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Pasar de vivir en Caripito y Maturín a llegar a Caracas, y de Caracas tomar la decisión de huir hacia Colombia. Sellar el pasaporte, cruzar por el puente Simón Bolívar con violín en mano, dejando atrás San Antonio de Táchira y avizorando Cúcuta, y escucharle decir al agente fronterizo: “Un músico; bienvenido al país”. Tomar esas primeras palabras como un buen augurio y creer que algo bueno estaba por venir. “El tiempo me dio la razón”, dice Víctor Alfredo Rojas Guevara, un joven venezolano que creció en medio de la música, quien le agradece a la música haberlo salvado.
Desde niño respira arte, no solo porque su mamá es profesora de Artes Plásticas y su papá, museólogo, sino porque mientras su tía lo cuidaba, casi se obsesionó con que su primo tocara el fagot, aquel instrumento de viento madera que lo cautivó. De ahí en adelante comenzó una relación de cercanía y complicidad con la música de orquesta, que después lo llevó a experimentar otros géneros, como el pop, a partir de lo clásico. Porque si su primo pudo hacer de la música algo propio, por qué él no iba a poder hacer lo mismo. Su primer amor fue la flauta traversa, pero, al parecer, ese sentimiento no fue correspondido. Como en Venezuela los instrumentos en las escuelas son casi un obsequio, cuando entró a estudiar, aquella ya no estaba disponible. Así fue como “el violín llegó por accidente”. Su papá se lo regaló y de ahí en adelante esa relación fluyó. “Me enamoré de él”, confiesa.
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La energía que siente entre la fila de las cuerdas, esa sincronización que se teje entre el violonchelo, la viola y el violín, y los demás instrumentos de orquesta en el escenario, lo hizo olvidar los sonidos propios del viento y apostar por aquellos que surgen del roce del arco del violín, sus dedos y las cuerdas del instrumento. Así fue como pasó del coro, de las lecciones de teoría musical, a la orquesta infantil y a la juvenil, en la que estuvo cerca de ocho años, hasta llegar a la sinfónica regional del estado de Monagas. Su país lo vio crecer musicalmente hasta entonces, pues fue por esa misma época, en 2018, cuando decidió abandonar su tierra y cruzar la frontera.
Las calles de la Zona Rosa de Bogotá se convirtieron en su escenario, y el violín siguió siendo su mayor cómplice en ello. Por dos años, hasta unos meses después de la pandemia dura, esa fue su realidad. El vacío que dejaron las personas al estar confinadas en sus casas, el espacio que no ocupaba el ruido de los motores y los pitos, lo empezó a llenar la música. Al ritmo de Bruno Mars, con la canción “Uptown Funk”, vestido a la par con sus compañeros del grupo Fusionmusic, empezó a tocar su violín hacia los balcones de los edificios. En algunos de ellos, intentando superar el límite impuesto por los vidrios de las ventanas, tratando de tener algún contacto con el exterior, una que otra persona se asomó e intentó seguir el curso de la canción. Si bien llegó al país con la intención de continuar con la música clásica, se dio cuenta de que en las calles “ese género no funcionaba” y el pop empezó a ser su nueva opción.
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“Hay una forma en la que te miran cuando eres migrante”, dice al hablar sobre cómo la música es un lenguaje común y universal, a tal punto que, incluso, tiene el poder de cambiar la forma en la que te observan los demás. “Cuando tienes algo que aportar, la perspectiva cambia completamente. Lo viví”. Y aunque ya no se dedica de lleno a la música, pues invierte gran parte de su tiempo en crear contenido digital para empresas, dice que la música lo salvó. Es más, llegar a Europa es su aspiración. Sin embargo, el vencimiento de su pasaporte y las dificultades que hay para renovar ese documento en Venezuela lo separan del viejo continente.
Como él, William Jesús Huérfano, quien llegó al país en 2017, también está en Colombia de paso. Su meta es llegar a Europa, pero antes de cruzar el Atlántico, en su intento por pisar la cuna de la música sinfónica y coral, aspira a poder crear un coro binacional en Norte de Santander. Como egresado del Sistema de Orquestas de Venezuela, el programa público nacional de educación musical en el que entendió que la música es para todos, que no importa si se tiene dinero o no, busca unir a los niños de los dos lados de la frontera alrededor de ella. Es sencillo, quiere evocar aquello que vivió de niño, cuando salía del colegio y respiraba música tarde y noche. Por esa época, el cuatro, que es el instrumento insignia de su país, lo llevó a los escenarios corales y de orquesta, y le abrió la puerta a otros instrumentos, como la guitarra, con la que, estando en agrupaciones típicas, exploró los sonidos andinos propios de su San Cristóbal de Táchira, como lo son el bambuco y los merengues campesinos, que también resuenan en el centro de Colombia.
