La literatura del “Nunca más”: voces y narrativas de la dictadura militar argentina
Tras 40 años del fin de la dictadura militar argentina, hacemos un rastreo por la literatura que quiso complementar la historia y servir de testimonio para la memoria colectiva de las víctimas del régimen de Jorge Videla.
Andrés Osorio Guillott
“Si una propaganda abrumadora, reflejo deforme de hechos malvados, no pretendiera que esa Junta procura la paz, que el general Videla defiende los derechos humanos o que el almirante Massera ama la vida, aún cabría pedir a los señores comandantes en jefe de las 3 Armas que meditaran sobre el abismo al que conducen al país tras la ilusión de ganar una guerra que, aun si mataran al último guerrillero, no haría más que empezar bajo nuevas formas, porque las causas que hace más de 20 años mueven la resistencia del pueblo argentino no estarán desaparecidas sino agravadas por el recuerdo del estrago causado y la revelación de las atrocidades cometidas”. Con estas palabras, el 24 de marzo de 1977 —un año después de instaurado el régimen—, Rodolfo Walsh terminó la Carta abierta de un escritor a la Junta Militar, un texto que hizo parte de esa primera literatura que surgió como respuesta a la barbarie de los muertos y desaparecidos causada por la dictadura militar de Jorge Videla, entre 1976 y 1983.
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“Si una propaganda abrumadora, reflejo deforme de hechos malvados, no pretendiera que esa Junta procura la paz, que el general Videla defiende los derechos humanos o que el almirante Massera ama la vida, aún cabría pedir a los señores comandantes en jefe de las 3 Armas que meditaran sobre el abismo al que conducen al país tras la ilusión de ganar una guerra que, aun si mataran al último guerrillero, no haría más que empezar bajo nuevas formas, porque las causas que hace más de 20 años mueven la resistencia del pueblo argentino no estarán desaparecidas sino agravadas por el recuerdo del estrago causado y la revelación de las atrocidades cometidas”. Con estas palabras, el 24 de marzo de 1977 —un año después de instaurado el régimen—, Rodolfo Walsh terminó la Carta abierta de un escritor a la Junta Militar, un texto que hizo parte de esa primera literatura que surgió como respuesta a la barbarie de los muertos y desaparecidos causada por la dictadura militar de Jorge Videla, entre 1976 y 1983.
La literatura atraviesa varios momentos cuando busca encargarse, desde múltiples voces, de contar, desde la ficción o el testimonio, las otras verdades, memorias o acontecimientos que marcaron la historia de una sociedad o nación. Y entendamos por literatura no solo las narrativas de ficción o la poesía, sino también las novelas históricas y los libros meramente históricos que dan cuenta de un momento específico o de personajes que configuraron ese pasado.
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En general, esa literatura se encarga de contar las historias paralelas a las versiones oficiales, lo no narrado, lo que no se puede olvidar o no se puede dejar oculto en aras de la verdad, el perdón y la no repetición. Con ese propósito, la literatura va mutando en su forma con el paso del tiempo, y esto es apenas natural, pues los relatos van tomando herramientas, memorias e investigaciones que se dan año tras año, con los reencuentros, las incertidumbres y los aspectos más humanos que se van revelando en los días con sus noches, van destapando esos caminos que dan cuenta del alcance que tuvieron, en este caso, el drama y el horror del régimen.
Según el escritor Carlos Gamerro, en un ensayo publicado en el diario La Nación el 20 de marzo de 2016, la literatura argentina sobre la dictadura militar ha pasado por cuatro etapas: “Denuncias, elipsis, testimonio y desacralización”. Cada una de ellas ha ido reconstruyendo las historias de lo sucedido, y en términos de literatura, como una de las fuentes de la historia, siempre se hace clave hablar en plural de historias y memorias, pues referirse a un acontecimiento de esta dimensión como “la historia” o “la memoria” puede llevar a una visión sesgada, parcial o reinante de un suceso que incluyó a miles y miles de personas.
Decía Aristóteles en La poética que “la poesía es más filosófica y elevada que la historia, pues la poesía dice más bien lo general y la historia, lo particular”. Así, la literatura no cumple la función de contar la historia, pues eso le compete meramente a esta ciencia, pero sí puede cumplir con la loable intención de contar lo que hay detrás de lo sucedido, reunir las voces para construir ese panorama general que termina por deconstruir las razones de un hecho histórico.
