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El nuevo presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, es uno de los políticos de ese país que mejor conoce a Colombia, aseguran fuentes que frecuentan los círculos diplomáticos binacionales. Tanto que lo han oído alardear de eso y bromear con que algún día le gustaría ser el embajador de Colombia en Washington. En el archivo del Congreso de EE. UU. se constata que ha venido a Colombia varias veces, al menos desde el año 2000, cuando estuvo haciendo seguimiento a los programas antinarcóticos, hasta 2014, cuando vino a reunirse con víctimas del conflicto armado en el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación de Bogotá.
Sin embargo, su interés por nuestro país no solo fue político sino movido por la batalla de un padre de familia del estado de Delaware que quería entender por qué su hijo Hunter, hoy de cincuenta años, se había vuelto adicto a la cocaína y cómo esa droga llegaba desde Colombia a las calles estadounidenses y luego a los jóvenes. Su hijo no podía superar el hecho de haberse salvado en un accidente de tránsito, en la Navidad de 1972, donde murió su madre.
En la década de los años 80, Biden fue uno de los primeros congresistas que advirtió la importancia del tema antidrogas ante lo que llamó “la pandemia de la drogadicción” y eso le ayudó a posicionarse dentro de la bancada del Partido Demócrata. En expedientes judiciales y en los archivos digitales del Congreso y de los diarios The New York Times, The Washington Post y Los Angeles Times se encuentra el rastro de lo que se convirtió para Biden en una obsesión: los narcotraficantes del cartel de Medellín.
Hay decenas de citaciones suyas a debates sobre el tema en las que se evidencia que Biden tuvo como fuentes de cabecera a la DEA, la CIA y el FBI y, desde entonces, a la Policía Nacional de Colombia. Su reconocimiento como denunciante de oficio de los mafiosos colombianos “que llenan nuestras calles de narcóticos y envenenan a nuestros jóvenes” creció a la par de la leyenda de Pablo Escobar Gaviria; pero su primer contacto real con esa mafia ocurrió a través de Max Mermelstein, un exempleado del cartel que desde 1985 era informante de la DEA.
Esto se evidencia en el New York Times del 18 de agosto de 1989, sección A, donde una nota mediana en la página 14 hace eco de la denuncia de Biden sobre la facilidad con que la cocaína colombiana llegaba a las calles de Nueva York. Él, que ya era presidente del Comité Judicial del Senado, citó a un debate de “fiscalización a la estrategia internacional contra las drogas” y se ganó la atención al presentar, protegido detrás de una cortina verde y con un micrófono que distorsionaba su voz, al testigo Mermelstein, estadounidense nacido en la Gran Manzana, que había trabajado para Pablo Escobar y los hermanos Ochoa Vásquez. El exnarco dijo: “Es fácil introducir cocaína de contrabando a Estados Unidos porque los traficantes son más inteligentes y ágiles que las autoridades federales”.
Mermelstein, que después se hizo famoso por el libro El hombre que hizo llover coca, contó cómo trabajó entre 1981 y 1985 interceptando las 24 horas del día frecuencias de radio de las autoridades norteamericanas. Una vez determinaba la ubicación de patrullas fronterizas —aviones o barcos—, avionetas o lanchas rápidas cargadas de paquetes de kilo de cocaína del cartel de Medellín penetraban a Estados Unidos por las rutas libres de inspección. Sabía tanto de radares que fue quien enseñó a los pilotos a volar casi a ras del océano Atlántico y a lanzar paquetes impermeabilizados al mar, que luego eran rescatados. También habló de la entonces creciente estrategia de “las mulas”, personas cargadas de cápsulas de cocaína enviadas en vuelos comerciales. (Le puede interesar: la familia de Joe Biden).
Así admitió haber traficado 56 toneladas de cocaína. “En ese momento, parecía un vicio inofensivo, en lo que a nosotros respecta. Y la demanda en los Estados Unidos era tan grande que no pudimos hacerlo lo suficientemente rápido. Terminó siendo la droga de moda a principios de los años 80. Oficinas de abogados, cámaras de jueces, estrellas de cine, lo que sea. En el escalón superior, la cocaína era el camino a seguir”.
Biden explicó que las medidas extremas de seguridad para protegerlo obedecían a que Pablo Escobar ofreció US$3 millones por la muerte del delator, razón por la cual permanecía en un búnker llamado “el submarino”, construido en el sótano de un tribunal de distrito. Gerald Shur, creador del Programa Federal de Protección de Testigos, tuvo que ser protegido por su propio programa luego de que el FBI arrestara a un asesino alemán que confesó que fue contratado por Escobar para secuestrar a la esposa de Shur y canjearla por Mermelstein. La seguridad del senador Biden también fue reforzada.
