“Nunca más”: día 11 del juicio por la muerte de Fernando Báez Sosa
El juicio por la muerte de Fernando Báez Sosa empieza a llegar a su desenlace. El nuevo escenario de esta historia tendrá como protagonistas a los convocados por la defensa, que tratarán explicar, tres años después, qué pasó en 45 segundos de puños y patadas en el proceso que ahora los acusa de “homicidio doblemente culposo” contra Fernando.
Tomás Tarazona Ramírez
El muchacho pelinegro se mostraba angustiado mientras caminaba por la calle Belgrano. Solo faltaban 40 metros para llegar al Tribunal de Dolores (Argentina). Una expresión de alivio se dibujó en sus mejillas. Pero antes debía pasar esa enorme muralla de periodistas listos para atacarlos con las rejillas de sus micrófonos y los flashes de sus cámaras. El alivio se desvaneció en la brisa callejera. Solo duró unos cuantos segundos.
Tres años después de haber estado preso por la muerte de Fernando Báez Sosa, Juan Pedro Guarino volvía a pisar Dolores, esta vez para declarar qué sucedió esa noche que sus amigos, según los acusan, mataron al pibe de 18 años a patadas.
Varias son las peleas que un hombre enzarza en su vida, y en la vida de Juan Pedro Guarino la mayor de todas es contra los recuerdos.
—“¿Cómo fue su vida tras estar detenido (por la muerte de Fernando Báez)?”, preguntó Hugo Tomei, el abogado de la defensa.
—“Como una mierda”, contestaron los labios rebeldes de Guarino.
De contexto: Peritos encontraron manchas de sangre de Fernando Báez en la ropa de los acusados
A sus 19 años, Guarino fue arrestado dentro de una cárcel de Dolores durante 23 días por haber estado la noche en que los rugbiers golpearon a Fernando. La misma noche en que “los ocho verdugos”, como los describe la querella, dictaron sentencia “de muerte” contra el Fer.
Ninguna de las pruebas policiales, forenses o genéticas demostraron que Guarino tuviera relación en la muerte de Báez Sosa. Por lo que, 10 meses después de esa noche en Villa Gesell, la provincia al sur de Buenos Aires, Guarino fue absuelto y retirado del proceso por “homicidio culposo con alevosía”.
Juan Pedro Guarino transpiraba tristeza. Una picazón de desasosiego con aflicción. Su carita redonda y juvenil estaba a punto de llorar. La manzana de adán subió. Volvió a bajar. Y siguió su testimonio.
“Más vale la pena en el rostro, que la mancha en el corazón”, gritaría con un deje español Miguel de Cervantes.
- “¿Se movía la persona (Fernando) que estaba en el piso, Juan?”, disparó el abogado. Sus palabras apuntaban a Guarino, pero los dedos señalaban a la pantalla donde un cuerpo era pateado una y otra vez.
Guarino, el rugbier número 11, no levantó la mirada. En dos horas que declaró dentro del Tribunal Oral en lo Criminal N°2, Juan Pedro Guarino no permitió que sus pupilas se dirigieran a los imputados. A sus antiguos amigos.
De contexto: Uno de los acusados de la muerte de Fernando Báez tenía antecedentes
—“Por lo que llegué a ver, no se movía”. Y empezó ese extraño proceso de precipitación en que un sentimiento se transforma en lágrimas. El ciclo donde cada lágrima libera un poquito más el dolor.
Silvino Báez y Graciela Sosa (los padres de Fernando) tuvieron que salir del Tribunal. Cada escena representaba un dolor más. Ahí estaba su nene, pixel por pixel, una vez más como una prueba de tribunal.
“No nos ha quedado nada”, han repetido en cada noticiero argentino.
Nadie está obligado a declarar en su contra, afirma el derecho penal. Pero la situación de Guarino era “muy delicada”, como la bautizó El Clarín de Argentina. Guarino y otros dos jóvenes sobreseídos (absueltos) estaban obligados de decir la verdad ante la justicia, así eso implicara incriminar a sus antiguos amigos. O la verdad o el falso testimonio. O cantás o a la cana.
