¿Quién controla las prisiones de Latinoamérica? ¿El hampa o los guardias?
La población carcelaria de Latinoamérica se ha disparado en las últimas dos décadas, un crecimiento impulsado por medidas más severas como la prisión preventiva. Sin embargo, los gobiernos de la región no han destinado suficientes recursos para manejar este aumento y, más bien, a menudo han cedido el control a los reclusos, según expertos penalistas.
Maria Abi-Habib, Annie Correal y Jack Nicas
Las penitenciarías de la región, en lugar de combatir al crimen, se han convertido en refugio y centros de reclutamiento de las bandas criminales que impulsan un aumento de la violencia.
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Las penitenciarías de la región, en lugar de combatir al crimen, se han convertido en refugio y centros de reclutamiento de las bandas criminales que impulsan un aumento de la violencia.
El ejército de Ecuador fue enviado a recuperar el control de las prisiones el mes pasado, luego de que dos cabecillas importantes se fugaron y bandas criminales organizaron con rapidez una serie de disturbios que paralizaron el país.
La semana pasada, dos reclusos en Brasil con conexiones a una pandilla importante se convirtieron en los primeros en escapar de una de las cinco prisiones de máxima seguridad del país, según las autoridades.
Las autoridades en Colombia declararon una emergencia carcelaria después de que dos guardias fueron asesinados y varios más han sido blanco de lo que el gobierno calificó de represalias por su mano dura contra las principales organizaciones delictivas.
Al interior de las prisiones de toda Latinoamérica, grupos criminales ejercen una autoridad irrestricta sobre los presos, a quienes brindan protección o artículos básicos, como comida, a cambio de dinero.
Las prisiones también sirven como una suerte de refugio seguro para los líderes criminales encarcelados para que puedan dirigir a distancia y desde la reclusión sus grupos delictivos y ordenan asesinatos, organizan contrabando de drogas a Estados Unidos y Europa y coordinan secuestros y extorsiones a negocios locales.
A menudo, cuando las autoridades intentan restringir el poder que los grupos delincuenciales ejercen tras las rejas, sus líderes mandan a sus secuaces en el exterior de las prisiones a contraatacar.
“El principal centro de gravedad, el control que tiene el crimen organizado, está dentro de los centros carcelarios”, dijo Mario Pazmiño, coronel retirado y exdirector de inteligencia del ejército ecuatoriano que funge como analista en temas de seguridad.
“Ahí funcionan, digamos, los puestos de dirección, los puestos de mando”, añadió. Es “donde se dan las órdenes y disposiciones para que convulsionen el país”.
La población carcelaria de Latinoamérica se ha disparado en las últimas dos décadas, un crecimiento impulsado por medidas más severas como la prisión preventiva. Sin embargo, los gobiernos de la región no han destinado suficientes recursos para manejar este aumento y, más bien, a menudo han cedido el control a los reclusos, según expertos penalistas.
Quienes son enviados a prisión con frecuencia enfrentan una decisión: unirse a un grupo criminal o sufrir su ira.
Como resultado, los centros penitenciarios se han tornado en una pieza clave en el reclutamiento para los carteles y las pandillas más violentos de América Latina, con lo que refuerzan, y no pierden, su control de la sociedad.
En su mayoría, las autoridades carcelarias —mal financiadas, sobrepasadas en número, saturadas y que a menudo reciben sobornos— se han rendido ante los líderes criminales en muchas prisiones a cambio de una paz frágil.
Las bandas delictivas controlan total o parcialmente mucho más de la mitad de las 285 prisiones de México, según los expertos. En Brasil, el gobierno a menudo distribuye la población penitenciaria según su afiliación criminal para evitar la agitación. En Ecuador, los analistas dicen que la mayoría de las 36 prisiones del país tienen algún grado de control criminal.
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“La pandilla está resolviéndole un problema al gobierno”, dijo Benjamin Lessing, profesor de ciencia política de la Universidad de Chicago que estudia bandas y prisiones latinoamericanas. “Esto le da a las bandas un tipo de poder que es muy difícil de medir pero también difícil de sobreestimar”.
