La lucha para que migrar a Estados Unidos no cueste la vida
Una red de organizaciones humanitarias trabaja en el desierto para que ninguna persona que trate de superar esta frontera pierda la vida en el intento. “Los puentes son mejores que los muros”, sostienen. Tercera entrega de una serie desde la frontera con México.
María Alejandra Medina
“Es hermoso porque es abierto, hay flores, se ve muy bonito. Pero en este desierto hay más de 5.000 muertos”. Quien habla es Dora Rodríguez y sabe lo que dice porque si no fuera por “la gracia de Dios” ella formaría parte de esa cifra. Llegó a Estados Unidos en los años 80, luego de tres intentos de cruzar el desierto. En los primeros dos, terminó detenida y deportada. Su viaje inaugural en un avión lo hizo esposada de pies y manos. No existían los muros fronterizos de hoy, pero “ya en ese tiempo la agencia de migración aplicaba el regreso inhumano”. Tenía 19 años.
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“Es hermoso porque es abierto, hay flores, se ve muy bonito. Pero en este desierto hay más de 5.000 muertos”. Quien habla es Dora Rodríguez y sabe lo que dice porque si no fuera por “la gracia de Dios” ella formaría parte de esa cifra. Llegó a Estados Unidos en los años 80, luego de tres intentos de cruzar el desierto. En los primeros dos, terminó detenida y deportada. Su viaje inaugural en un avión lo hizo esposada de pies y manos. No existían los muros fronterizos de hoy, pero “ya en ese tiempo la agencia de migración aplicaba el regreso inhumano”. Tenía 19 años.
Era la mayor de sus hermanos, se acababa de graduar de bachiller y, al igual que cientos de miles de personas que se refugiaron en otros países, necesitaba huir de la guerra civil de El Salvador.
La ruta la emprendió por medio de una “agencia de viajes”. Ella lo explica: “Así se llaman las organizaciones criminales para poder cubrir su delito, cobrar los miles de dólares y vender un camino seguro”. Le pidieron US$2.500 de la época (cifra que hoy equivale a US$10.000).
Formaba parte de un conjunto de más de 40 salvadoreños, que terminaron divididos en dos grupos. Después de varios días, a través de Sonoyta (en Sonora, México), lograron cruzar a Estados Unidos. Era finales de junio, en medio de una intensa ola de calor. Nadie iba preparado. Había niñas que soñaban con volver a ver a sus mamás, ya radicadas en Estados Unidos, y mujeres en tacones, vestidas con la ilusión de reencontrarse con sus esposos. Les habían dicho que California estaría ahí no más. Pero no solo era mentira, sino que ni los propios “coyotes” de su grupo tenían idea. Se perdieron y empezaron a caminar en círculos. El agua se acabó al caer la noche, mientras el desierto cobraba la primera vida: una mujer que se infartó, cuyo cuerpo tuvieron que dejar atrás.
Los días siguientes tuvieron que beber sus propios orines, hasta que dejaron de producirlos. Se alimentaban con lo que habían llevado en las maletas. Fue una semana completa de calvario.
“Al menos 13 salvadoreños murieron bajo el sol abrasador este fin de semana después de que fueron abandonados por un contrabandista, condenados a vagar en una remota región desértica cerca de la frontera con México”, informó The Washington Post el 6 de julio 1980. Fueron 13, contando a una mujer embarazada. Se le conoce como la tragedia del Monumento Nacional Organ Pipe Cactus, el intento de cruce más mortífero por lo menos hasta 1987.
“Me tocaba sobrevivir. Eso cambió mi vida”, dice Rodríguez.
Sentada, las suelas de sus sandalias apenas tocan el piso. Al hablar, posa sus manos con la delicadeza de una nube sobre el pantalón que le deja libres las pantorrillas. Su tono suena compasivo mientras cuenta que, desde hace más de 40 años, en honor a sus amigas que no llegaron, dedica su vida a la labor humanitaria para los migrantes. “Migrantes”, esa palabra a veces sobreexplotada que difícilmente sería la primera opción de una persona para definirse. “Yo soy otro ser humano, como usted”.
Hoy lo hace a través de Salvavisión, organización sin ánimo de lucro que creó junto a familia y amigos en 2016, cuando personas del lado mexicano que esperaban una cita con migración, a falta de recursos, terminaban durmiendo en las calles y hasta los cementerios. Desde entonces no solo han ayudado con un techo, sino también con pedagogía para la migración segura y humana. Hoy, lamentablemente, la Casa de la Esperanza, centro de ayuda en Sásabe (Sonora), está cerrada por la violencia en la zona.
Sin embargo, su labor también incluye becas y capital semilla para quienes han sido deportados y ven condiciones para estudiar o emprender en sus propios países, pues “migrar es triste: te separas de lo que más conoces y quieres: la familia, la cultura. Y vienes a la incertidumbre y lo desconocido”.
