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Los venezolanos que huyeron de su patria mantienen su cultura en un país donde predomina el fútbol; en una liga de Bogotá han creado redes de apoyo. “Es como tener un pedazo de Venezuela aquí”.
El béisbol no es popular en Colombia. Excepto en la costa caribeña, en el país predomina el fútbol. En Bogotá, la capital, la mayoría sabe muy poco de ese deporte. Y la ciudad solo tiene dos campos públicos para practicar esa disciplina.
No obstante, al visitar el Estadio Distrital Hermes Barros Cabas cualquier fin de semana, no pareciera que eso es así. En un domingo reciente, cinco grupos de niños vestidos con los uniformes de sus equipos llenaban todos los rincones del campo principal.
Los entrenadores hacían prácticas de bateo; los niños atrapaban bolas que rodaban por el campo o tiros elevados. Los padres gritaban palabras de ánimo o instrucciones. El olor a café y frituras flotaba detrás de las gradas.
Pero la mayoría de la gente no era colombiana.
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De los 500 jugadores de la Liga de Béisbol de Bogotá, la gran mayoría proceden de la vecina Venezuela, donde el béisbol es el deporte más popular. Como suelen decir los venezolanos, lo llevan en la sangre.
“Dondequiera que vaya, el país que sea, yo me llevaría mi indumentaria de árbitro”, dijo el árbitro principal de la liga, Pastor Colmenares, de 50 años. Cuando se fue de Venezuela a Colombia en busca de un trabajo mejor remunerado en 2017, su única maleta iba cargada de su equipo de béisbol.
El colapso económico y la represión política de Venezuela han creado la mayor crisis de refugiados del hemisferio occidental, y ningún país de América Latina ha recibido una mayor afluencia de migrantes venezolanos que Colombia (se calcula que son 2,9 millones en un país con una población de 52 millones de habitantes). Y ninguna ciudad colombiana ha sido un destino más popular que Bogotá (se estima que unos 600.000 venezolanos viven en esa ciudad de casi 8 millones).
Muchos venezolanos, cuyas vidas se vieron truncadas en su patria, ahora enfrentan un futuro incierto y, en algunos casos, han recibido una acogida hostil por parte de los colombianos. Para ellos, la liga es un refugio.
“Para mí, significa esperanza”, dijo Félix Ortega, de 51 años, un consultor de software que en 2018 se mudó de Venezuela a Colombia, y cuyos hijos, Sebastián, de 13 años, y Rodrigo, de 8, juegan en la liga.
“Mis hijos mantienen ese contacto con nuestra cultura”, continuó. “Pero también es un espacio de reunión para todos nosotros. Es como tener un pedazo de Venezuela aquí”.
La liga, en sus diversas formas, existe desde 1945 y estaba formada sobre todo por colombianos. Pero eso cambió en los últimos años, con la llegada de más venezolanos.
“Les hemos abierto las puertas”, dijo el presidente de la liga, José Francisco Martínez Petro, que es colombiano, y añadió que los recién llegados aportan conocimientos de béisbol y han elevado el nivel de la liga.
De los nueve clubes de la liga amateur, cada uno de los cuales cuenta con varios equipos en diferentes grupos de edad a partir de los 3 años, hay uno que es claramente venezolano: los Leones. A diferencia de otros equipos que llevan el nombre de clubes de la Major League Baseball de Estados Unidos, los Leones son un guiño al equipo profesional venezolano de más éxito, del que no todos los venezolanos de Bogotá eran seguidores en su país.
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“Ya aquí, no importa”, dijo Gabriel Arcos, un ingeniero de sistemas que creció alentando a un rival de los Leones en Venezuela y se mudó a Bogotá en 2016. “Puede que no le guste los Leones del Caracas pero, como yo siempre digo, estos son los Leones de Bogotá”.
Hace cuatro años, cuando Iraida Acosta asumió la presidencia de los Leones, solo había seis niños venezolanos, según dijo. Ahora, la mayoría de sus 64 jugadores son venezolanos.
Acosta, de 54 años, dejó su ciudad natal ubicada cerca de la costa caribeña de Venezuela en 2017. Se marchó junto con su hijo de 9 años para visitar a su esposo, quien había llegado a Bogotá seis meses antes para encontrar trabajo. Terminaron quedándose porque las oportunidades económicas eran mejores.
Sin embargo, no fue fácil.
“La cultura, siendo dos países hermanos, es totalmente diferente”, dijo. Luego añadió: “Yo lloré mucho cuando llegué aquí”.
Acosta dijo que, cuando viajaba en los autobuses públicos de Bogotá, evitaba hablar para que la gente no oyera su acento. Afirmó que la gente utilizaba un término irrespetuoso para los venezolanos en Colombia y mascullaban: “Vete para tu país”.
