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Nicaragua atraviesa la crisis más violenta desde la década de 1980, también con Daniel Ortega como presidente, que deja entre 295 y 448 muertos según varios organismos humanitarios, cifra que el propio mandatario rebajó esta semana a 195. Incluso achacó el caos actual a la influencia del Estado Islámico (EI).
Y aunque no es el único país de Centroamérica en problemas, su situación es la que más atención mediática recibe por estos días. Pese a que la mayoría de países centroamericanos tienen características comunes, como sus economías (que se concentran en actividades como agricultura y turismo), no se puede generalizar.
En palabras del investigador Miguel Gomis, Centroamérica es menos homogénea de lo que la gente cree, “tiene componentes comunes, pero los países no son similares”, afirma añadiendo que es errado generalizar, especialmente porque “el proceso de formación del Estado-Nación es diferente en cada uno de los países. Y el peligro de la generalización es que se tiende a valorar la situación de un país a raíz de la de otro”.
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Los sistemas políticos democráticos se establecieron en la región a partir de los años 90. Tras un periodo de formas autoritarias de gobierno en el subcontinente como, por ejemplo, la dinastía de la familia Somoza, que estuvo en el poder en Nicaragua por más de cuarenta años (1937-1979); la permanencia del Ejército en el gobierno de El Salvador por casi medio siglo (1931-1979), y los gobiernos militares que tuvieron el poder de Guatemala, con ayuda de los Estados Unidos, desde 1954 hasta 1982. A raíz de lo anterior, se dieron procesos revolucionarios y guerras civiles, cuyos rezagos permanecen hasta hoy.
Adicionalmente, estos países se caracterizan por tener grandes cifras de desigualdad, pobreza y exclusión social, que han desencadenado graves problemas de inseguridad, desplazamiento, migración y consolidación del narcotráfico. Actualmente, los países del triángulo del norte (Honduras, Salvador y Guatemala) se enfrentan a situaciones de violencia, inseguridad y corrupción alarmantes.
Honduras: corrupción y violencia
La historia reciente en Honduras se ha caracterizado por un deterioro de las instituciones y una difícil situación política. El actual mandatario, Juan Orlando Hernández, quien inició su segundo periodo presidencial tras unas controversiales elecciones (señaladas de fraudulentas) el pasado 27 de enero, se enfrenta desde su gobierno anterior a escándalos de corrupción de gran magnitud.
Hernández llegó al poder por segunda vez gracias a un fallo de la Corte Suprema que avaló la reelección, hasta entonces prohibida por la Constitución de Honduras. Además, con unas elecciones en las que hubo un “apagón” del sistema de conteo de los votos y un atraso crónico en la publicación de los resultados. Incluso la Misión de Observación Electoral de la OEA recomendó la realización de nuevos comicios.
Los ciudadanos salieron a las calles protestando por el aparente fraude electoral. Sin embargo, el mandatario respondió con una violenta represión por parte de las Fuerzas Militares y con la declaración de toque de queda y estado de sitio por 45 días. Como resultado, al menos 34 personas resultaron muertas, según la ONG hondureña Casa Alianza.
(Contexto: Narcotráfico, corridos y una candidatura ilegítima: Honduras elige presidente)
Como si fuera poco, en el 2015, durante su primer gobierno, se hizo público un desfalco del sistema de salud por más de US$335 millones, lo que obligó al presidente a pedir en la OEA una Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (MACCIH).
La MACCIH, tiempo después, dejó al descubierto otro escándalo: diputados se apropiaron de fondos públicos destinados para acciones sociales de ONG, y los invirtieron en las campañas electorales. El caso, conocido como Pandora, pone en evidencia la participación de diputados, funcionarios públicos, personas particulares e instituciones políticas como el Partido Nacional (al que pertenece Hernández), el Partido Liberal y el Frente Amplio Político Electoral en Resistencia.
El informe presentado por la organización indica que más 280 millones de lempiras (casi US$12 millones), del arca pública “que provenían de la Secretaría de Agricultura y Ganadería” fueron drenados por las fundaciones Todos Somos Honduras y Dibattista para financiar campañas políticas”.
Desde entonces, la situación en el país no mejora. Recientemente, el fiscal anticorrupción, Luis Santos, recalcó la necesidad de aprobar una ley de delación premiada (propuesta desde abril del 2017 y tumbada por el Congreso) para que se puedan desarticular las redes de corrupción: “Estamos descubriendo algunas redes de corrupción, pero llegar a la cabeza no es posible sin una ley que permita darle algún beneficio a las personas que ya se han acercado tratando de dar toda la información necesaria”, afirmó.
Por su parte, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos estuvo en Honduras para evaluar la situación humanitaria del país, especialmente después de la crisis política presentada por las elecciones en las que, según Naciones Unidas, al menos 22 manifestantes murieron por la represión de las protestas. Pero también, donde el grado de violencia e inseguridad es preocupante, con una tasa de homicidios de 43 por cada 100.000 habitantes (una escala de violencia cuatro veces superior a la considerada “epidemia” por organizaciones internacionales).
El Salvador: de cara a elecciones de 2019
El gobierno salvadoreño, encabezado por Salvador Sánchez Cerén, del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), se enfrenta diariamente a la violencia causada por las pandillas salvadoreñas, mejor conocidas como “maras”.