“Todos los días desde que pasó me pregunto si podría haber hecho algo para evitarlo”.
Silencio.
Entre los más de 100 testigos que han pasado por el costado izquierdo del Tribunal, Guarino fue uno más que no pudo acabar su relato. El extraño almizcle que se forma dentro de la boca entre lágrimas y palabras se lo impidió.
“Quiero que ellos (los rugbiers) se hagan cargo de lo que hicieron. La verdadera justicia de tener a Fernando de vuelta no va a pasar”.
Guarino se levantó apresurado. Cara bonachona. Cuerpo grueso y macizo. Rostro de no poder recordar más. De tener que salir por la calle Belgrano donde los camarógrafos esperaban su próxima presa.
De contexto: Día 1 del juicio por la muerte de Fernando Báez Sosa: hay un silencio enorme en casa
Muchas toneladas de emociones se han descargado en los estrados de la justicia argentina. Al estrellarse el mazo de un juez contra un frío trozo de madera se liberan emociones y sentimientos. Y mientras Guarino se alejaba entre sollozos por las calles de Dolores, el rugbier número 11 despidió dos palabras que quedarían inscritas en la madera barnizada del Tribunal.
Las mismas dos palabras que el fiscal Julio Strassera gritó en el alegato contra la junta militar de la dictadura argentina en 1985, Juan Pedro Guarino, el pibe que vio todo, pero no pudo hacer nada, las dijo con contundencia. Como quien cierra, no sin haber sufrido antes, un nuevo capítulo de su vida.
“Nunca más”.
***
- “¿Vos sabés lo que yo estoy sintiendo viendo a mi hermano esposado?”, gritó Francisco Thomsen con rudeza. En una misma pregunta combinó la ironía, el dolor y la tosquedad.
No. La periodista que segundos antes lo interrogaba no sabía. Nadie sabía.
De contexto: Día seis del juicio por la muerte de Fernando Báez Sosa: un cuerpo que habla
Thomsen rompió el espacio y con un quiebre de su cuerpo se alejó del lugar. Nadie sabía lo que viven los familiares de los ocho imputados. Los rugbiers tras las rejas de una cárcel, las familias condenadas por la sociedad.
“Digan lo que digan, sienten que sus hijos ya están condenados”, dijo hace algunos días Infobae.
¿Qué siente una madre al ver que a su nene le esperan 35 años de prisión? Los padres de los rugbiers salen camuflados, con anhelo infinito de verse invisibles y no recibir los insultos en las calles.
Son personas normales. Varios altos. Una que otra madre arrugada y con mirada de desilusión. Usan gorras. Esconden sus ojos tras lentes nacarados. Cierran sus bocas para que nada sea usado en contra de sus hijos.
Bien sabía Máximo Thomsen, el principal señalado de asesinar a Fernando, a sus 20 años que “a nosotros nos condenó la sociedad”. Cuando la jueza María Claudia Castro grite el veredicto en el Tribunal de Dolores, la justicia divina estará acechando a los rugbiers. Y por lo que queda de sus vidas, seguirán enfrentando la condena social de lo que pasó esa noche en Villa Gesell, a tan solo 370 km de Buenos Aires.
***
Rosalía se sentó con dificultad en el banquillo. Quizá era su cuerpo ancho el que la saboteaba. Muy probablemente la dificultad de tener que estar ahí para testificar contra su hijo. Empezaron las lágrimas. No había empezado el testimonio cuando Rosalía Zárate, la madre de Máximo Thomsen, se sentó en el Tribunal de Dolores a llorar.
¿Qué recuerdo sería el responsable de causar la lluvia de lágrimas?
¿Serán los 35 años de calabozo que los abogados quieren pedir por su hijo? ¿Haber tenido que renunciar como secretaria de Obras Públicas de Zárate por el quilombo que Máximo, su hijo inquieto, causó? ¿O era el cáncer que colonizaba cada centímetro de su piel?