📌 Lea aquí la primera entrega de este especial: Nombrar y reunificar: el compromiso de los forenses con los migrantes fallecidos
📌 Lea aquí la segunda entrega de este especial: Cruzar la frontera a Estados Unidos: hay que hablar de los “coyotes”
Nos conocimos un domingo, el único día que nos podía atender, pues el lunes viajaba a Washington, donde le entregarían el Premio al Liderazgo de Refugees International. En la ceremonia, vestida de flores, ya no bordadas en su blusa, sino estampadas en su pashmina, recibió el galardón en nombre de Humane Borders, otra organización, que dirigió hasta el año pasado. Subió al escenario con la misma sonrisa dulce del domingo anterior.
En Arizona, muchos han sobrevivido gracias a Humane Borders (Fronteras Compasivas). Allí trabajan con la convicción de que nadie, por más irregularmente que haya cruzado la frontera, debe pagar con la vida. Son conocidos principalmente por las estaciones de agua que han desplegado en el desierto para que cualquier persona pueda beber: un migrante, un senderista en dificultades o un conductor varado. A la fecha hay 45 de estos tanques en varios puntos del desierto en este estado.
Esto ha ido de la mano de una labor cartográfica: han documentado con mapas los lugares donde los migrantes mueren. Eso ayuda a ver tendencias, para reubicar las estaciones de agua y evitar más decesos. También, para sensibilizar a las autoridades y poder obtener los permisos para instalar los tanques.
Humane Borders fue fundada a principios de este siglo, cuando lo único que lograron las políticas migratorias que apuntaban a la disuasión, endureciendo los cruces fronterizos más populares, fue un aumento de las muertes. “Es una epidemia muy grande, un genocidio, lo que ha ocurrido en nuestras fronteras”, afirma Rodríguez.
Hace más de 10 años, Fronteras Compasivas se alió con la Oficina del Médico Forense del Condado de Pima para poner en marcha una herramienta, alimentada con información de acceso público, que provee datos espaciales relacionados con las muertes de los migrantes en el desierto, casi 4.200 desde el año 2000.
La herramienta puede ser útil para las familias que han perdido a un ser querido, también para investigadores, pero principalmente para crear conciencia sobre la magnitud de esta barbarie y para la propia Oficina del Forense. Debido a que los restos de una persona pueden quedar dispersos en el desierto, es posible que lleguen a la morgue en distintos momentos. La georreferenciación ayuda a los forenses a descartar o confirmar si unos nuevos restos pertenecen a alguien que ya había sido encontrado en determinado punto.
Por supuesto, también ayudan a orientar a alguien que esté buscando a su familiar perdido.
Pese a que resaltan que no tienen fines políticos ni de lucro, su labor ha sido perseguida. Los tanques han sido vandalizados y hay voluntarios que han sido hostigados e incluso amenazados por personas a las que se refieren como extremistas. No es raro que estos radicales los acusen de ser cómplices de los carteles mexicanos y hasta de traficantes de niños. Si a alguien realmente le teme Dora Rodríguez, que permanece en la junta directiva de Humane Borders, es “al hombre blanco armado”.
La relación con la Patrulla Fronteriza la define como “bipolar”. A veces les agradecen lo que hacen y hay “agentes muy amables que nos conocen por el nombre”. Sin embargo, asegura que también han sido amenazados con ser arrestados por simplemente parar en el camino a darle agua a un migrante que lo necesita.
En las carreteras cerca del muro hay anuncios que advierten que transportar a personas indocumentadas es un delito federal. Voluntarios como Andy Winter, oriundo de Virginia y que vive en una casa rodante, no puede transportar hasta un punto de la Patrulla Fronteriza a las personas que quieren entregarse a las autoridades para iniciar un proceso de solicitud de asilo y que, por lo que les han dicho los “coyotes”, cruzan pensando que los agentes los estarán esperando apenas pisen suelo estadounidense. Realmente pueden estar a unos 20 o 30 kilómetros de distancia, en un terreno montañoso.
Sin embargo, Winter ayuda proveyendo agua, alimento, sombra, un lugar donde descansar y hasta puntos de conexión a energía eléctrica e internet, una labor a la que de una u otra forma se dedican organizaciones como No More Deaths, Tucson Samaritans, Salvavisión y Humane Borders, entre otras que conforman un ecosistema de aliados humanitarios.
“La migra viene y se lleva a casi toda la gente, a las familias con niños pequeños primero y menores viajando solos, a las mujeres, por eso ahora hay poca gente esperando. La migra viene aquí dos o cuatro veces por día”, explicó Winter un martes de abril, cuando el sol y el calor todavía eran soportables. Cuando dice “se los lleva” se refiere a que estas personas son oficialmente detenidas, y ahí se inicia su proceso ante las autoridades del país.
