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La diáspora de caminantes que huyen de Venezuela hacia países como Colombia, Ecuador, Perú y Brasil o la caravana de miles de migrantes hondureños que día a día se dirigen a México y Estados Unidos sin importar las fuertes políticas de contención migratoria se han convertido en la imagen reciente que evidencia las graves problemáticas que viven algunos países latinoamericanos y sus efectos directos en la movilidad humana intrarregional.
Un continente que durante más de cinco décadas expulsó migración principalmente hacia Estados Unidos y el sur de Europa y que en el cambio de milenio experimentó una reconfiguración de nuevas dinámicas de movilidad sur-sur, como la migración de haitianos y cubanos, el aumento de colombianos solicitantes de refugio en Ecuador, Chile, Costa Rica y Brasil; la posterior migración de mujeres afrodescendientes colombianas a Chile, la migración de académicos, profesionales y estudiantes al Cono Sur y la ahora también reciente migración de nicaragüenses al Caribe y Suramérica.
Desplazamientos que en la mayoría de los casos se han producido por tradicionales y generalizados problemas estructurales de la región, como lo han sido las altas tasas de desempleo, las asimetrías sociales, la dificultad en el acceso a servicios esenciales, la violencia e inseguridad, entre otros.
A este escenario de gran movilidad hoy se suma el inédito caso de Venezuela, cuya población, inmersa en una crisis humanitaria sin precedentes, ha migrado hacia múltiples destinos internacionales, el 78 % de los cuales son flujos intrarregionales.
Ver más: La cara positiva de la migración venezolana
Aunque Suramérica históricamente ha tenido la concepción de fronteras abiertas y de poco control para la migración interna, noción que desde hace algunas décadas ha operado dentro del marco de la CAN y Mercosur, ante la diáspora venezolana, incluso la caribeña, el miedo y la alarma social se han difundido en la región, a pesar de la expresa voluntad de los gobiernos de tener un trato solidario, en especial con el pueblo venezolano. Un trato que, aunque solidario, no identifica estos flujos como forzosos a pesar de haber sido reconocida la crisis humanitaria en Venezuela.
Una migración que tiene grandes dificultades para portar pasaportes y por ello es altamente irregular, lo que se traduce también en que las deportaciones vayan en aumento.
Colombia, a pesar de ser hoy el receptor del 40 % de esta diáspora, sigue manteniendo una baja tasa de inmigración comparada con otros países de la zona. No obstante, el crecimiento acelerado de migrantes en un lapso de apenas tres años para un país inexperto en gestión migratoria y para una sociedad casi endogámica implica grandes desafíos financieros, operativos y jurídicos en términos de asistencia humanitaria, integración social, oferta de empleo y acceso a salud y educación.
Estas fuertes tensiones se replican a la vez en Ecuador, Perú, Chile e incluso en zonas específicas de Brasil. Las sumas y restas de la migración se han convertido en objeto de debate en los gobiernos que, ante un nuevo e insólito fenómeno de gran magnitud, centran su atención más en los costos que en las oportunidades de la movilidad humana.
Si se tratara de ver las diásporas con calculadora en mano, a Colombia junto con los migrantes han llegado diversos capitales. Del 2000 al 2017 han ingresado más de US$1.000 millones por concepto de inversión extranjera directa venezolana, sin contar las inversiones de la población retornada. La migración ha traído habilidades, competencias, redes de producción y de contactos comerciales que han contribuido al crecimiento del PIB, hecho determinante, por ejemplo, en el aumento de la producción nacional de petróleo. Igualmente, los migrantes son una fuerza laboral valiosa, que nutren el bono demográfico aun en países como los nuestros y conforman un nicho de consumo en crecimiento.
Como bien lo dijo Germán Umaña, director de la Cámara Colombo Venezolana, la migración venezolana ha creado economías a escala y se puede complementar asertivamente con variados sectores productivos. Una gran oportunidad que sin la gestión adecuada puede desvanecerse y perder su potencial, riesgo que Colombia no puede correr, más aun cuando gran parte de esta migración llegó para quedarse, cuando las cuentas del Conpes sobre el costo de la migración al 2021 oscilan de $10 a $24 billones y donde la esperada ayuda internacional dará un alivio temporal aunque insuficiente al fenómeno.
Ver más: ¿Cómo responder a la crisis migratoria venezolana?
El país requiere una política migratoria pensada a largo plazo, que dialogue con los vecinos en pro de la integración social latinoamericana. La migración intrarregional, más allá de los réditos económicos para la región, es una gran oportunidad para, por fin, entendernos como naciones desde el ser y sentir latinoamericano y no desde los límites, las fronteras o las ideologías.
La integración cultural, social, económica y política del migrante nos ubica en una propuesta desde y para nosotros como región; una propuesta, más que novedosa, necesaria ante los desafíos de este milenio, donde la migración apunta a ser el gran fenómeno del siglo XXI, un gran cambio social que el mundo occidental parece aún no entender.
Investigadora del Observatorio de Venezuela de la Universidad del Rosario
* El artículo aborda temáticas de Retos y Oportunidades de la Movilidad Humana Venezolana en la Construcción de una Política Migratoria Colombiana. Elaborado por el Observatorio de Venezuela de la Universidad del Rosario con el apoyo de la Fundación Konrad-Adenauer-Stiftung -KAS-. La opinión contenida en este artículo es de entera responsabilidad de la autora.