El Código Penal Procesal establece que los padres y las madres no pueden declarar contra sus hijos, ¿qué hacía entonces Rosalía en Dolores?
De contexto: Las nuevas pruebas contra los presuntos asesinos de Fernando Báez
—“Durante estos tres años me apareció un tumor. Perdí un ojo y un oído. Todo esto (el juicio) nos afectó mucho”.
Alzó su brazo ancho y con una de las mangas limpió toda muestra de tristeza de su cara. Para Rosalía, la madre del rugbier que pateó con “más violencia” el rostro de Fernando, la rutina había cambiado poco.
—“Lo único que hago es salir de mi casa para ir a ver a mi hijo a la cárcel. Luego ir al médico”.
La audiencia parecía conmoverse. Pobre señora, mirá como llora. En el asiento de los imputados, Máximo Thomsen hacía muecas de tristeza. Su pecho erguido se desinfló. Su mirada fría se derritió lentamente. Y la carita de tez blanca, pelo rubio y facciones finas se destruyó. Cualquier prueba de dolo y saña se podían aguantar. Pero ya era otro nivel. Ver llorar a mi vieja, eso ya era parte de otro nivel.
―“No puedo más. No puedo seguir sobrellevando todo esto”, dijo con esfuerzo Rosalía. Antes de decir algún dato útil para las pesquisas judiciales, Rosalía Zárate de Thomsen se alejaría de los estrados y del Tribunal, siempre recordando lo que los tres años de acusaciones contra su hijo han sido en su vida: “una pesadilla”.
La cara de Thomsen lo decía todo y no contaba nada. Fue su primera expresión en 11 días de juicio. Quizá, allá en lo profundo de su inconsciente, Máximo Pablo Thomsen, el rugbier, el líder de la manada, el que tenía sangre de Fernando en sus zapatos, entendió que sus patadas en esa acera de Villa Gesell, causaron más de una víctima a su alrededor.
Se espera que el miércoles 18 de enero finalicen las audiencias por el asesinato de Fernando Báez Sosa. Curiosamente, ese día, el pibe cumplirá tres años de su último respiro. Hoy retomarán las declaraciones más familiares de los rugbiers en el Tribunal; unos quizá rezando para que no los condenen de por vida, y otros probablemente implorándole al santísimo, que, si los condenan, sea por poco tiempo.
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El muchacho pelinegro se mostraba angustiado mientras caminaba por la calle Belgrano. Solo faltaban 40 metros para llegar al Tribunal de Dolores (Argentina). Una expresión de alivio se dibujó en sus mejillas. Pero antes debía pasar esa enorme muralla de periodistas listos para atacarlos con las rejillas de sus micrófonos y los flashes de sus cámaras. El alivio se desvaneció en la brisa callejera. Solo duró unos cuantos segundos.
Tres años después de haber estado preso por la muerte de Fernando Báez Sosa, Juan Pedro Guarino volvía a pisar Dolores, esta vez para declarar qué sucedió esa noche que sus amigos, según los acusan, mataron al pibe de 18 años a patadas.
Varias son las peleas que un hombre enzarza en su vida, y en la vida de Juan Pedro Guarino la mayor de todas es contra los recuerdos.
—“¿Cómo fue su vida tras estar detenido (por la muerte de Fernando Báez)?”, preguntó Hugo Tomei, el abogado de la defensa.
—“Como una mierda”, contestaron los labios rebeldes de Guarino.
De contexto: Peritos encontraron manchas de sangre de Fernando Báez en la ropa de los acusados
A sus 19 años, Guarino fue arrestado dentro de una cárcel de Dolores durante 23 días por haber estado la noche en que los rugbiers golpearon a Fernando. La misma noche en que “los ocho verdugos”, como los describe la querella, dictaron sentencia “de muerte” contra el Fer.
Ninguna de las pruebas policiales, forenses o genéticas demostraron que Guarino tuviera relación en la muerte de Báez Sosa. Por lo que, 10 meses después de esa noche en Villa Gesell, la provincia al sur de Buenos Aires, Guarino fue absuelto y retirado del proceso por “homicidio culposo con alevosía”.
