Palabras desde el destierro: a estos nicaragüenses oponerse les costó la libertad
José Alejandro Quintanilla Hernández y Max Jerez Meza son parte del grupo de los más de 200 presos políticos que fueron sacados de sus celdas en Nicaragua y enviados a Estados Unidos. Por un lado, Quintanilla Hernández viene de una familia sandinista, pero se unió a la oposición desde 2018. Por el otro, Jerez Meza fue delegado en los diálogos instaurados después de las marchas en contra de Ortega.
María José Noriega Ramírez
Era un día como cualquier otro en la prisión. Ya había pasado el tiempo de la limpieza y la cena. Sorpresivamente les entregaron la ropa de civil y les dijeron “vístanse”. Llegaron con una lista y empezaron a mencionar unos nombres. “Grábense esto: bus número dos, bus número tres, bus número cuatro”. Según eso, los agruparon en varias celdas. “No nos hagan preguntas, nosotros no sabemos nada. Solo los estamos alistando. No hagan mucho ruido”, eran las únicas palabras que escuchaban a su alrededor. De un momento a otro se dirigieron hacia la carretera norte de Managua y llegaron a una pista del aeropuerto. Allí los estaba esperando un comisionado, que les advirtió: “Ustedes están siendo enviados a Estados Unidos de Norteamérica. Van a firmar esta hoja y el que no lo quiera hacer me avisa y se regresa conmigo”. El papel no decía mucho: “Yo (y estaba escrito el nombre de cada uno) acepto viajar a Estados Unidos, tras cumplir todos los requerimientos de ley”. Así los sacaron del país.
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Era un día como cualquier otro en la prisión. Ya había pasado el tiempo de la limpieza y la cena. Sorpresivamente les entregaron la ropa de civil y les dijeron “vístanse”. Llegaron con una lista y empezaron a mencionar unos nombres. “Grábense esto: bus número dos, bus número tres, bus número cuatro”. Según eso, los agruparon en varias celdas. “No nos hagan preguntas, nosotros no sabemos nada. Solo los estamos alistando. No hagan mucho ruido”, eran las únicas palabras que escuchaban a su alrededor. De un momento a otro se dirigieron hacia la carretera norte de Managua y llegaron a una pista del aeropuerto. Allí los estaba esperando un comisionado, que les advirtió: “Ustedes están siendo enviados a Estados Unidos de Norteamérica. Van a firmar esta hoja y el que no lo quiera hacer me avisa y se regresa conmigo”. El papel no decía mucho: “Yo (y estaba escrito el nombre de cada uno) acepto viajar a Estados Unidos, tras cumplir todos los requerimientos de ley”. Así los sacaron del país.
José Alejandro Quintanilla Hernández, conocido como Álex Hernández, fue uno de ellos. A él, como a los otros 200 presos políticos que fueron deportados por Daniel Ortega, lo recibió un cuerpo diplomático de Estados Unidos. Sin mucha más información, hizo una larga fila para el ingreso. “No teníamos más detalles”, cuenta Quintanilla Hernández, quien en dos ocasiones fue prisionero del régimen. Llegó a Washington sin familia, pues la suya sigue en Nicaragua, y por eso también guarda algo de prudencia al hablar. Está viviendo en la casa de unos amigos, hasta tener más información sobre los procesos que se están gestionando y poder tomar decisiones de aquí en adelante. Sobre su vida política, dice que no está seguro de qué va a pasar. Más bien no ha pensado mucho en ese tema. Su prioridad es estabilizarse y curar sus heridas. Pasó de estar preso, donde lo amedrentaron psicológicamente y lo mantuvieron apartado del mundo, a estar en una tierra ajena, extraña. “Todo se ve un poco lejano. Vengo de estar en aislamiento por año y medio, y las lecturas que tengo de mi país son muy vagas”.
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Él, que creció en el seno de una familia sandinista, la cual participó activamente en la insurrección en contra de la dictadura de Somoza, vivió permeado de las enseñanzas y luchas de su abuelo, su papá y sus tíos. Militó en el sandinismo y su misión era seguir en sus filas. Creía que no había algo por fuera de él que pudiera beneficiar al país, pues “los otros partidos eran corruptos, o más corruptos que el mismo frente”. Participó en varios procesos electorales como parte del tendido electoral, pero entendió que ese no era el camino. “Me di cuenta de que no era lo que quería para mí. No me interesaba hacer un servicio a la democracia del país si implicaba participar de procesos electorales fraudulentos”. Y así, la última vez que apoyó unas elecciones fue en 2016.
