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Fui de la generación que creció en los años 80 escuchando cómo los adultos alababan la gestión del general Maximiliano Hernández Martínez, el último dictador que gobernó El Salvador entre 1931 y 1944. Martínez se mantuvo en el poder inconstitucionalmente durante 13 años, después de que los golpistas de Arturo Araujo lo subieran a la silla presidencial en diciembre de 1931.
El general Martínez criminalizó a jornaleros, controló a la prensa, torturó a los delincuentes comunes, promovió políticas antisemitas, llenó las calles de militares, propició el despojo de tierras campesinas; y en 1932, ordenó la mayor matanza indígena de la historia reciente salvadoreña. La dictadura fue cruelmente clasista, con el afán de apropiarse de las tierras, golpeaba duro a la clase pobre rural y favorecía a la oligarquía.
El Salvador de 2023 no se aleja de aquella realidad de los años 30: militarización desmedida, prolongado régimen de excepción, estigmatización y criminalización de la pobreza como sinónimo de vínculos con pandillas, ataques a la prensa independiente, despojo de tierras y, por supuesto, la reelección inconstitucional. El presidente Nayib Bukele está volviendo a las dictaduras que la población aplaude.
Parte del éxito de estos regímenes autoritarios viene de la falta de educación política. En países como El Salvador, la población aplaude la violación en masa de derechos humanos; así como la propaganda gubernamental que sistemáticamente se distribuye en medios de comunicación y redes sociales, y que replica hasta la saciedad los “logros” del régimen.
Bukele, publicista de profesión, ha instalado en el imaginario colectivo nacional e internacional la falsa idea “acabar” con las pandillas, cuando ha sido un presidente más en pactar con estos grupos criminales. Su show mediático lo ha llevado a prolongar por más de 17 meses el régimen de excepción, que ha servido para callar voces disidentes, criminalizar a líderes campesinos y ambientales.
El Salvador actual pasa por una crisis económica, social y política como en los años 30. Ahora, se habla de hambre, delincuencia, corrupción y gentrificación. En cuatro años, la gestión Bukele ha llevado al retroceso democrático, despojando de independencia a los poderes legislativo y judicial, cooptando al Estado para beneficio de las élites que gobiernan el país; así como el general Martínez sirvió a la oligarquía.
En ese contexto, el 6 de septiembre, el Tribunal Supremo Electoral salvadoreño llamó a las elecciones generales de 2024, en donde se definirán: presidente y vicepresidente, diputados y alcaldes, así como diputados al Parlamento Centroamericano.
A cinco meses de las próximas elecciones, Bukele y su partido Nuevas Ideas se perfilan como las cartas ganadoras. Pero ese andamiaje lo construyó de modo acelerado en los últimos cuatro años; al aplastar y casi desaparecer a la oposición política y quebrar a los gobiernos locales con la reducción al mínimo de fondos estatales.
La Asamblea Legislativa, además, modificó la distribución política de los 262 municipios que ahora son 44. Este nuevo mapa político favorece al oficialismo, lo que significará mayor centralización del poder y el afincamiento del totalitarismo.
Crecí escuchando expresiones positivas sobre un dictador clasista que perseguía a los pueblos indígenas, y ahora a mis 40 años, sufro las consecuencias de un régimen autoritario e injusto que mantiene preso a mi padre desde hace siete meses. Un régimen que se consolidará como dictadura en las urnas en 2024.
El Salvador no ha aprendido a amarse ni un tantito y sigue repitiendo la historia que lo sangra día con día.
*Periodista en el medio salvadoreño MalaYerba
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