Juan Pedro Guarino transpiraba tristeza. Una picazón de desasosiego con aflicción. Su carita redonda y juvenil estaba a punto de llorar. La manzana de adán subió. Volvió a bajar. Y siguió su testimonio.
“Más vale la pena en el rostro, que la mancha en el corazón”, gritaría con un deje español Miguel de Cervantes.
- “¿Se movía la persona (Fernando) que estaba en el piso, Juan?”, disparó el abogado. Sus palabras apuntaban a Guarino, pero los dedos señalaban a la pantalla donde un cuerpo era pateado una y otra vez.
Guarino, el rugbier número 11, no levantó la mirada. En dos horas que declaró dentro del Tribunal Oral en lo Criminal N°2, Juan Pedro Guarino no permitió que sus pupilas se dirigieran a los imputados. A sus antiguos amigos.
De contexto: Uno de los acusados de la muerte de Fernando Báez tenía antecedentes
—“Por lo que llegué a ver, no se movía”. Y empezó ese extraño proceso de precipitación en que un sentimiento se transforma en lágrimas. El ciclo donde cada lágrima libera un poquito más el dolor.
Silvino Báez y Graciela Sosa (los padres de Fernando) tuvieron que salir del Tribunal. Cada escena representaba un dolor más. Ahí estaba su nene, pixel por pixel, una vez más como una prueba de tribunal.
“No nos ha quedado nada”, han repetido en cada noticiero argentino.
Nadie está obligado a declarar en su contra, afirma el derecho penal. Pero la situación de Guarino era “muy delicada”, como la bautizó El Clarín de Argentina. Guarino y otros dos jóvenes sobreseídos (absueltos) estaban obligados de decir la verdad ante la justicia, así eso implicara incriminar a sus antiguos amigos. O la verdad o el falso testimonio. O cantás o a la cana.
“Todos los días desde que pasó me pregunto si podría haber hecho algo para evitarlo”.
Silencio.
Entre los más de 100 testigos que han pasado por el costado izquierdo del Tribunal, Guarino fue uno más que no pudo acabar su relato. El extraño almizcle que se forma dentro de la boca entre lágrimas y palabras se lo impidió.
“Quiero que ellos (los rugbiers) se hagan cargo de lo que hicieron. La verdadera justicia de tener a Fernando de vuelta no va a pasar”.
Guarino se levantó apresurado. Cara bonachona. Cuerpo grueso y macizo. Rostro de no poder recordar más. De tener que salir por la calle Belgrano donde los camarógrafos esperaban su próxima presa.
De contexto: Día 1 del juicio por la muerte de Fernando Báez Sosa: hay un silencio enorme en casa
Muchas toneladas de emociones se han descargado en los estrados de la justicia argentina. Al estrellarse el mazo de un juez contra un frío trozo de madera se liberan emociones y sentimientos. Y mientras Guarino se alejaba entre sollozos por las calles de Dolores, el rugbier número 11 despidió dos palabras que quedarían inscritas en la madera barnizada del Tribunal.
Las mismas dos palabras que el fiscal Julio Strassera gritó en el alegato contra la junta militar de la dictadura argentina en 1985, Juan Pedro Guarino, el pibe que vio todo, pero no pudo hacer nada, las dijo con contundencia. Como quien cierra, no sin haber sufrido antes, un nuevo capítulo de su vida.
“Nunca más”.
***
- “¿Vos sabés lo que yo estoy sintiendo viendo a mi hermano esposado?”, gritó Francisco Thomsen con rudeza. En una misma pregunta combinó la ironía, el dolor y la tosquedad.
No. La periodista que segundos antes lo interrogaba no sabía. Nadie sabía.
De contexto: Día seis del juicio por la muerte de Fernando Báez Sosa: un cuerpo que habla
Thomsen rompió el espacio y con un quiebre de su cuerpo se alejó del lugar. Nadie sabía lo que viven los familiares de los ocho imputados. Los rugbiers tras las rejas de una cárcel, las familias condenadas por la sociedad.
