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El principal resultado de la tan esperada reunión del presidente Duque con el presidente Biden fue la noticia de que Biden designaría a Colombia como un “aliado principal extra-Otán”. En América Latina, Colombia se uniría a Brasil y Argentina en la obtención de ese estatus. El estatus confiere un mayor acceso a ciertas formas de equipo militar, entrenamiento, y otros tipos de cooperación militar de los EE. UU., pero el impacto principal es su valor simbólico.
Es una pena que el presidente Biden haya elegido hacer esto en este momento. Es quizás inevitable que Colombia reciba este estatus. Pero ofrecerlo ahora envía un mensaje cínico, ya que hace menos de un año que la Policía Nacional de Colombia reprimió brutalmente a los manifestantes a través el país. Todavía no se han considerado reformas integrales de la policía, como el establecimiento de controles externos y el traslado de la institución a un ministerio civil. Está lejos de lograr la justicia para los jóvenes manifestantes muertos y heridos. Este cinismo se ve intensificado por los mensajes elogiosos sobre la policía durante el reciente diálogo de alto nivel entre Estados Unidos y Colombia y la retórica vacía de la celebración bilateral de los 200 años de relaciones entre Estados Unidos y Colombia.
El segundo resultado fue el anuncio de un marco migratorio para todo el hemisferio que se dará a conocer en la Cumbre de las Américas. La idea de un pacto migratorio en todo el hemisferio es loable: se necesita la cooperación de muchos países para gestionar la migración masiva y los flujos de refugiados. El presidente Biden reconoció apropiadamente las políticas notablemente generosas de Colombia para aceptar refugiados y migrantes venezolanos. Pero Estados Unidos también tiene su propia responsabilidad. Las organizaciones estadounidense que apoyan la reforma migratoria esperan que dicho acuerdo migratorio respete los derechos de los migrantes y refugiados a elegir dónde quieren buscar seguridad y protección. Y cualquier acuerdo de este tipo no debería reemplazar la obligación de Estados Unidos de restablecer el acceso a la protección, incluido la habilidad de aplicar para el asilo en la frontera entre Estados Unidos y México. Hasta ahora, el presidente Biden no ha logrado restaurar por completo el acceso al asilo, bloqueado por los tribunales para que no ponga fin a la cruel política que obliga a los solicitantes de asilo a permanecer en México, y optó por no levantar la Orden Fronteriza del Título 42, que utiliza la excusa de la pandemia para devolver los solicitantes de asilo a México o negarles acceso en la frontera entre los EE. UU. y México.
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La declaración conjunta publicada por los presidentes Duque y Biden luego de su reunión cubrió la complejidad de la agenda de EE. UU. y Colombia, incluida la cooperación en seguridad, la política antinarcótica y la migración, pero también mencionó la implementación del acuerdo de paz, la equidad racial, la energía sostenible y los derechos humanos. Y, de hecho, Estados Unidos está apoyando activamente algunos de estos objetivos vitales, incluso a través de los programas estratégicos de USAID que trabajan con comunidades afrocolombianas e indígenas, contribuyen a la titulación de tierras y apoyan las víctimas en su búsqueda de verdad y justicia. Sin embargo, los comentarios públicos de los presidentes y las principales conclusiones del encuentro mostraron a dos presidentes aprovechándose el uno del otro: Biden usando a Colombia en cuanto a Ucrania, contrarrestando la influencia rusa en América Latina y absorbiendo refugiados y Duque tratando de reforzar la imagen internacional de su partido a solo tres días de las elecciones al Congreso de Colombia. Los discursos de los presidentes fueron notables por lo que no lograron enfocar. Y eso fue—Colombia. Especialmente la actual crisis de derechos humanos en el país.
Mientras escuchaba a los presidentes Biden y Duque felicitarse mutuamente y hablar sobre Ucrania, la migración y las maravillas de la cooperación en seguridad entre Estados Unidos y Colombia, yo no dejaba de pensar en los colombianos que luchan por construir la paz sobre el terreno, una tarea mucho más difícil con un acuerdo de paz que se está desmoronando. Los 138 defensores y defensoras de derechos humanos asesinados en Colombia el año pasado, según Front Line Defenders, más que en cualquier país del mundo, tres veces más que en el siguiente país más peligroso. Los líderes afrocolombianos en riesgo por llevar a sus comunidades a erradicar la coca sin suficiente apoyo y protección del gobierno colombiano. Las comunidades indígenas frente al reclutamiento forzado de sus hijos por parte de grupos armados ilegales. Los líderes que luchan por convencer al gobierno de implementar fielmente las promesas del Capítulo Étnico de los acuerdos. Los más de 300 excombatientes de las FARC que dejaron las armas y fueron asesinados. Los más de 78.000 colombianos obligados a huir de sus hogares el año pasado en un conflicto que nunca termina. Las valientes víctimas que están poniendo su confianza en el sistema de justicia transicional y dando sus desgarradores testimonios e informes ante la Comisión de la Verdad y la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP). Las mujeres impávidas que no dejan de trabajar para que se haga justicia por los crímenes de violencia sexual ocurridos en el conflicto armado.
Y pienso en los jóvenes de Primera Línea, que se manifestaron por sus derechos y fueron baleados, heridos y asesinados por la policía. Los habitantes de Siloé, Cali, quienes fueron baleados por la fuerza pública cuando se congregaban para una velatón por un joven asesinado el día anterior. La minga indígena, trayendo su música y su determinación pacífica, quienes fueron atacados por civiles armados y policías. Los defensores de derechos humanos, los líderes religiosos y las brigadas médicas que intentaron ayudar a los manifestantes y que se convirtieron en blancos. Las madres y los padres de los jóvenes asesinados en las protestas, quienes aún no ven justicia por lo sucedido a sus hijos e hijas.
El asesinato de defensores de derechos humanos en Colombia no ha disminuido. El derecho a la protesta está bajo ataque. El frágil acuerdo de paz de Colombia necesita atención desesperadamente. Pero ese no parecía ser el tema de conversación de nuestros presidentes.
* Codirectora de Grupo de Trabajo para Asuntos Latinoamericanos en Washington, DC (LAWG, por su sigla en inglés).
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