La odisea de una familia venezolana que atravesó el Darién para llegar a EE. UU.

Crónica de una familia venezolana que, pasando por el Tapón del Darién, llegó a Estados Unidos. Una historia de los peligros y los desafíos que hay a lo largo de esta ruta migratoria.

Agencia AFP y Alexánder Martínez
28 de diciembre de 2023 - 01:40 a. m.
Marcel Maldonado, su hijo Samuel y Andrea Loreto, su esposa, en su paso por Costa Rica.
Marcel Maldonado, su hijo Samuel y Andrea Loreto, su esposa, en su paso por Costa Rica.
Foto: AFP - EZEQUIEL BECERRA
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Bocabajo en pleno Darién, con un pistolero apuntándole, Marcel Maldonado recordó la advertencia de su madre sobre el peligro de emigrar a Estados Unidos. Creyó que moriría en la densa jungla tropical. Secuestrado por criminales en la selva que separa a Colombia de Panamá, una de las rutas migratorias más peligrosas del mundo, el venezolano de 30 años, con una pierna amputada, recordó el temor de su madre a que fuera atacado por fieras o delincuentes: “Aquí ni siquiera el cuerpo mío van a encontrar”.

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Llegó al Darién unos días después de dejar Venezuela, el 15 de septiembre, con su esposa Andrea, de 27 años, y su hijo adoptivo Samuel, de ocho. Fue uno de los peores momentos en su éxodo de casi dos meses y que abarcó nueve países. Durante esas semanas, más de 15 periodistas de la AFP en Venezuela, Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras, México y Estados Unidos siguieron su periplo, de 4.300 km en bus, a pie o en balsa, con bastón en mano.

Con barbilla en el mentón y mirada mansa, este técnico en procesamiento de datos es uno de los 7,7 millones de venezolanos -25 % de la población, según la ONU- que abandonó desde 2014 Venezuela, un país rico en petróleo, inmerso en una severa crisis política, económica y social desde hace años. En una década, vio cómo el PIB de su país se contrajo en un 80 %.

En Venezuela, “imaginaba una vida de miseria, que es lo que está viviendo mi familia”, por eso quiso otro futuro para su esposa y su hijo. También temía no poder reemplazar la prótesis que lleva desde que perdió la pierna en 2014, cuando su moto fue embestida por un automóvil.

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Para costear el viaje vendió pertenencias de valor, que juntó con su mujer durante cuatro años en Perú, adonde emigraron primero en 2019. Su padre también vendió su automóvil para ayudarles. Atrás, en Maracay, Venezuela, quedó la casa a medio construir, una familia rota y en un viejo armario, ropa suya, que su madre Doraida Medina suele oler para recordarlo.

Su paso por Cúcuta y el pago para llegar a Panamá

Creolina para espantar culebras, una carpa, una pequeña estufa y botas de caucho. Llegaron en bus a la primera etapa, Cúcuta, en el norte de Colombia, en la frontera con Venezuela, donde compraron lo necesario para cruzar la selva. Aquí los migrantes reparten consejos para sobrevivir en el Darién. La mayoría son venezolanos, pero también hay haitianos, ecuatorianos, cubanos, afganos, chinos y africanos, que buscan su “sueño americano”.

En el norte de Colombia, pagó US$900 a traficantes para cruzar en lancha el golfo de Urabá y para que lo llevaran en moto hasta la entrada del Darién. Le pusieron un brazalete en la muñeca con la inscripción “frontera” y se internó en el espesor de la jungla por caminos laberínticos y ríos arenosos, donde los pies se hunden en el barro o chocan con las rocas. Eran decenas en fila india, como hormigas; hombres y mujeres con mochilas en la espalda, algunos con niños en brazos.

“La locura” empieza“cuando comienzas a bajar por Panamá. Es como un pueblo sin ley, no tienes seguridad, nadie te vende nada, dependes de lo que tengas en tu mochila. Las bandas organizadas están escondidas entre los árboles”. Según Human Rights Watch, organizaciones como el Clan del Golfo, principal cartel narcotraficante colombiano, obtienen decenas de millones de dólares por el control de la ruta migratoria de la selva.

