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“¿Está bien, señora?”, preguntó la jueza María Claudia Castro al comienzo del juicio. Graciela Sosa, la señora, permaneció en silencio. Algunos mechones de su pelo rubio camuflaban la mirada apagada y triste que Graciela tenía a la hora de hablar. Entre sollozos, mientras las comisuras de sus labios temblaban de vez en cuando, Graciela empezó a relatar cómo fue que su hijo terminó muerto.
Graciela Sosa era la mamá de Fernando Báez Sosa, el estudiante de abogacía que fue golpeado hasta la muerte en Villa Gesell, un pueblito a pocas horas de Buenos Aires. Ese día Graciela había asistido al Palacio de Tribunales Dolores para que reconstruyeran cómo fue la muerte de su hijo.
Graciela siguió callada. Mientras un crucifijo plateado patrullaba de cerca su corazón, empezó a reconstruir cómo fue la muerte de su nene, de su Fer. Mientras hablaba, la cara de Fernando, impresa en un broche redondo que colgaba de su blusa, acompañaba el relato del crimen.
“Nunca más voy a poder abrazarlo”, dijo Graciela semanas antes del juicio. Sin embargo, allí estaba Fernando, cerca de su pecho, con una consigna que se ha repetido varias veces en la nación argentina: “Justicia para Fernando”. La justicia divina y la justicia del hombre dentro de un mismo recinto.
A sus 18 años, Fernando Báez Sosa fue “emboscado” por ocho jóvenes a la salida de un boliche (discoteca). Puños, patadas y trompadas empezaron uno a uno a quitarle la fuerza vital a Fernando. ¡Pum! Un puño a la cara. Primer golpe: patada en la cabeza. Segundo golpe: porrazo en la nuca. Y el resultado: Fernando boca arriba termina inconsciente.
Sus amigos trataron de levantarlo. Quizá fue solo una buena paliza. El parte: “paro cardiaco traumático por shock […] producido por múltiples traumatismos de cráneo”. En una acera de Villa Gesell, a las 5 a. m., Fernando se encontraba muerto.
***
En la sala de audiencias del Palacio de Tribunales de Dolores estaban los acusados. Ocho jugadores de rugby oriundos de Zárate: Máximo Thomsen, Luciano Pertossi, Lucas Pertossi, Ciro Pertossi, Ayrton Viollaz, Enzo Comelli, Matías Benicelli y Blas Cinalli. Todos de ellos responsables de alguna manera de la muerte de Fernando. Ninguno de ellos mayor de 22 años al momento de la golpiza.
Los ocho eran miembros del equipo de rugby. Todos unos rugbiers. Musculosos, cabello corto y pecho erguido. Los acusados permanecían sentados en las primeras filas del Tribunal con los tapabocas ocultando sus gestos faciales. Antes del inicio del juicio que decidiría si son condenados a cadena perpetua, fueron trasladados uno a uno por el Servicio Penitenciario Bonaerense. Esposados. Escoltados. Insultados por todo el país.
La defensa de los rugbiers se centró en proponer la nulidad de los cargos y el proceso. Defendidos por Hugo Tomei, la defensa de los jugadores se centró en buscar deslegitimar las pruebas que se presentarán a lo largo del juicio. Sin embargo, una vez más, Tomei ya había visto rechazada su propuesta de nulidad porque, según él, no se respetó el debido proceso a sus defendidos.
Con postura recta, fueron testigos de los testimonios de los padres de Fernando. “En apariencia imperturbables”, escucharon el relato de cómo sus puños, bofetadas y patadas dieron muerte al estudiante esa noche en Le Brique, según contó Guillermo Villareal, periodista que cubrió la audiencia.
Tomei, calvo y de barba negruzca, incluso llegó a manifestar que sus defendidos no sabían de qué se les acusa.
***
Sentada en el banco de interrogatorios, Graciela hubo de recordar, fotograma por fotograma, lágrima por lágrima, cómo fue que Fernando murió.
“Éramos siempre los tres juntos, inseparables”. Las memorias empezaron a doler, y mientras Graciela hablaba, su garganta y expresiones la delataban más y más. Empezó a llorar. Hasta que llegó al momento en el relato de su vida en que su único hijo, a sus 18 años, ya no estaba más.
“No comprendo cómo chicos de la edad de Fer le hicieron esto. Lo atacaron en la espalda, le reventaron la cabeza”, pronunció entre recuerdos Graciela.
“¿Está bien, señora?”, le preguntó la jueza María Claudia Castro. La togada le ofreció una pausa a su testimonio al temer que la señora no podría seguir por su aspecto enfermo y triste. Graciela se negó.
“No, está bien. Esta soy ahora”.
Y antes de pararse, y dar lugar a Silvino Báez para que contara su historia, Graciela recordó el día en que antes de viajar a Villa Gesell, la ciudad que lo vería morir, Fernando le dijo a su mamá que “la maldad no existe”.
***
Llegó Silvino al estrado. Ahora era su turno de declarar. Silvino, con camiseta polo negra y una mirada cercana al cansancio, empezó su versión.
En aquella mañana el teléfono sonó. “Soy el comisario Rosales, lo estoy llamando desde Villa Gesell. Su hijo murió en una riña”, empezó el relato del padre. Y así fue la crónica de una muerte ya confirmada.
El señor Báez fue el encargado de reconocer a su hijo dentro de los edificios de la morgue. “Fue duro porque una parte de mi estaba tirada en una bandeja de acero inoxidable con la cabeza reventada”, siguió el testimonio de Silvino.
“Acá están escuchando el relato de un padre que lo ha perdido todo: la felicidad, las ganas de vivir, de luchar y perdió […] el abrazo de su hijo”.
Terminó la primera sesión del juicio. Y mientras Silvino se levantaba del estrado y salía del instituto judicial, se levantó el orden del día.
“Sentí como madre que no estaban arrepentidos”, se refirió Graciela al acabar la sesión. Y otra vez, mientras Fernando acompañaba a su madre, esta vez mediante los recuerdos, hizo conocer su postura: ella no estaba “en busca de venganza, lo que queremos es justicia”.
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