipartidista a favor del patrón oro deflacionario los creó para Bryan en la década de 1890. Pero el muro de Trump a lo largo de la frontera con México y su uso chapucero de los aranceles, al igual que las monedas de plata de Bryan, fueron ardides más que políticas creíbles.
La historia estadounidense muestra que la mejor forma de eliminar al populismo es incorporar a los votantes alienados a la política tradicional y atender sus legítimos motivos de queja con medios sofisticados. El New Deal del presidente Franklin D. Roosevelt logró muchas de las metas del movimiento populista agrario de Bryan, pero lo hizo acercando a los granjeros y trabajadores a la política y la creación de medidas de forma institucionalizada, a través de organizaciones de granjeros y sindicatos. Durante la Gran Depresión, Roosevelt logró uno de los objetivos populistas cuando abandonó el patrón oro (un sistema sobre el cual la mayoría de los economistas en la actualidad coinciden en que era económicamente perjudicial). Pero este y otros motivos de queja populistas legítimos fueron atendidos por los reformadores del New Deal en el interior del sistema bipartidista y de las clases dirigentes nacionales, no por desconocidos incendiarios.
Los populistas suelen ser bribones, pero sus seguidores merecen respeto y atención. El populismo demagógico es una enfermedad de la democracia representativa, y para curarla es necesario que la democracia sea verdaderamente representativa.
* Autor de “The New Class War: Saving Democracy from the Managerial Elite”. Traducción al español por Ant-Translation. Copyright: Project Syndicate, 2020.
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