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Una maleta, un colchón, poca ropa y, probablemente, algunas fotografías. En eso se resumen los recuerdos de una vida en Venezuela, forzada a continuar en otras partes del mundo, entre ellas Colombia. Un antes y un después que deja una huella de nostalgia, teniendo la mirada centrada en dos puntos: en el pasado, recordando a quienes se deja detrás, y en el futuro, con la esperanza de volver a empezar. Muchas son las preguntas y pocas las certezas, pero si algo es seguro es que la migración es una realidad, no hay vuelta atrás. Mientras escribo estas líneas y ustedes las leen, seguramente, hay quienes están tratando de entrar a Colombia. Y sí, de un lado y del otro compartimos el mismo idioma y se estima que la mayoría de los venezolanos son católicos, aunque también hay quienes practican otros cultos y ritos relacionados, por ejemplo, con las plegarias a la reina María Lionza, al gran cacique Guaicaipuro y al negro Primero; sin embargo, cada migrante trae su historia, es un universo particular, y con ella se enfrenta diariamente a lo desconocido.
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“El 10 de abril de 2018 tomé mi violín, dos pantalones y tres franelas y, despidiéndome de mi familia, salí del país. El 11 de abril llegué a Cúcuta, al puente internacional Simón Bolívar. De allí caminé hasta el centro comercial Ventura Plaza, saqué mi violín, dejé abierto mi estuche y empecé a tocar. En ese momento, Colombia me dio la bienvenida”, escribió Enmanuel Bastidas en Libro Viajero. La calle fue por mucho tiempo su hogar, pues por más de nueve meses fue el escenario en el que presentó su repertorio musical, hasta que llegó al Conservatorio de Neiva, gracias a un video que se hizo viral, o al menos eso le dijeron. Allí trabajó por un año. Las clases en diversas instituciones musicales y las colaboraciones en varias orquestas se convirtieron en su día a día.
Cruzar la frontera, en tiempos en los que la gente iba y venía sin temores ni restricciones, pues incluso había quienes viajaban desde Colombia a hacer mercado a Venezuela, era usual en la vida de Paola Andrea Terán Barragán. Siendo de Ureña, en el estado de Táchira, su mamá (colombiana) la matriculó en un colegio en Cúcuta. Desde entonces, apenas empezando la primaria, tuvo contacto con las dinámicas propias de ese límite imaginario y dinámico creado por el hombre. Madrugar y recorrer grandes distancias, llegando en moto hasta El Escobal, para desde allí tomar la buseta que la llevaba a su colegio, era parte de su rutina. De un día para otro, todo cambió: “Todo estaba cerrado y la guardia estaba armada hasta más no poder. En cada esquina anunciaban el cierre indefinido de la frontera. Recuerdo haber pensado que duraría unas semanas. Estaba sumamente equivocada”.
Los cambios en la frontera iban y venían. El paso por las trochas se convirtió en una realidad. De hecho, cruzó dos veces a través de ellas, experimentando aquello por primera vez a sus 17 años. El calor infernal, que sentía que atravesaba su piel y sus zapatos, dejándole la sensación de dolor e incomodidad, y el asombro que le daba el estar conociendo lo que la necesidad orillaba a las personas a hacer, son recuerdos que tiene frescos en su memoria. No se olvida de los niños pidiendo comida y agua, de las personas arrastrando sus tanques de oxígeno, así como tampoco se le borran de la mente las ojeras y la falta de vida que expresaban las miradas de quienes pasaban a su lado. Se sentía afortunada, por lo menos tenía un techo al cual llegar después de su travesía. Aún recuerda que los guardias no eran los únicos que trataban de controlar el territorio, viendo la amenaza en forma de pistolas y armas de alto calibre que cargaban otras personas a su alrededor.
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Testimonios como aquellos, escritos del puño y letra de los migrantes venezolanos, hacen parte de Libro Viajero, una iniciativa que busca narrar la migración desde sus protagonistas. Alejandro Daly, director de Barómetro de Xenofobia, recuerda estar cerca del Carulla de la calle 85, en Bogotá, y ver una intervención en la que algunas víctimas del conflicto armado decidieron contar sus historias a través de cartas. Con colores, dibujos e incluso algunos errores ortográficos, aquella experiencia de construcción de memoria sobre la guerra y la violencia se extrapoló a la realidad de la migración venezolana. “Esos rasgos muestran la pureza de las historias”, afirma, reconociendo que se deben generar esfuerzos coordinados y colectivos para trabajar en las narrativas que se forman alrededor de este fenómeno.
La empatía se transmite a través de las historias contadas en primera persona, y la tarea de la integración de migrantes venezolanos, a su criterio, debe empezar por ahí, por tratar de conocer los nombres propios, las experiencias y sensaciones de esos 1,7 millones de venezolanos que han llegado al país. La cuestión está en superar la visión economicista de la integración, pues se sabe que, según el Banco de la República, la migración venezolana generaría un aumento de 0,18 a 0,33 puntos porcentuales en el PIB de este año, para empezar a conversar desde otros ángulos.