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El infierno verde del Darién

El disparo al aire de un delincuente detuvo a los migrantes. “Nos tiraron al piso, todos de espaldas. Juraba que nos iban a disparar”, relata Marcel. Otro asaltante “le pegaba en la espalda a los hombres con el machete. Entregué todo. No voy a morir por algo material. A las mujeres les revisaban sus partes íntimas. Es horrible, no sabes qué puede pasar”. De enero a octubre, 397 migrantes (97 % de ellos mujeres) fueron víctimas de violencia sexual en la selva del Darién, según Médicos Sin Fronteras.

“Mi esposa quedó de otro lado, cargaba una gorra mía. Me dio de todo cuando vi a uno de los delincuentes con la gorra puesta. Pensé, ¿qué le habrá hecho? Ella llegó, estaba bien con el niño. Nos abrazamos. Estuvimos llorando un rato largo”.

Tras ocho horas de secuestro, Marcel y su familia solo salvaron los documentos. El niño tenía fiebre y no comieron nada en todo el día. Pasaron dos días y medio más en el Darién, por donde transitaron más de medio millón de migrantes este año, según el Gobierno panameño. Aproximadamente, 250.000 más que en 2022.

Solidaridad al momento de migrar

Un último río marcó el fin de la selva. Demacrado, pero triunfal, Marcel avanzó apoyado en uno de sus “ángeles” guardianes, sus compatriotas Gustavo y Jesús, a quienes conoció en la ciudad colombiana de Cúcuta: “Si no fuera por ellos, no lo habría logrado. Por más que le dé con todo, los ríos son fuertes, me jalan la prótesis”.

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En el tórrido Bajo Chiquito, primer pueblo panameño a la salida del Darién, pudieron al fin comer un plato caliente y encontró un lugar seguro para dormir junto a su familia. Ahí fue donde los periodistas de la AFP tuvieron su primer encuentro con Marcel, su esposa y su hijo.

La odisea continuó. Él recibió el dinero que su hermana le envió tras vender su automóvil. En Costa Rica, durmieron sobre cartones en una terminal de autobuses. Su esposa, Andrea Loreto, exfuncionaria de una universidad, con rostro infantil y cabello castaño por debajo de los hombros, explicó la decisión de migrar: “En Venezuela lo que consigues es para la comida”. Con un teléfono prestado por la AFP llamaron a sus familiares. Le contó a su suegra que Samuel tenía fiebre y vómitos. Bromeó con una sobrina que perdió un diente de leche.

En Costa Rica, Marcel encontró a la gente “un poco fría” con los migrantes, pero consiguió que le regalaran billetes de bus para partir a Nicaragua. En Honduras, casi colapsó de una insolación, pero la gente lo ayudó con la compra de caramelos que vendía en la calle, así como lo hizo en Guatemala. En cada etapa del camino hubo solidaridad.

La llegada a México

“Si piensan que la selva es lo más fuerte, prepárense para México”, les advirtió otro migrante en el Darién. “Es realmente lo más fuerte”, confirma Marcel, evocando el costo de vida, las eternas caminatas y las extorsiones sin fin.

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Entró al país por Chiapas (sur), puerta de ingreso de los migrantes de Centroamérica que buscan llegar a Estados Unidos. Estuvo en un refugio estatal del que se marchó, porque se sentía “preso”. Durmió en la calle con su esposa e hijo. Para evitar a los agentes migratorios mexicanos, Marcel, Andre y el niño se refugiaron en el monte. Fue un suplicio. “Tiras de grama se agarraban a la prótesis, y en lo que iba a dar el paso, se atascaba y me caía de rodillas (...). No podía levantarme porque no tenía de dónde agarrarme”.

Llegaron a Ciudad de México el 1 de noviembre, en plena celebración del Día de los Muertos. Marcel se dio un pequeño respiro y fotografió con su teléfono gigantescas calaveras en la plaza del Zócalo; llamó a su papá para que escuchara las rancheras de los mariachis y se tomó una selfi con un payaso que pedía monedas.

El bus a Monterrey y después a Matamoros (norte), para la avanzada final, estaba por partir. En el camino fue extorsionado nueve veces por autoridades que detenían el bus y amenazaban con deportarlo. Cada chantaje aumentaba la angustia, pues debía guardar US$60 para los traficantes que lo ayudarían a cruzar el río Bravo, entre México y Estados Unidos.