Podían correr la misma suerte que Barry Seal, asesinado en 1986 en las calles de Baton Rouge, Luisiana, por orden del capo tras descubrir que era informante de la DEA y la CIA al tiempo que trabajaba como piloto para el cartel de Medellín. Escobar le había ofrecido a Mermelstein US$1 millón para secuestrar a Seal y US$500.000 por matarlo. En esas estaba cuando las autoridades estadounidenses lo capturaron a partir de la información suministrada por otro piloto norteamericano que trabajó para el cartel de Medellín en California. Eso le salvó la vida.
Fue detenido el 5 de junio de 1985, cuando llegaba a su casa en Davie, Florida. Se identificaba como Wes Barclay, ingeniero jefe de Westgate Vacation Villas en Kissimmee. Cargaba US$20.000 y un arma Walther calibre 22. Luego le confiscaron US$1,2 millones en efectivo y varias propiedades. Fred Friedman, fiscal federal que lo procesó, anotó: “Cuando lo arrestaron, conducía su Jaguar y era como algo salido de Miami Vice”. Él esperaba que los abogados del cartel de Medellín pagaran la fianza de US$1 millón, pero no lo contactaron más y, al enfrentar una condena a cadena perpetua, negoció con la DEA.
La atención sobre el informante y el debate promovido por Biden se intensificaron los meses siguientes a raíz del asesinato, en Soacha, se suponía que a manos de sicarios de Escobar, del candidato presidencial Luis Carlos Galán Sarmiento, favorito para las elecciones en Colombia, quien estaba dispuesto a someter a la justicia y extraditar a los capos de la droga.
Mermelstein, entonces de 46 años, se convirtió en la punta de lanza para intensificar la guerra política y militar que les convenía a Biden y a otros políticos estadounidenses, como el republicano Jesse Helms. Aunque Biden criticó los operativos “algo caóticos, torpes y a menudo contraproducentes” que se realizaban, se ganó el respaldo de hombres claves del gobierno de George Bush, como el zar antidrogas William J. Bennett, presente en aquella audiencia, quien habló de una “estrategia integral para que la nación luche contra las drogas ilícitas”, anunciada por Bush a los pocos días.
James P. Walsh, fiscal federal de Los Ángeles, aseguró entonces a Los Angeles Times que se trataba “del testigo gubernamental más valioso en asuntos de drogas que este país haya conocido”. Con base en documentos que él aportó, desde grabaciones de audio y video hasta “imágenes de libros de contabilidad escritos en taquigrafía propia del cartel”, ayudó a configurar el organigrama del cartel de Medellín, que incluía a Carlos Lehder (extraditado en 1987 a EE. UU. con base en una acusación en la que se tuvo en cuenta información de Mermelstein), los hermanos Ochoa Vásquez y una red de sicarios que operaba hasta en las calles de Miami o Nueva York. (La burbuja de Donald Trump en Colombia, por Nelson Fredy Padilla).
El 28 de agosto de 1989, el New York Times publicó, a partir de investigaciones basadas en testimonios como el de Mermelstein, un informe sobre el tráfico de cocaína entre al menos seis estados de EE. UU. mediante el uso de camuflajes que iban desde osos de peluche hasta camiones llenos de pescado. Dos días antes publicó otro sobre cómo los carteles colombianos se colaban a través de la frontera con México.
El 27 de septiembre de 1991 el New York Times registró en primera página el arresto, mientras hablaba por teléfono en Jackson Heights, Queens, de Dandeny Muñoz Mosquera, “sospechoso de matar al menos a cuarenta policías colombianos y ayudar a planear el asesinato de un candidato presidencial”. Todos los periodistas interesados en el tema ya no rogaban por información en las agencias de seguridad, sino buscaban al senador Biden.
El testimonio del “garganta profunda” fue usado en decenas de juicios contra narcotraficantes e incluso para campañas de salud pública contra el consumo de drogas. Hay registros de una conferencia que dio en la Universidad de Tufts, en Medford, Massachusetts. Por ejemplo, declaró en los juicios contra Lehder y el dictador panameño Manuel Antonio Noriega. Gracias a eso y al perfil que le consolidó Biden, cumplió solo dos años y 17 días de detención y logró la protección de 16 miembros de su familia, pues Escobar ordenó cumplir su ley: “Matarle hasta la abuela”.
Uno de los principales logros de Biden a raíz del caso Mermelstein fue demostrar que las agencias de inteligencia de Estados Unidos no compartían información y, por el contrario, competían entre sí a la hora de perseguir narcotraficantes. Se lee en Los Angeles Times de 1989: “Max Mermelstein le dijo al Comité Judicial del Senado que la Administración de Control de Drogas lo interrogó sobre ciertas actividades relacionadas con las drogas hace diez meses, sin saber que había proporcionado la misma información al FBI tres años antes”. “El FBI no le dirá a la DEA, la DEA no le dirá al FBI y nadie quiere hablar con la Aduana”, dijo Mermelstein al explicar que “todos tienen sus prioridades presupuestarias”.
