Michel Temer y las vueltas de la vida
La fiscalía denunció formalmente al presidente de Brasil por corrupción. La consecuencia podría ser un segundo presidente destituido en menos de un año.
Mariangela Urbina Castilla
Los presidentes de Brasil no se cansan de hacer historia. Michel Temer, actual mandatario, es el primero en ser formalmente acusado de cometer crímenes de corrupción. El fiscal general Rodrigo Janot lo denunció por corrupción pasiva, y es el primero en cargar sobre sus hombros un proceso penal que lo podría dejar preso. Ni siquiera los escándalos de los últimos 25 años, cuando también han sido involucrados otros presidentes, han sido tan notorios como la historia de Temer.
Ahora bien, algunos de sus predecesores ya habían ostentado su propio récord. Dilma Rousseff —de quien fue vicepresidente y a quien reemplazó en el poder luego de maniobrar en su contra— se ganó incontables titulares de prensa que calificaban su impeachment como “histórico”. De hecho, lo fue. El Senado de su país la encontró culpable de maquillar cuentas fiscales y la destituyó de su cargo.
Pero el gobierno de Rouseff tampoco fue pionero en esto de enfrentar acusaciones que terminan por derrocarlos. Si de comparar se tratara, las acusaciones en contra de Rousseff resultan las de más bajo calibre en esta sucesión de delitos presidenciales.
Fernando Collor de Mello, elegido en 1989 —el primer presidente de Brasil elegido por el voto popular luego de los gobiernos militares— fue el primero en verse enfrentado a un juicio político, no sólo en la historia de Brasil, sino también de América Latina. Muy pronto, en su gobierno empezaron a sonar los problemas, hasta que finalmente estallaron en mayo de 1992: una investigación lo comprometía con un esquema de corrupción monumental, liderado por el tesorero de su campaña, entre otras inversiones de dudosa procedencia que salieron a la luz.
Collor lo intentó todo. Invitó a sus electores a marchar en su favor. Marcharon en su contra. El país lo quería fuera. Cuando el Senado decidió suspenderlo de su cargo durante 180 días, él, ya maniatado, tomó la decisión de renunciar, aunque el juicio político siguió andando y, como resultado, perdió sus derechos políticos durante ocho años. Le dijo adiós a Brasil y se fue a vivir a Miami, exiliado.
Sin embargo, como la vida da muchas vueltas —sobre todo la política—, Collor ya estaba de vuelta al ruedo cuando sucedió el juicio contra Rousseff. Era senador de la República. ¿Qué hizo? Votó a favor del impeachment para destituirla. Pronunció un discurso en el que afirmó: “Dilma no aprendió lo que intenté enseñarle”.
En medio de ese caos que en efecto terminó con la destitución de Rouseff, se filtró una grabación —una nota de voz de Whatsapp enviada a la bancada— en la que Temer ensayaba su discurso de posesión. El juicio no había arrancado y Temer ya veía como un hecho la salida de su antigua jefe y compañera de fórmula. “Traidor”, lo llamó Rouseff, quien usó el audio como prueba de que contra ella se estaba planeando un golpe de Estado.
Temer, ahora, hace historia nuevamente. Su recorrido hacia el abismo empezó con la declaración de Joesly Batista, dueño del conglomerado cárnico JBS, uno de los dos más importantes de Brasil. Dicha declaración estaba acompañada por una grabación que dejaba al presidente en evidencia. La policía hizo seguimiento del caso y confirmó que Temer pactó con Batista el cobro de sobornos a cambio de beneficios para el Gobierno.
Intentó que el audio fuera descartado, alegando que había sido manipulado, pero el peritaje policial ratificó su veracidad. El presidente, entonces, se quedó sin herramientas para frenar la investigación. Sin embargo, optó por asumir una actitud combativa: “Nada nos destruirá”, dijo. “Ni a mí ni a nuestros ministros”. Complejo. 11 de sus 32 ministros están investigados por corrupción.
Aunque Rousseff y Collor recibieron acusaciones que concluyeron en la destitución o el abandono de su cargo como presidentes, el caso de Michel Temer hace historia a su manera y rompe con todas las marcas previas, pues los de Rouseff y Collor fueron ambos procesos políticos. Por su parte, la denuncia contra Temer es una actuación de la justicia, en la que se le imputan cargos por un delito común, por el que podría ser juzgado cualquier ciudadano: cobrar sobornos.
Con el peso de la popularidad más baja en la historia de un presidente brasileño, 7 % —incluso a Rousseff le fue mejor en sus peores momentos—, Temer tiene el agua en el cuello. Tan solo un año después de haberse sentado en la silla de la mujer que fue su amiga política y a quien después abandonó promoviendo su salida, se enfrenta ahora a un destino parecido al de ella, o peor.
En el Senado, el líder del partido Rede, Randolfe Rodrigues, hizo un llamado a los diputados. Les dijo que tienen hoy un compromiso con Brasil. “Es inaceptable un presidente en esta condición. Nunca en la historia del país el más alto mandatario de la nación fue denunciado por crímenes tan graves por la autoridad responsable por ser fiscal de la ley”. El Congreso tiene la última palabra.