Descubrió la liga de béisbol en Facebook, inscribió a su hijo y encontró una comunidad. Se hizo amiga de los colombianos que dirigían el club Leones, y ellos se lo cedieron a ella cuando sufrieron algunas complicaciones familiares de salud.
Otros colombianos que Acosta conoció a través del béisbol han hecho que se sienta bienvenida. El deporte, dice, les ha proporcionado un terreno común.
“Sin toda la inmigración —forzada, deseada o lo que sea— aquí no tuviéramos la calidad que tenemos ahorita en peloteros o entrenadores”, dijo Hernán Vásquez, de 36 años, un colombiano que es entrenador asistente de los Leones y cuyo hijo de 7 años juega en la liga.
Vásquez, que bromeó diciendo que ahora es venezolano por asociación porque pasa mucho tiempo con ellos, está enfadado porque muchos colombianos han señalado a los venezolanos como la fuente de los problemas de su país, como el aumento de los índices de delincuencia.
“La mayoría —el 99 por ciento de los venezolanos que yo conozco— son profesionales que vinieron a trabajar”, afirma.
Colmenares se marchó de Barquisimeto, ciudad del noroeste de Venezuela, hace seis años porque sus tres trabajos —trabajador metalúrgico, árbitro y, ocasionalmente, obrero de la construcción— no le daban suficiente dinero para alimentar adecuadamente a su familia. “Cuando yo llegué, tenía la piel prácticamente pegada al hueso”, afirma.
Al principio, Colmenares dijo que tuvo dificultades para encontrar un trabajo, yendo de negocio en negocio y ofreciéndose a hacer cualquier cosa. “Habíamos muchos buscando trabajo. Se veía”, dijo. Y luego agregó que mucho le decían: “Ah, usted es venezolano. No, no, no, no, aquí no queremos nada con los venezolanos”.
Cuando finalmente consiguió trabajo como obrero metalúrgico, Colmenares fue construyendo poco a poco su vida en Bogotá. Más tarde, su mujer y su hija se reunieron con él en Colombia, mientras que otra hija y su hijo viven en Chile (aún no ha conocido a su nieta de 6 años, que nació en Chile).
Colmenares también encontró un lugar para su verdadera pasión: el arbitraje. Cuando se incorporó a la liga, solo había un árbitro venezolano. Ahora, 11 de los 12 árbitros son de su país.
“Para mí, la liga significa todo”, dijo entre lágrimas. “Luego de mi familia, es el arbitraje”.
Otros han encontrado un refugio similar. Cuando Arcos se marchó de Caracas hace siete años debido a la disminución de oportunidades, llegó a Bogotá por su cuenta. Empezó a trabajar, encontró un apartamento y su mujer y su hijo de 4 años llegaron tres meses después.
Pasaron solos su primer Año Nuevo en la ciudad. Durante más de dos años, la mayor parte del tiempo se quedaban en casa o exploraban Bogotá por su cuenta.
Pero un día, de camino a jugar fútbol con unos compañeros de trabajo, Arcos se topó con el campo de béisbol de la liga y la semana siguiente inscribió a su hijo. Su familia no tardó en empezar a pasar allí todos los fines de semana. Todos los invitados a las fiestas de cumpleaños de sus hijos proceden de la liga.
“Nos cambió la vida en Bogotá, por completo”, afirma Arcos, de 34 años.
Sin embargo, el béisbol no ha sido como en casa. Los padres se quejan de que la competencia para sus hijos no es tan buena como en Venezuela. La liga no siempre puede presentar un equipo en los torneos nacionales, según las autoridades, porque las normas de la Federación Colombiana de Béisbol limitan el número de jugadores extranjeros al 20 por ciento de la plantilla.
Y, a diferencia de Venezuela donde hay campos de béisbol por todas partes, el estadio de la liga de Bogotá está en el centro de una ciudad atascada por el tráfico, y llegar hasta las instalaciones puede tomar más de una hora de ida y otra de vuelta.
Cuando Suleibi Romero González no puede llevar a su hijo Darvish, de 11 años, a los entrenamientos o a los partidos porque está ocupada atendiendo su restaurante venezolano, ella y otra madre se turnan para llevar a los niños al campo.
Romero, de 37 años y madre separada con tres hijos, llegó a Bogotá en 2017 y luego trajo a su familia. A ella, y a quien era su marido, les encantaba el béisbol y querían que su hijo mayor siguiera jugando.
“Nos benefició porque es el grupo que vienen desde los cinco años jugando juntos”, dijo.
Aunque muchos venezolanos se marchan de Colombia a Estados Unidos, la liga de béisbol sigue siendo un nexo para la diáspora venezolana. Acosta dijo que las familias que aún no han salido de Venezuela se comunican regularmente a través de las redes sociales. Explicó que, en los mensajes, la gente suele decir: “Hola, necesito información. Yo voy pronto a Colombia y quiero que mi hijo se integre a jugar allá”.
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