“Digan lo que digan, sienten que sus hijos ya están condenados”, dijo hace algunos días Infobae.
¿Qué siente una madre al ver que a su nene le esperan 35 años de prisión? Los padres de los rugbiers salen camuflados, con anhelo infinito de verse invisibles y no recibir los insultos en las calles.
Son personas normales. Varios altos. Una que otra madre arrugada y con mirada de desilusión. Usan gorras. Esconden sus ojos tras lentes nacarados. Cierran sus bocas para que nada sea usado en contra de sus hijos.
Bien sabía Máximo Thomsen, el principal señalado de asesinar a Fernando, a sus 20 años que “a nosotros nos condenó la sociedad”. Cuando la jueza María Claudia Castro grite el veredicto en el Tribunal de Dolores, la justicia divina estará acechando a los rugbiers. Y por lo que queda de sus vidas, seguirán enfrentando la condena social de lo que pasó esa noche en Villa Gesell, a tan solo 370 km de Buenos Aires.
***
Rosalía se sentó con dificultad en el banquillo. Quizá era su cuerpo ancho el que la saboteaba. Muy probablemente la dificultad de tener que estar ahí para testificar contra su hijo. Empezaron las lágrimas. No había empezado el testimonio cuando Rosalía Zárate, la madre de Máximo Thomsen, se sentó en el Tribunal de Dolores a llorar.
¿Qué recuerdo sería el responsable de causar la lluvia de lágrimas?
¿Serán los 35 años de calabozo que los abogados quieren pedir por su hijo? ¿Haber tenido que renunciar como secretaria de Obras Públicas de Zárate por el quilombo que Máximo, su hijo inquieto, causó? ¿O era el cáncer que colonizaba cada centímetro de su piel?
El Código Penal Procesal establece que los padres y las madres no pueden declarar contra sus hijos, ¿qué hacía entonces Rosalía en Dolores?
De contexto: Las nuevas pruebas contra los presuntos asesinos de Fernando Báez
—“Durante estos tres años me apareció un tumor. Perdí un ojo y un oído. Todo esto (el juicio) nos afectó mucho”.
Alzó su brazo ancho y con una de las mangas limpió toda muestra de tristeza de su cara. Para Rosalía, la madre del rugbier que pateó con “más violencia” el rostro de Fernando, la rutina había cambiado poco.
—“Lo único que hago es salir de mi casa para ir a ver a mi hijo a la cárcel. Luego ir al médico”.
La audiencia parecía conmoverse. Pobre señora, mirá como llora. En el asiento de los imputados, Máximo Thomsen hacía muecas de tristeza. Su pecho erguido se desinfló. Su mirada fría se derritió lentamente. Y la carita de tez blanca, pelo rubio y facciones finas se destruyó. Cualquier prueba de dolo y saña se podían aguantar. Pero ya era otro nivel. Ver llorar a mi vieja, eso ya era parte de otro nivel.
―“No puedo más. No puedo seguir sobrellevando todo esto”, dijo con esfuerzo Rosalía. Antes de decir algún dato útil para las pesquisas judiciales, Rosalía Zárate de Thomsen se alejaría de los estrados y del Tribunal, siempre recordando lo que los tres años de acusaciones contra su hijo han sido en su vida: “una pesadilla”.
La cara de Thomsen lo decía todo y no contaba nada. Fue su primera expresión en 11 días de juicio. Quizá, allá en lo profundo de su inconsciente, Máximo Pablo Thomsen, el rugbier, el líder de la manada, el que tenía sangre de Fernando en sus zapatos, entendió que sus patadas en esa acera de Villa Gesell, causaron más de una víctima a su alrededor.
Se espera que el miércoles 18 de enero finalicen las audiencias por el asesinato de Fernando Báez Sosa. Curiosamente, ese día, el pibe cumplirá tres años de su último respiro. Hoy retomarán las declaraciones más familiares de los rugbiers en el Tribunal; unos quizá rezando para que no los condenen de por vida, y otros probablemente implorándole al santísimo, que, si los condenan, sea por poco tiempo.
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