El paso por el río Bravo

Llegó de noche a Matamoros, temeroso por el control que ejercen allí narcotraficantes del mexicano cartel del Golfo.

La nostalgia lo invadió al momento de comer arepa, por primera vez desde que dejó Maracay, preparada por una venezolana que las vende y que está a la espera de la audiencia para pedir asilo. La envoltura de papel aluminio trajo el recuerdo de las que preparaba su mamá para que llevara a la escuela.

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En las puertas del “sueño americano”, descartó buscar asilo a través de la aplicación móvil de la Patrulla Fronteriza estadounidense, mediante la cual se programan citas con autoridades. El trámite puede demorar meses. Sabía que las deportaciones de venezolanos en situación irregular se reanudaron, tras un reciente acuerdo entre Washington y Caracas. Según la patrulla fronteriza estadounidense, entre octubre de 2022 y septiembre de 2023, fueron registrados 2,4 millones de ingresos de migrantes por la frontera sur de Estados Unidos, un récord.

Marcel resolvió lanzarse al río esa misma noche, con traficantes venezolanos. “Dijeron que solo había que agarrar documentos y dinero, y botar bolsos y ropa porque igual los iban a botar cuando nos entregáramos” a la patrulla fronteriza. “Sentí mucho miedo, eran personas de mal aspecto”. Un hombre con capucha y máscara azul de luchador ordenó retirar las cámaras de la AFP del lugar.

Docenas ya cruzaban en la penumbra los casi 30 metros que, a esa altura del río Bravo, separan México de Estados Unidos. La prótesis se hundió y debió sacarla con la mano para seguir. El muñón no encajaba bien, pues Marcel adelgazó durante el viaje. “Nos metimos al agua, bastante fría. Me llegaba más arriba de la cadera. Los colchones eran pequeños. Tenían que pasarnos uno por uno. Cuando me monté, temieron que la prótesis pudiera pincharlo y colocaron un trapo”.

“Nada es imposible”

Al otro lado del río, último obstáculo. Con ayuda de sus compañeros, aferrado a una tela atada a un palo, trepó por el alambre de púa. Los faros de un coche de la patrulla estadounidense los iluminaron. Marcel envió un video triunfal a su familia. “¡Estábamos ahí arriba! ¡Qué alegría!”. Era el 4 de noviembre: recorrió 4.300 km y gastó US$7.000 en el viaje. Más de 680 personas murieron o desaparecieron en 2022 tratando de cruzar la frontera entre ambos países, según la Organización Internacional para las Migraciones.

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Agentes armados los condujeron hasta un autobús, que los llevó a un edificio en Brownsville (Texas) para los trámites de entrega. Marcel fue separado de su esposa y el niño durante un día y medio. Tras pruebas de ADN para registrar su identidad, le entregaron un celular para contactarlos durante un mes. Obtuvieron un permiso de residencia hasta mayo de 2026, cuando un juez fallará su solicitud de asilo.

“No me deportaron porque no deportan a las familias”, explica Marcel. Su nueva vida comenzó en Greenville, en Carolina del Sur, donde alquiló una habitación. Cuando la AFP los encontró en diciembre, Marcel vendía flores en la calle, a la espera de su permiso de trabajo. Andrea limpiaba casas y oficinas, y Samuel iba a la escuela, donde está aprendiendo inglés. Ahora, en la mente de este venezolano sólo hay lugar para los sueños: trabajar como taxista, tener un hijo y cambiar la prótesis. Volver a jugar un día al básquetbol. “No hay nada imposible”.

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Por Alexánder Martínez

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Carlosé Mejía(19865)28 de diciembre de 2023 - 04:22 a. m.
¿Sí valdrán la pena semejantes aventuras tan peligrosas para llegar a EUA a lavar ollas, "mantequiar", lavar carros y hacer trabajos de bajísimo perfil siempre con el peligro de ser devueltos?
  • haji(3766)29 de diciembre de 2023 - 12:32 a. m.
    Imagináte vos, como será de agobiante la situación.
  • Macondo(tzdi4)28 de diciembre de 2023 - 05:19 a. m.
    O morirse de hambre en Venezuela gracias al socialismo del siglo 21?
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