“Antes de que la literatura, la literatura de ficción —porque ese es otro problema de las categorizaciones— se ocupara del tema de la dictadura, quienes lo hicieron fueron los periodistas. En la Argentina, a partir de Rodolfo Walsh, que era escritor de ficción y después de no ficción, esto último empezó a tener una función tan importante para la literatura como la misma ficción. Aclaro esto porque fuimos los periodistas los primeros que tomamos el guante del tratamiento de los temas vinculados con la dictadura militar. Hay muchos libros sobre el 76 y la dictadura. Hay dos de ficción de Félix Bruzzone: 76 y Los topos. Después, desde el periodismo, hay muchos más. Hay uno clásico que es Recuerdo la muerte, de Miguel Bonasso, después está La voluntad, que son tres tomos de Martín Caparrós y Eduardo Anguita”, dijo Gabriela Saidón, autora de los libros La montonera, biografía de Norma Arrostito, y La farsa, los 48 días previos al golpe, que trata sobre Isabel Perón.
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Ya es bien sabida la frase de que “la noticia es el primer borrador de la historia”, y es ahí cuando entra el periodismo a hacer literatura e historia, a hacer de su responsabilidad de informar un acto de verdad y reparación; de ahí también su importancia años después para el regreso de la democracia.
Ya lo decía Saidón, la literatura de no ficción cumplió un rol importante, y dentro de esa categoría cabe el que es, quizás, uno de los textos más importantes para comprender en gran parte lo que ocurrió durante la dictadura militar: Nunca más, un libro publicado el 30 de noviembre de 1984, a petición de Raúl Alfonsín, informe emitido por la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), con la ayuda de científicos, investigadores y escritores —uno de ellos Ernesto Sábato— para reconstruir un trabajo que duró nueve meses y recoge testimonios de lo ocurrido. En el prólogo original, se lee al final: “Las grandes calamidades son siempre aleccionadoras, y sin duda el más terrible drama que en toda su historia sufrió la nación durante el período que duró la dictadura militar iniciada en marzo de 1976 servirá para hacernos comprender que únicamente la democracia es capaz de preservar a un pueblo de semejante horror, que solo ella puede mantener y salvar los sagrados y esenciales derechos de la criatura humana. Únicamente así podemos estar seguros de que nunca más en nuestra patria se repetirán hechos que nos han hecho trágicamente famosos en el mundo civilizado”.
Bibiana Ricciardi, escritora argentina, habló de la importancia de este documento: “Lo primero que se me ocurre cuando pienso en las letras que se escribieron a partir de la tragedia de la dictadura cívico-militar en Argentina es el Nunca más. Un libro escrito por la Conadep de Argentina, publicado en 1984. El libro es un informe detallado sobre las violaciones a los derechos humanos, una detalladísima descripción de las aberraciones. Aunque duelan. Participaron de su redacción escritores como el mismo Ernesto Sábato. La literatura en este caso fue una herramienta fundamental para ayudar a entender la magnitud de la tragedia. Para no olvidarnos. Porque también eso es literatura: un espacio para entender qué nos pasó, para recordarnos que nunca más vuelva a pasarnos”.
Saidón agregó: “La literatura de ficción, y en el caso argentino de la no ficción, hay un tema muy importante sobre la narrativa para contar hechos reales, y es que para evaluar cualquier proceso histórico -pero en relación al último golpe militar-, es interesante ver cómo lo que muestra la literatura son distintos pliegues o enfoques más personales, e incluso también son distintas aristas que se van desplegando a lo largo del tiempo porque en la Argentina se trató primero el tema de los desaparecidos, después de los exiliados, después de las personas que se quedaron y sobrevivieron. Hay un libro que se llama Putas y guerrilleras, de Olga Wornat y Miriam Lewin, que también es periodístico, pero sirve para ver qué pasó con las mujeres a la luz de las lecturas feministas. Me acordé de otro libro de Laura Alcoba, que se llama La casa de los conejos, de una familia que tuvo que esconderse y exiliarse de La Plata. Lo mismo pasa con Kamchatka, de Marcelo Figueras, que después se hizo una película. Y bueno, el tratamiento se fue haciendo como una espiral. Cada vez hay distintos aportes de distintos ángulos y es importante leer la literatura para comprender los pliegues profundos de la realidad que no son tan evidentes”.