Los presidentes de Brasil no se cansan de hacer historia. Michel Temer, actual mandatario, es el primero en ser formalmente acusado de cometer crímenes de corrupción. El fiscal general Rodrigo Janot lo denunció por corrupción pasiva, y es el primero en cargar sobre sus hombros un proceso penal que lo podría dejar preso. Ni siquiera los escándalos de los últimos 25 años, cuando también han sido involucrados otros presidentes, han sido tan notorios como la historia de Temer.
Ahora bien, algunos de sus predecesores ya habían ostentado su propio récord. Dilma Rousseff —de quien fue vicepresidente y a quien reemplazó en el poder luego de maniobrar en su contra— se ganó incontables titulares de prensa que calificaban su impeachment como “histórico”. De hecho, lo fue. El Senado de su país la encontró culpable de maquillar cuentas fiscales y la destituyó de su cargo.
Pero el gobierno de Rouseff tampoco fue pionero en esto de enfrentar acusaciones que terminan por derrocarlos. Si de comparar se tratara, las acusaciones en contra de Rousseff resultan las de más bajo calibre en esta sucesión de delitos presidenciales.
Fernando Collor de Mello, elegido en 1989 —el primer presidente de Brasil elegido por el voto popular luego de los gobiernos militares— fue el primero en verse enfrentado a un juicio político, no sólo en la historia de Brasil, sino también de América Latina. Muy pronto, en su gobierno empezaron a sonar los problemas, hasta que finalmente estallaron en mayo de 1992: una investigación lo comprometía con un esquema de corrupción monumental, liderado por el tesorero de su campaña, entre otras inversiones de dudosa procedencia que salieron a la luz.
Collor lo intentó todo. Invitó a sus electores a marchar en su favor. Marcharon en su contra. El país lo quería fuera. Cuando el Senado decidió suspenderlo de su cargo durante 180 días, él, ya maniatado, tomó la decisión de renunciar, aunque el juicio político siguió andando y, como resultado, perdió sus derechos políticos durante ocho años. Le dijo adiós a Brasil y se fue a vivir a Miami, exiliado.
Sin embargo, como la vida da muchas vueltas —sobre todo la política—, Collor ya estaba de vuelta al ruedo cuando sucedió el juicio contra Rousseff. Era senador de la República. ¿Qué hizo? Votó a favor del impeachment para destituirla. Pronunció un discurso en el que afirmó: “Dilma no aprendió lo que intenté enseñarle”.
En medio de ese caos que en efecto terminó con la destitución de Rouseff, se filtró una grabación —una nota de voz de Whatsapp enviada a la bancada— en la que Temer ensayaba su discurso de posesión. El juicio no había arrancado y Temer ya veía como un hecho la salida de su antigua jefe y compañera de fórmula. “Traidor”, lo llamó Rouseff, quien usó el audio como prueba de que contra ella se estaba planeando un golpe de Estado.
Temer, ahora, hace historia nuevamente. Su recorrido hacia el abismo empezó con la declaración de Joesly Batista, dueño del conglomerado cárnico JBS, uno de los dos más importantes de Brasil. Dicha declaración estaba acompañada por una grabación que dejaba al presidente en evidencia. La policía hizo seguimiento del caso y confirmó que Temer pactó con Batista el cobro de sobornos a cambio de beneficios para el Gobierno.
Intentó que el audio fuera descartado, alegando que había sido manipulado, pero el peritaje policial ratificó su veracidad. El presidente, entonces, se quedó sin herramientas para frenar la investigación. Sin embargo, optó por asumir una actitud combativa: “Nada nos destruirá”, dijo. “Ni a mí ni a nuestros ministros”. Complejo. 11 de sus 32 ministros están investigados por corrupción.
Aunque Rousseff y Collor recibieron acusaciones que concluyeron en la destitución o el abandono de su cargo como presidentes, el caso de Michel Temer hace historia a su manera y rompe con todas las marcas previas, pues los de Rouseff y Collor fueron ambos procesos políticos. Por su parte, la denuncia contra Temer es una actuación de la justicia, en la que se le imputan cargos por un delito común, por el que podría ser juzgado cualquier ciudadano: cobrar sobornos.
Con el peso de la popularidad más baja en la historia de un presidente brasileño, 7 % —incluso a Rousseff le fue mejor en sus peores momentos—, Temer tiene el agua en el cuello. Tan solo un año después de haberse sentado en la silla de la mujer que fue su amiga política y a quien después abandonó promoviendo su salida, se enfrenta ahora a un destino parecido al de ella, o peor.
En el Senado, el líder del partido Rede, Randolfe Rodrigues, hizo un llamado a los diputados. Les dijo que tienen hoy un compromiso con Brasil. “Es inaceptable un presidente en esta condición. Nunca en la historia del país el más alto mandatario de la nación fue denunciado por crímenes tan graves por la autoridad responsable por ser fiscal de la ley”. El Congreso tiene la última palabra.