Y es que las ideas unen o separan, y en medio de ello la cultura, ya sea en prosa o en obras de arte, es un medio para apostar por lo primero. Según la artista Ana María Montenegro, la palabra clave es la posibilidad: si algo se imagina, puede ser real. Tan es así que ella, junto a Gladys Nubia Pérez Sánchez, Gabriel Castillo, Juan Marco Antonio Rivas Pinilla y Jorge Alejandro Jáuregui Chaustre, construyó el Museo de la Migración, un ejercicio de imaginación y ficción que les permitió hablar del territorio, del cruce de la frontera y del conocimiento que allí se gesta. Siendo el resultado de un taller de Zoom, el museo se pensó como un puente: se puede entrar por Venezuela y salir por Colombia, o viceversa; también se construyó a partir del movimiento, pues el museo es un tren que recorre los dos países, siendo una apuesta por tomar el punto de inflexión de cada quien, que marcó un antes y un después en sus vidas, para narrar sus propias historias. Allí, el recorrido, la geografía, las maletas y los alimentos con los que viajan los migrantes se cargan de valor. “Mi aporte fue crear un espacio imaginario para generar conversación. El Museo de la Migración es una idea, y las ideas construyen cadenas de afectos”.
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Recordando la sensación de inconformidad que sintió cuando en 2017, después de vivir tres años fuera del país, se topó con una xenofobia que no conocía antes, Montenegro habla de la “superficialidad” con la que se ha abordado el tema de la migración venezolana. De esa incomodidad, de ese sinsabor que le dejó el estar conociendo esa realidad a través de terceros, nació la necesidad de viajar a Cúcuta y conocer de cerca el puente Simón Bolívar. A partir de una mezcla entre apuntes personales y testimonios anónimos, ofreciendo unas imágenes paralelas capturadas desde los dos lados del puente, alimentadas por los sonidos del lado colombiano y venezolano, construyó una videoinstalación que muestra “dos caras de una misma realidad, que en algunas ocasiones se oponen una a la otra y en otras se encuentran y confluyen”, según afirmó la curadora Alejandra Sarria. En Puente, el espectador está obligado a ver un lado o el otro, no puede ver los dos al mismo tiempo. El video es un muro que divide el espacio en dos, así como lo hace la frontera.
Conmover y usar la sensibilidad propia del arte es a lo que apuntan estas obras. Ellas se inscriben en la ola de movimientos culturales que por naturaleza son lentos, pero efectivos. Si en el mundo práctico hay quienes se encargan de gestionar políticas y planes de gobierno, la cultura abona el terreno para que la gente del común esté preparada para afrontarlos. “Si no se da un cambio cultural, siempre va a haber resistencia a que las transiciones se den. Si la gente no está preparada para afrontar esas disposiciones, es como si no existieran”, afirma Montenegro. Y es que, según cuenta, los artistas que se dedican a tratar estos temas trabajan en una dimensión que supera el mundo físico: se trata de la construcción de los imaginarios colectivos. Desde el lenguaje y el quehacer artístico, sus trabajos se inscriben en ello, en una postura crítica frente a lo acostumbrados que estamos a vivir en medio de la violencia. Por ello, “es importante incomodarse y cuestionar”.
“¿Qué pasaría si las narrativas son integradoras en todos los niveles?”, pregunta Daly. Y es que desde el Barómetro de Xenofobia se ha identificado que hay un discurso fuerte que relaciona a los migrantes venezolanos con el incremento de la inseguridad. Según el Segundo Informe Trimestral de la organización, durante el segundo trimestre del 2021, la conversación nacional sobre migración se centró en un 34 % en seguridad, en un 17 % en xenofobia, un 13 % en salud, un 10 % en trabajo y un 6 % en educación. Si bien la seguridad se mantuvo en la primera posición, con respecto a los resultados del período anterior, la xenofobia pasó a ocupar el segundo puesto en la conversación en Twitter, cuando venía de estar en el tercer lugar dentro de la discusión. Por ejemplo, los calificativos de “vándalos e infiltrados”, acompañados de otros insultos, fueron comunes en los mensajes que se difundieron en las redes sociales, asociando a los migrantes venezolanos con los actos violentos durante el paro nacional. De ahí se entiende que el analista enfatice en que las narrativas lo son todo, pues “si existiera un discurso común prointegración, habría menos xenofobia y menos vulneración de derechos”.
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El espacio existe, y hay que aprovecharlo. Por ejemplo, Daly menciona que cuando la conversación se centra en integración, salen a relucir afirmaciones como: “Somos pueblos hermanos, por ende, hay unos derechos básicos universales a los que todos deberíamos tener acceso, como la educación”. La cuestión está en que las narrativas del ciudadano de a pie y las de las instituciones se construyan de la mano. Si bien la ayuda humanitaria y la garantía de acceso a derechos son temas prioritarios en la atención a la población migrante, “tenemos que solucionar en la agenda pública el trabajo articulado sobre el cambio de las narrativas”. Si esto no se hace, las soluciones y estrategias que se implementen serán cortoplacistas, y no tendrán una visión a futuro y sostenible en temas de integración de los migrantes.
En la presentación del proyecto “Ciudad integradora, desarrollo urbano y cultura para un país de acogida”, que se llevó a cabo el 2 de febrero de este año, algo se habló de ello. Refiriéndose a la potencialidad que puede tener Colombia a la hora de acoger a los migrantes venezolanos, se habló de la cultura como un eje de cohesión. Por ello, se enfatizó en que, dado su carácter dinámico y su capacidad de generar puntos de encuentro y comunicación, la cultura puede mediar en esas tensiones que intrínsecamente trae la migración, con la idea de abrir un espectro de posibilidades de creación y convivencia. La idea es que las Escuelas Taller, una apuesta que a partir del patrimonio y las tradiciones incentiva el desarrollo socioeconómico en los territorios, amplíen su alcance y lleguen a los departamentos que reciben una gran población migrante, como Antioquia, Atlántico, Norte de Santander y La Guajira, y así construir un ecosistema de saberes y conocimientos tradicionales. En pocas palabras, se busca que la conversación cultural sea un constructor de futuro, pues la idea es conectar los saberes con oportunidades laborales.