Allí estaba Marlong, un migrante nicaragüense que acababa de cruzar esa mañana por uno de los huecos del muro. Por las reparaciones en el vallado que ha hecho el gobierno de Joe Biden, las organizaciones denuncian que las personas son forzadas a cruzar por puntos cada vez más lejos de los lugares donde pueden conseguir ayuda en caso de que sus vidas corran riesgo.
Mientras devora una manzana, Marlong cuenta que llegó solo a Estados Unidos y que vino a buscar mejores oportunidades económicas, pues, pese a que es agrónomo, tiene deudas que lo desbordan. Dejó atrás a su esposa y dos hijos, con los que ya se pudo comunicar.
Tiene una tos dolorosa. En los tres meses que duró el viaje desde Nicaragua (que pudo pagar con lo que recibió por la venta de una camioneta) pasó hambre y frío.
En Nicaragua se puede estar “mientras uno no se meta con nadie”, explica sobre su país. Su motivación aquí es principalmente económica.
Asegura que viene, como muchos, con la intención de entregarse a las autoridades para empezar un proceso de solicitud de asilo. Desde el principio tenía claro que no iba a atreverse a cruzar el desierto, pues sabe lo peligroso que es. Minutos después, llegaron un par de patrullas. Los hombres se formaron en una fila, la única mujer que quedaba fue puesta aparte; les quitaron los celulares y los montaron en camionetas que los llevarían al centro de detención.
En este mismo sector estuvo de visita Belén Ramírez, coordinadora de proyecto de Médicos Sin Fronteras en Arizona, a quien le preocupan varias cosas. Por ejemplo, los niños no acompañados que cruzan la frontera; las personas con alguna enfermedad, como diabetes o de tipo respiratorio, cuyas vidas pueden peligrar si no tienen los dispositivos o medicamentos necesarios, no solo mientras esperan en los campamentos improvisados, sino después, en los centros de detención.
Ramírez es consciente de que campamentos como este son temporales, pues la dinámica migratoria, que nunca se detiene, cambia constantemente. Llama la atención, no obstante, sobre el impacto ambiental que causan, por lo que es necesario que, con la ayuda de las autoridades, estén mejor estructurados.
Para ella, la forma de hacer la migración “más humana y segura es realmente abrir los puertos de entrada, que las personas puedan buscar asilo de una manera más humana”. Sin embargo, con la reciente decisión de restringir el acceso al asilo cuando los cruces irregulares por la frontera superen los 2.500 diarios, la administración de Joe Biden parece estar yendo en sentido contrario, justo antes de las elecciones.
“Con este presidente nos llenamos de promesas. Los que trabajamos por los derechos humanos, los derechos de nuestra gente en movimiento, lo primero que le escuchamos es que no iba a haber más muro. Pero nosotros manejamos hasta el muro dos o tres veces por semana a dar ayuda, y veíamos el muro venir en trocas. Meses más tarde dijo ‘El muro sigue’, y ahí iban las trocas”, aseguró Dora Rodríguez, sin sospechar aún de la decisión administrativa anunciada esta semana.
“Hay una razón por la que la gente está saliendo de sus países, pero nuestros políticos lo niegan. En mi país, El Salvador, el presidente Bukele dice que nadie está saliendo, pero no hay derechos humanos”. Por cierto, en lo corrido del año fiscal alrededor de 36.000 salvadoreños han sido detenidos tras haber cruzado irregularmente hacia Estados Unidos, una cifra similar a la de los nicaragüenses, por ejemplo.
La gente “se mueve por persecución, hambre o el cambio climático, que ha destruido pueblos enteros”. Por eso cree que los gobiernos deben proveer condiciones de seguridad para la vida de las personas. “Si usted tiene apenas frijolitos o tortillita, pero usted duerme tranquilo sin pensar que van a llegar a brincar a su casa a medianoche y sacar a su esposo, su hijo, usted se queda, pero eso no existe”, por lo menos en las historias que escucha de Centro y Suramérica.
“Los muros no funcionan”, dice Laurie Cantillo, presidenta de Fronteras Compasivas. “Es fácil para el cartel usar una sierra metálica, que puedes comprar en Home Depot, con un generador, ir al desierto y cortar el acero en dos minutos y todo el mundo puede pasar”. Algo parecido piensa Bob Feinman, vicepresidente del Consejo de Administración de Fronteras Compasivas: “Si me pregunta mi opinión de los muros, creo que sería mejor tener puentes. Somos vecinos”.
* Este especial fue el resultado de un viaje de una semana a la frontera entre Estados Unidos y México, posible por invitación de InquireFirst, una organización periodística sin fines de lucro en San Diego, California.
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