Las maras son organizaciones internacionales de pandillas criminales, que surgieron en las calles de Los Ángeles, Estados Unidos, después de que miles de centroamericanos migraran a ese país huyendo de las guerras civiles de los 80. Estando allá, se unieron a bandas latinas que ya existían y, con el tiempo, los gobiernos estadounidenses ordenaron su deportación masiva. Al regresar a sus países de origen, las pandillas decidieron replicar el modelo.
Hoy en día, en El Salvador, las maras cuentan con casi 70.000 miembros y son señaladas de ser las responsables de la mayoría de homicidios en el país, en especial de menores de edad.
(Ver más: ¿Por qué la realidad de las pandillas está lejos de acabarse?)
Las dos organizaciones más grandes son la Mara Salvatrucha (M-13) y la Barrio 18, que se dedican principalmente a la extorsión y al microtráfico, negocio que mueve grandes cantidades de dinero.
La presión de las maras no sólo ha generado desplazamientos internos, sino también hacia Estados Unidos, principalmente.
Sin embargo, ir a Estados Unidos se ha vuelto más difícil con la política migratoria del presidente, Donald Trump. Quien además anunció, recientemente, poner fin al Estatus de Protección Temporal, del que hacen parte más de 400.000 beneficiarios, entre esos 195.000 salvadoreños que tendrán que regresar al país del que huyeron por la violencia.
Los gobiernos salvadoreños no han podido dar pie con bola en el control de las pandillas. Generalmente, han implementado una política de “mano dura” para enfrentar a estos grupos que están presentes en casi todo el territorio, sin embargo, esto sólo ha llevado a un recrudecimiento de la violencia.
(Ver más: La dura realidad de los jóvenes de barrios marginales en Centroamérica)
A partir del 2014, el electo mandatario Salvador Sánchez Cerén rompió con una política de tregua que había establecido su predecesor, y que buscaba reducir el número de homicidios a cambio de beneficios carcelarios. Adicionalmente, la Corte Suprema de Justicia declaró a las maras como grupos terroristas en el 2015. Desde entonces, los enfrentamientos entre la Policía Nacional Civil y los pandilleros se han disparado.
Santiago, un miembro de la pandilla Barrio 18 desde sus 15 años, afirmó en una entrevista con el New York Times: “El único paralelo que veo (con el terrorismo) es que representamos a una comunidad determinada, a un segmento de la sociedad que ha sido marginado. Pero nuestra violencia no es ideológica y, sin duda, tampoco es religiosa”.
De igual forma afirmó que “la cosa es más fundamental: ¿qué dice nuestra existencia del gobierno y los servicios que no provee? Existimos porque no hay nada más”.
En este contexto, se enmarcan las futuras elecciones de El Salvador, que tendrán lugar en febrero del 2019. ¿Cuáles serán las propuestas del próximo gobierno para hacer frente a una problemática que crece cada día y para la que la “mano dura” no ha funcionado?
Guatemala: ¿se va el CICIG?
A Guatemala no sólo la hizo temblar la reciente erupción del volcán de Fuego, el pasado 3 de junio, que afectó a 1,7 millones de personas. También, la constante pugna entre la corrupción y la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG).
Iván Velásquez, jefe de la CICIG, lidera desde hace cinco años el organismo creado para ayudar a combatir la corrupción en el país centroamericano. Sin embargo, hace unos meses, el actual mandatario, Jimmy Morales, lo declaró persona non grata y ordenó su expulsión del país después de que, en mayo del año pasado, un hijo y un hermano de Morales fueran denunciados por estafar a Hacienda (juicios liderados por Velásquez).
(Puede ver: El caso que acorrala a Jimmy Morales, presidente de Guatemala)
Velásquez ya había sido clave en las investigaciones, también por corrupción, que llevaron al expresidente Otto Pérez a la cárcel. Y, recientemente, destapó la posible financiación por debajo de cuerda de la campaña electoral de Morales y su partido político, Frente de Convergencia Nacional (FCN). En esta investigación se descubrió que el FCN reportó un gasto por US$14.000 en la campaña, cuando en realidad los fiscales hallaron que el gasto total fue de US$960.000, según el portal InSight Crime.
La decisión de expulsar a Velásquez le costó al jefe de Estado la renuncia de varios de sus ministros y viceministros, puso en crisis las ayudas internacionales que recibe su país y llevó a la calle a miles de guatemaltecos que se manifestaron en la Plaza de la Constitución.
“En el momento que usted (presidente) decide declarar non grato a (...) Velásquez, usted asume una posición a favor de la impunidad y de los sectores corruptos del país”, sentenciaron la ministra de Salud y sus viceministros en su carta de renuncia.
(Ver más: Guatemala: nueve expresidentes acusados, encarcelados o investigados)
De igual forma, las autoridades retiraron casi la mitad de los policías asignados a la protección de los miembros de la CICIG en julio. Frente a esto, el procurador de los Derechos Humanos en Guatemala, Jordán Rodas, se pronunció afirmando que “esta es una puñalada más del gobierno y en lugar de darle el apoyo le está erosionando su funcionamiento”, en una entrevista con AFP.
Pese a los logros obtenidos por la CICIG, su mandato termina el 3 de septiembre de este año y, por primera vez, su supervivencia no está garantizada, ya que la solicitud de prórroga para que la institución siga operando sólo es posible si la realiza el presidente de la República, el mismo que quiere expulsar a Velásquez.