“La frontera es una línea imaginaria y la música es una forma de trabajar cualquier conflicto social”, dice con determinación, al preguntarle si cree que la música puede ser un terreno fértil para la integración de colombianos y venezolanos. “Lo he vivido. Vengo de un estado donde la música es muy activa, pues en Venezuela las instituciones públicas y privadas, incluso los gremios, promueven procesos artísticos integrales, ya sea en danza o en música. Ellas le apuestan a la cultura”. Su pasión es la formación coral y del Sistema, al ser instructor musical, dictando clases de guitarra, técnica vocal e iniciación musical, entre otras, obtuvo los conocimientos que quiere aplicar en Cúcuta, donde hoy vive.
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Si bien allí abrió la Academia Willart, su propuesta de formación que funciona desde noviembre de 2019, confiesa que la vida de músico no es fácil en la capital nortesantandereana. “El movimiento cultural es complejo. Por un lado, en cuanto a los eventos y las presentaciones, sí hay mucho que hacer; pero, por el otro, en cuanto al apoyo que se puede encontrar a nivel institucional para los proyectos, es difícil. Por ejemplo, organizar el coro binacional ha sido complicado. Las instituciones públicas y privadas no le apuestan a ello”. Hasta la semana pasada, de la mano del Museo Casa Natal Santander, pudo dar inicio a su proyecto, el cual lleva todo este año tratando de impulsar. Dice que sus iniciativas tienen el sello del Sistema, que están impregnadas de las enseñanzas de José Antonio Abreu, y menciona la labor de Gustavo Dudamel como uno de los discípulos de aquel músico y educador venezolano. “La música es conexión y es de las acciones comunitarias y sociales más bellas que pueden existir”, aseguró el director de la Filarmónica de Los Ángeles en el artículo “Gustavo Dudamel: el poder espiritual de la música”, algo en lo que está de acuerdo Huérfano, pues, según él, “esto es un tejido social, un tejido de muchos corazones”.
Abreu también le cambió la vida a Alexánder Gómez. Después de pasar por el cuatro, la bandolina, la guitarra, el arpa llanera y el arpa de orquesta, el violín fue su compañero en su intento por tocar empíricamente en el metro de Caracas. Por dos años esa fue su realidad, pero la necesidad de conseguir un trabajo lo llevó a tocar las puertas del padre del Sistema, donde comenzó a trabajar en un núcleo de orquesta que buscaba rescatar a los niños de los barrios vulnerables para formarlos en la música y apartarlos de los peligros de las calles. Allí empezó desde abajo, como él lo quiso hacer, y se reencontró con Gregory Carreño, su maestro. Su tiempo lo dividía entre las clases que dictaba los fines de semana y los cuidados que le daba a su mentor, hasta que le ofrecieron ser director general de la agrupación Alma Llanera en el núcleo San Agustín, en un barrio de Caracas. Casi 80 alumnos estuvieron a su cargo y en cuatro meses todos ellos ya tocaban. Incluso, recuerda que Dudamel estuvo allí para ver la orquesta, como lo ha hecho también en otros espacios.
De allí saltó a otros núcleos, aprendió que no debía encasillarse, pero cuando murió Abreu “todo cambió. Se murió nuestro papá y cada uno cogió su rumbo”. Le dijeron: “Usted tiene que salir”, y así fue como hace seis años y medio llegó a Colombia. En medio de la pandemia, intentó probar suerte en una fábrica de pasteles, pero, además de que no le pagaban, entendió que su vida estaba ligada a la música, y los toques en las calles o en el Transmilenio, acompañado de su violín, empezaron a ser su día a día. Confiesa que no tiene una ruta clara; al contrario, sale de Bosa, donde vive, y lo mueve el flujo de la gente. Solo lo ahuyenta la lluvia. Dice, además, que la música de Julio Jaramillo, Olimpo Cárdenas, Javier Solís y Rocío Dúrcal, entre otros, le ha permitido formar contactos en las calles, mismos que lo han contratado para hacer una que otra serenata en varias partes de la capital.
Su aspiración no es otra que crear una pequeña orquesta con las mismas bases que el Sistema le dio. “Aquí me quedo”, es la respuesta tajante que dio ante la pregunta de si considera a Colombia como un país de paso o como su destino permanente. Mientras obtiene el Estatuto de Protección Temporal, admite que en sus planes está obtener un empleo más formal con la música, pues está convencido de que “si cada país tuviera un José Antonio Abreu, todo sería diferente”.