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Autores como Manuel Puig, con El beso de la mujer araña; Ricardo Piglia, con Respiración artificial, y Juan José Saer, con Glosa y La grande, son algunos de los más recordados para hablar de esa literatura de ficción que da cuenta de episodios específicos que pudieron ser derivados de la dictadura militar. Y con Puig y Saer —ambos exiliados— se puede hablar de lo que Saidón señaló sobre esas etapas de la literatura, pues con el caso de libros como Nadie nada nunca o Lo imborrable se retrata el drama del exilio tanto en sus casos personales como en las narrativas que lograron publicar.
La forma en que la literatura responde a las necesidades de las víctimas se evidencia en el ensayo Literatura testimonial en la Argentina: un itinerario histórico (1957-2012), de Victoria García, quien afirma que “en particular, es posible observar la emergencia y la expansión de una serie de narrativas que, aun remitiendo a la historia nacional de los años 70 como un núcleo temático central, dejan de lado la denuncia del terrorismo de Estado y la rememoración de las militancias setentistas, para pasar a poner en evidencia ciertos problemas políticos, éticos y estéticos que atraviesan la elaboración simbólica de dichas experiencias sociales en la Argentina del presente. El testimonio aparece, entonces, como modalidad discursiva de representación del pasado, pero también como objeto de un cuestionamiento, centrado en sus prerrogativas de veracidad y en sus limitaciones para dar cuenta de las experiencias sociales traumáticas. Ejemplos de la serie de narrativas a las que nos referimos son: 76 y Los topos, de Félix Bruzzone (2007 y 2008), La casa de los conejos y Los pasajeros del Anna C., de Laura Alcoba (2007 y 2012), el Diario de una princesa montonera - 110 % verdad, de Mariana Eva Pérez (2012) —todos ellos producidos por hijos de desaparecidos o sobrevivientes de la última dictadura militar— y Montoneros o la ballena blanca, de Federico Lorenz (2012). En efecto, la narrativa escrita por hijos de desaparecidos o sobrevivientes de la dictadura tiene un lugar importante en la literatura testimonial contemporánea argentina. Según Ilse Logie, dichas producciones exponen una serie de desplazamientos significativos al respecto. En los textos de este grupo, la ficción se ubica en el primer plano de la configuración narrativa. Ya no se trata de una concepción de la relación entre literatura y testimonio en la cual la primera —en particular, la ficción— constituye instrumento del segundo. Más bien, las obras a las que nos referimos hacen del testimonio una construcción literaria, e incluso ficcional. Por eso, en ciertos casos, la literatura testimonial llega a ser relato autoficcional”.
La literatura de la dictadura militar de las últimas décadas quedó en manos de los sobrevivientes y de los familiares de los desaparecidos, de los hijos que a partir del drama de la orfandad han logrado escribir para no olvidar a quienes no volvieron a sus hogares. Los versos de Néstor Perlongher, de su poema “Cadáveres”, por ejemplo, dan cuenta de una de las tantas memorias que aún ven en la Argentina las secuelas y los rastros de uno de los peores episodios en su historia. Pero también existen otros poemas como “Noción de práctica frecuente”, de Daniel Quintero, que evidencian la incertidumbre y el dolor que no se apartan en los albores del tiempo: “Cada tanto este país / necesita huesos con qué alimentarse / por eso tapa sus fosas / quema sus naves / vende las joyas de la abuela. / Cada tanto remueve demasiado la tierra / levanta mucho polvo / ni se ve la punta de su propio horizonte. / Este país se alimenta de esos huesos enterrados / los tiene escondidos como un perro / que en la angurria / niega a su jauría. / Selecciona su memoria / es un espejo fracturado de sí mismo / cada trozo es un recuerdo / hecho a la imagen de su frustración. / Pero llegará el día / en que una lluvia semejante lavará la tierra / desenterrará toda esa osamenta / la historia volverá / a retomar la / superficie verdadera / su marca cierta / su ternura inagotable. / Este país acostumbrado al odio y la mentira / tendrá que responsar su propio obituario. / ‘Aquí está enterrado un viejo país que maltrató a su pueblo’”.
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