Una “epifanía ciudadana”, como la llama, lo alejó de la militancia que le corría por las venas, y lo acercó, eventualmente, a la oposición. Renunció a ser parte de “una maquinaria antiética e inhumana”, como él mismo la denomina, a pesar de las consecuencias. “Cuando vieron que el 19 de abril estaba encabezando la marcha contra el régimen, identificaron que una persona que antes estaba con el gobierno ahora les estaba haciendo ruido. Pero no soy el único: hay muchos jóvenes que tienen padres y abuelos sandinistas, y ellos, como yo, decidieron no seguir con el legado del sandinismo, que le ha traído daños irreparables a la sociedad, que no tiene ningún respeto por la vida”. Tuvo que huir de las caravanas de la muerte, que perseguían a los opositores, y vio cómo, a sangre y fuego, los tranques fueron derribados durante el estallido social de 2018. Sabía que caer preso era una posibilidad, y como tal la asumió.
Max Jerez Meza, quien también salió de una celda nicaragüense directo a Washington, pero que ahora se encuentra en California, piensa algo similar. “La posibilidad de que me arrestaran, incluso de que me mataran, la tenía clara. Era plenamente consciente de eso, además, porque estudiaba ciencia política y entendía cómo actúan los regímenes totalitarios”. Muchos le advirtieron: “No lo hagas, es peligroso”, pero no los escuchó. “Si todos decidimos someternos, estos regímenes totalitarios permanecerán en el poder y no estoy dispuesto a eso. Si no se asume el riesgo, si todos callamos, esto seguirá”.
En su memoria permanece el recuerdo de cómo cambió la escuela con el regreso al poder de Daniel Ortega en 2007. Para ese entonces él era un estudiante de 13 años, que percibió una transformación abrupta: como ocurrió con las demás instancias públicas, la educación se politizó, pasó a ser partidaria. Él, que cree en la discusión, en el debate, desde su adolescencia vivió en un país donde los espacios públicos son cada vez más cerrados, donde las conversaciones y discusiones son prohibidas y reprimidas. Lo experimentó en carne propia.
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“Esa no es la Nicaragua que quiero” es el pensamiento que lo llevó a participar activamente de las marchas contra el régimen. Es la premisa que lo direccionó a ser el cofundador de la Alianza Universitaria Nicaragüense y a convertirse en un delegado negociador en la segunda ronda de diálogos, establecida después del estallido social de 2018. Insistió, en representación de miles más, que su país necesita buscar una solución al problema político de fondo, que es la falta de libertades y la ausencia de democracia. Instaurar procesos de diálogo y de negociación fueron algunas de sus propuestas. “Creímos que esta era una ventana de oportunidad para tratar de buscar una salida, pero la voluntad política del régimen de Ortega fue nula, pues ya tenía trazada su línea de acción enfocada en la violencia. No pudimos hacerle frente a eso”.
El precio que pagó por resistirse fue alto: recién fue encarcelado en el Chipote, permaneció por varios meses en una celda de castigo, que tenía dos planchas de concreto y una colchoneta, y que no medía más de dos metros cuadrados. No había forma de tener contacto con el mundo exterior, con nadie. Solo hablaba y pensaba consigo mismo. Sintió desesperación, porque luego del aislamiento se enfrentó, como muchos más, a interrogatorios a cualquier hora del día, incluso en la madrugada, a lo largo de un año y medio. No importó el proceso legal y la instancia de los casos, pues fueron interpelados en el proceso de investigación, enjuiciamiento y condena. “Era absurdo. Les preguntábamos a los detectives por qué nos seguían interrogando, si ya estábamos sentenciados, pero ellos persistían en eso”. En palabras de Quintanilla Hernández: “Trataban de hacerles daño a nuestras mentes”.
A Jerez Meza lo marcó la muerte de su mamá y el hecho de que, como ocurrió mientras estaba aislado en la celda de castigo, solo supo de su fallecimiento hasta un mes después. Pero en medio de ello reconoce que, además de los momentos de desesperación, incomunicación e impotencia, también presenció gestos de fortaleza. “Hubo momentos que nos edificaron el espíritu: mis compañeros no se dejaron abatir, había fuerza y convicción. Nos transmitíamos mensajes de ánimo, aunque fuera a través de las paredes, por medio de las voces, pero también con señas. Esto hacía que cada uno de nosotros confiara y mantuviera la esperanza en nuestra propia liberación”, la que muchas veces esperaron en medio de falsas expectativas y que hoy, en medio del destierro y la desnacionalización, es una realidad. “Esto fue una decisión desesperada. Como no pudo doblegarnos en nuestro espíritu de lucha por la libertad, cree que esa es la forma de eliminarnos. No me siento menos nicaragüense por esa decisión. No le reconozco esa autoridad a la dictadura de Ortega. La patria la llevo en el corazón y estoy seguro de que pronto regresaremos”. Algo similar dice Quintanilla Hernández: “No hay nada que pueda quitarme lo nicaragüense que soy, nada. Al contrario, al hacer énfasis en quitarnos la condición de nacionales, lo que está haciendo es volvernos más nicaragüenses entre los nicaragüenses”.
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