La población de las prisiones latinoamericanas aumentó en un 76 por ciento de 2010 a 2020, según el Banco Interamericano de Desarrollo, lo que excede por mucho el aumento poblacional del 10 por ciento que experimentó la región en el mismo periodo.
Muchos países han impuesto políticas de aplicación de la ley más estrictas, entre ellas sentencias más prolongadas y más condenas por delitos menores relacionados con las drogas, lo que ha llevado a la mayoría de las cárceles de la región a sobrepasar su máxima capacidad.
Al mismo tiempo, los gobiernos han priorizado la inversión en las fuerzas de seguridad como una forma de atacar la delincuencia y mostrar al público que hacen algo, en lugar de invertir en las cárceles, que son menos visibles.
Brasil y México, los países latinoamericanos más poblados y con las mayores poblaciones carcelarias, invierten poco en las prisiones: el gobierno de Brasil gasta unos 14 dólares diarios por preso mientras que México gasta unos 20 dólares. Estados Unidos gastaba unos 117 dólares diarios por recluso en 2022. Los guardias penitenciarios de América Latina también reciben salarios ínfimos, lo que los vuelve susceptibles a los sobornos de las bandas que buscan ingresar contrabando o ayuda para que los detenidos de alto perfil puedan escapar.
Las autoridades federales de Brasil y Ecuador no respondieron a los pedidos de comentarios, mientras que las autoridades federales de México rechazaron hacer comentarios. En general, las prisiones federales en México y Brasil cuentan con mejor financiamiento y condiciones que sus prisiones estatales.
El estado de Río de Janeiro, que gestiona algunas de las prisiones más mala fama de Brasil, afirmó en una declaración que por décadas ha separado a los presos según su afiliación para “garantizar su seguridad física” y que la práctica está permitida por la legislación brasileña.
Algunos líderes criminales viven con relativa comodidad tras las rejas, lo que refleja el poder que tienen las bandas de las prisiones, donde operan tiendas de comestibles, clubes nocturnos y áreas de peleas de gallos, y a donde en ocasiones llevan de contrabando a sus familiares para que vivan con ellos.
Los expertos aseguran que las prisiones ecuatorianas son un ejemplo modélico de los problemas que aquejan a los sistemas penitenciarios en Latinoamérica y de la dificultad de atenderlos.
Los disturbios de enero estallaron después de que el presidente recientemente electo de Ecuador intentara aumentar la seguridad en las prisiones luego de que una investigación realizada por la fiscala general del país mostró que un cabecilla encarcelado, que se enriqueció con el tráfico de cocaína, había corrompido a jueces, oficiales de policía, guardias e incluso al exdirigente del sistema penitenciario.
El presidente de Ecuador, Daniel Noboa, planeaba transferir a varios líderes delictivos a una prisión de máxima seguridad, dificultando así la operación de sus negocios ilícitos.
Pero dichos planes se filtraron a los líderes de las bandas y uno desapareció de un centro penitenciario.
La búsqueda subsiguiente dentro de la prisión ocasionó disturbios en las cárceles del país, tras los cuales escaparon decenas de presos, entre ellos el líder de otra poderosa banda.
Las bandas también ordenaron a sus miembros que atacaran en el exterior, dijeron los expertos. Secuestraron oficiales de policía, quemaron vehículos, detonaron explosivos y tomaron brevemente el control de una gran cadena de televisión.
Noboa respondió con el decreto de un conflicto armado interno, autorizando al ejército a actuar contra las bandas en las calles e intervenir en las prisiones. En al menos una prisión se despojó a las personas privadas de su libertad de la ropa interior y se confiscaron y quemaron sus pertenencias, según el ejército y videos en las redes sociales.
Las escenas recordaban a algunas en El Salvador, en donde el presidente Nayib Bukele declaró un estado de excepción en 2022 para abordar la violencia de las pandillas. Unas 75.000 personas han sido encarceladas en ese país, muchas de ellas sin el debido proceso, de acuerdo con grupos de derechos humanos.
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El dos por ciento de todos los salvadoreños están encarcelados, la proporción más alta del mundo, según World Prison Brief, una base de datos recopilados por Birkbeck, Universidad de Londres.