En un momento en el que el Pentágono se resistía a asumir la responsabilidad adicional y el costo de la lucha contra las drogas, Biden convenció a Stephen M. Duncan, subsecretario de Defensa encargado, y al general Alfred M. Gray, comandante de la Infantería de Marina, de lo que llamó “un cambio de actitud en beneficio de la seguridad nacional”. Biden lideró desde el Congreso un bloque de presión para que los gobiernos republicanos de Ronald Reagan (años 80) y George Bush padre (comienzos de los años 90) convirtieran la guerra contra el narcotráfico en una prioridad. Durante el mandato demócrata de Bill Clinton (de 1993 a 2001), fue uno de los impulsores del llamado Plan Colombia y vino a auditarlo.
La persistencia de Biden en el tema llevó a que la captura de los jefes de los carteles de Medellín y de Cali así como la extradición se convirtieran en prioridad para los Estados Unidos y, por eso, celebró la muerte de Pablo Escobar, el 2 de diciembre de 1993. Mermelstein no tanto, porque esperaba declarar en el juicio que las autoridades federales preparaban allí contra el narcoterrorista. “Lo único que teme el cartel y Pablo es la justicia estadounidense, eso es todo”, le había advertido Mermelstein. “La justicia estadounidense es algo que no pueden controlar, no pueden comprar”. Según el exnarcotraficante, de sus delaciones sobre cómo se cultivaba, procesaba y contrabandeaba coca y cocaína desde Colombia, Perú y Bolivia surgieron políticas más concretas de fumigación de plantas ilícitas.
Mermelstein murió de cáncer del hígado el 12 de septiembre de 2008, a los 65 años, en Lexington, Kentucky, donde el gobierno de EE. UU. lo ocultaba bajo el nombre de Wesley Barclay. Es probable que Joe Biden haya leído el obituario publicado el 16 de septiembre por el Washington Post escrito por Jeff Leen, el único periodista que lo entrevistó. Se tituló: “Testigo clave contra el cartel de la cocaína muere por causas naturales”. Escribió que Mermelstein “hizo más que cualquier otro ciudadano estadounidense para ayudar a traer el comercio de cocaína colombiana a este país” y que “fue el hombre que se sentó a la derecha de Pablo Escobar en la empresa criminal más asesina del siglo XX”.
Luis, hijo de Mermelstein, se volvió narcotraficante, con socios colombianos como su padre, y adicto a la cocaína. Fue capturado y condenado en 1997, a pesar de sus intentos por ayudarlo. En 2004 Mermelstein repasaba su vida como testigo en el juicio contra Fabio Ochoa Vásquez y en 2008 firmaba derechos para una película que no se ha rodado.
Durante el epílogo de la vida del hombre que “hizo llover cocaína”, Biden insistía en ser candidato presidencial mientras seguía acompañando a su hijo Hunter en su guerra por dejar la cocaína, drama que le enrostró el saliente presidente de EE. UU., Donald Trump, durante un debate televisado en la campaña presidencial de 2020. En 2014 Hunter fue dado de baja de la reserva de la Marina por su adicción. Biden le respondió a Trump que su hijo ya la superó y que está orgulloso de él.
No obstante, los actuales negocios internacionales de Hunter Biden serán un problema para su padre, porque hay investigaciones en curso, como el caso de la empresa ucraniana de gas natural Burisma Holdings, donde lo acusan hasta de lavado de dólares. Tema para después.
El ingeniero que hizo llover cocaína sobre la Florida
El hombre que hizo nevar, escrito por Richard Smitten y Robin Moore bajo la supervisión de Mermelstein, fue editado en Colombia en 1991 por Intermedio Editores. Un año antes fue publicado en inglés y aún se consigue vía Amazon por US$25. Como se trató de una biografía autorizada, a lo largo de 370 páginas se maquilla su perfil criminal a partir de la historia del hombre que nació en Nueva York el 2 de noviembre de 1942, bajo el signo escorpión, hijo de Benjamin Mermelstein, hijo del propietario de una pequeña tienda en Brooklyn que estudió Ingeniería Mecánica en el Instituto de Tecnología de Nueva York, aunque terminó al servicio de la mafia.
Max Mermelstein dice en su libro: “Por una combinaci6n de circunstancias inverosímiles, me encontré justo en medio del imperio de contrabando de droga del cartel y me convertí en uno de sus principales operadores. Crecí en una familia judía de clase obrera en Brooklyn. Mis padres habían trabajado con laboriosidad por el bienestar de sus hijos. Seguí la Ingeniería y, al terminar mis estudios, ganaba un buen sueldo; pero, con el tiempo, el destino me arrastró al círculo íntimo de los poderosos negociantes de la muerte provenientes de Colombia. Llegué a recorrer sus palacios, sentarme a sus mesas, conocer a sus hijos, compartir sus sueños, servir a su voluntad colectiva y convertirme en el único norteamericano que aún vive para contar la historia. Inundé Florida de nieve y estoy pagando el precio. Esta es, pues, mi historia. No me siento orgulloso de ella. Espero que sea una enseñanza para otros”.