Las tácticas de Bukele han diezmado a las pandillas callejeras del país, revertido años de violencia terrible y ayudado a asegurarle un segundo mandato.
Pero los expertos aseguran que miles de personas inocentes han sido encarceladas.
“¿Qué consecuencias tiene esto?”, dijo Carlos Ponce, experto en El Salvador y profesor asistente en la Universidad del Fraser Valley en Canadá. “Esto los va a marcar a ellos y sus familias de por vida”.
El frecuente uso de la prisión preventiva por toda la región para combatir la delincuencia ha ocasionado que muchas personas desfallezcan durante meses e incluso años en prisión a la espera de ser enjuiciados, aseguran grupos de defensa de derechos humanos. La práctica afecta especialmente a los más pobres, quienes no pueden pagar abogados y a menudo se enfrentan a un sistema judicial que avanza con lentitud y está saturado.
En los primeros siete meses del estado de excepción de El Salvador, el 84 por ciento de los arrestados se encontraba en prisión preventiva y casi la mitad de la población penitenciaria de México sigue a la espera de un juicio.
“Las cárceles pueden definirse como centros de explotación para los pobres”, dijo Elena Azaola, una académica que ha estudiado el sistema penitenciario de México durante 30 años.
“Algunas personas han estado encarceladas por 10 o 20 años sin proceso”, añadió. “Muchas salen peor de lo que estaban al ingresar”.
De hecho, las prisiones de algunos países latinoamericanos son hasta cierto punto un carrusel.
Alrededor del 40 por ciento de los prisioneros en Argentina, Brasil, Chile y México son liberados solo para volver a ser puestos tras las rejas. Si bien la tasa de reincidencia es mucho más elevada en Estados Unidos, en América Latina muchas personas son encerradas por delitos menores y a menudo no violentos y luego pasan a cometer crímenes más graves, dicen los expertos, en parte porque los delincuentes del fuero común comparten el encierro con los criminales serios.
De hecho, las dos pandillas más grandes de Brasil —el Primer Comando Capital y el Comando Vermelho— se fundaron en prisiones que siguen siendo bastiones de su poder.
Jefferson Quirino, otrora integrante de una pandilla que completó cinco detenciones distintas en las cárceles de Río, dijo que las bandas controlaban todas las prisiones donde estuvo recluido. En algunas, los presos a menudo se dedicaban a llevar a cabo operaciones de las pandillas a través de los numerosos celulares que lograban ingresar de contrabando, con frecuencia con la ayuda de guardias a los que habían comprado.
En Brasil, donde las autoridades mismas a menudo dividen a los centros de detención por su afiliación criminal, la influencia de las pandillas en las prisiones es tan grande que los guardias obligan a los nuevos reclusos a elegir un bando a fin de limitar la violencia.
“Lo primero que te preguntan es: ‘¿A qué pandilla perteneces?’”, dijo Quirino, quien lidera un programa para evitar que los niños pobres se unan a las pandillas. “En otras palabras, necesitan comprender dónde ubicarte en el sistema porque de otro modo te mueres”.
Esto ha contribuido a que los grupos delictivos aumenten sus filas.
“La cárcel funciona como un espacio de reclutamiento de personal”, dijo Jacqueline Muniz, quien fue líder de Seguridad de Río de Janeiro.
“Y para crear lealtad entre tu fuerza de trabajo criminal”.
Colaboraron con reportería Emiliano Rodríguez Mega desde Ciudad de México; José María León Cabrera desde Quito, Ecuador; Thalíe Ponce desde Guayaquil, Ecuador; Genevieve Glatsky desde Bogotá, Colombia; y Laurence Blair desde Asunción, Paraguay.
Annie Correal reporta desde Estados Unidos y América Latina para el Times. Más de Annie Correal
Maria Abi-Habib es corresponsal de investigación con sede en Ciudad de México y cubre América Latina. Anteriormente ha reportado desde Afganistán, todo Medio Oriente e India, donde cubrió el sur de Asia. Más de Maria Abi-Habib
Jack Nicas es el jefe de la corresponsalía en Brasil, con sede en Río de Janeiro, desde donde lidera la cobertura de gran parte de América del Sur. Más de Jack Nicas
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