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La “normalización” de la frontera. Por Ronal Rodríguez
La frontera entre el departamento colombiano de Norte de Santander y el estado venezolano del Táchira se convirtió en un punto de honor entre el expresidente Iván Duque y el presidente Nicolás Maduro, quienes prefirieron sacrificar el bienestar de la población en medio de su confrontación. Mutuas acusaciones e insultos prevalecieron entre los dos mandatarios.
El colombiano reprochaba las acciones del régimen venezolano contra la población colombiana en Venezuela en agosto de 2015, cuando se causó la expulsión masiva y arbitraria de más de 1.500 compatriotas y una salida “voluntaria” de poco más de 22.000 personas, según las fuentes oficiales; 32.000, según las organizaciones de la sociedad civil que atendieron la crisis. Si bien los eventos ocurrieron durante la administración de Juan Manuel Santos, es quizá la acción más agresiva contra Colombia y la población colombiana en la historia de la relación bilateral.
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Del otro lado, los detentadores del poder real en Venezuela le reclamaban al gobierno del expresidente Duque la intentona de ingresar ayuda “humanitaria” en febrero de 2019, lo que para ellos constituye una tentativa de invasión. Que, sumado al reconocimiento del presidente interino y su representación diplomática, es la mayor agresión del gobierno colombiano contra la Revolución Bolivariana y la peor intromisión de Colombia en los asuntos internos de Venezuela.
En medio de esa confrontación quedo una población que convive desde antes del surgimiento de las repúblicas, cuya identidad nacional no se define por la línea imaginaria que desde Bogotá y Caracas dibujaron. No son colombianos ni venezolanos, son ciudadanos de la frontera, como punto de convergencia y no de separación.
Pero dicha confrontación dio lugar a que terceros actores aprovecharan la ruptura entre los gobiernos para sacar provecho de los habitantes del área, y fue el terreno propicio para la convergencia de las rentas ilegales: narcotráfico, contrabando, tráfico de armas, tráfico de migrantes y trata de personas. Hoy dichos actores pueden convertirse en los saboteadores del proceso de normalización de la frontera entre Norte de Santander y Táchira.
La ausencia de los estados y de los gobiernos nacionales dio lugar a un ecosistema de actores ilegales que se adaptaron a la ruptura. Se calcula que en el área hacen presencia unas 15 organizaciones entre guerrillas, disidencias, GAO, criminalidad venezolana y actores de seguridad corruptos de ambas nacionalidades, quienes podrían atentar contra la construcción de confianza entre las autoridades de ambos países que trabajan por la normalización.
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La rápida normalización de la frontera, el paso legal de mercancía, la reactivación del transporte público y el establecimiento de controles migratorios y aduaneros atentan contra los intereses de la criminalidad que durante siete años aprovechó las tensiones, rupturas y cierres. Lo que lleva a que las autoridades de los dos estados, que padecen de una mutua desconfianza, generen mecanismos de comunicación y diálogo que permitan solventar las acciones que muy seguramente emprenderá la ilegalidad para minar el proceso.
La proximidad ideológica entre los gobiernos no solventa las diferencias entre una izquierda democrática y una izquierda autoritaria que deben convivir en medio de las profundas diferencias entre los sistemas políticos, económicos y sociales. La recuperación de la relación bilateral pasa por la normalización de la frontera entre Norte de Santander y Táchira, pero el éxito o fracaso de este primer movimiento apalancará la complejidad de la relación.
No es un tema de una victoria temprana o el relacionamiento entre los gobiernos, sino la construcción de confianza entre los Estados, cuya prueba ácida será que al finalizar el gobierno Petro, el próximo presidente de los colombianos pueda continuar la relación con el Estado venezolano gobernado por el régimen de Maduro.
Luces y sombras en la reapertura de la frontera. Por Txomin Las Heras Leizaola
La apertura de los pasos regulares de una frontera históricamente muy activa como la colombo-venezolana lucía como un hecho inevitable después de varios años de permanecer cerrada por los desencuentros políticos entre los gobiernos de ambos países. Los perjuicios que estaba causando superaban ya cualquier otra consideración de carácter político.
Su cierre generó importantes daños a las familias que, de lado y lado, siempre estuvieron acostumbradas a pasar para proveerse de bienes, así como acceder a servicios educativos y sanitarios, allí donde fueran más baratos, estuvieran más disponibles o tuviesen mejor calidad. También significó un golpe mortal para el intercambio comercial entre Colombia y Venezuela, que en los mejores tiempos llegó a los 7.000 millones de dólares.
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Los primeros beneficiarios de esta reapertura serán, por lo tanto, los 12 millones de habitantes de la frontera, tanto colombianos como venezolanos, que tendrán la posibilidad de volver, en mayor o menor grado, a una normalidad perdida. Normalidad que solo era compensada por el paso de las personas al otro país a través de las trochas controladas por grupos armados, con los consiguientes riesgos que esto acarreaba.
La recuperación del otrora próspero comercio binacional es harina de otro costal y seguramente será un proceso mucho más lento que el que han augurado los actuales gobernantes colombianos y venezolanos. Las afirmaciones del embajador en Caracas, Armando Benedetti, de que se alcanzará un comercio de 10.000 millones de dólares, provocarán, con toda seguridad, indulgentes sonrisas en un futuro.
La brutal crisis económica vivida por Venezuela en los últimos años ha destruido o llevado a su mínima expresión la actividad industrial y financiera en el país, por lo que existen serias dudas respecto a la capacidad que pueda existir para generar una oferta exportadora importante hacia Colombia.
Los sectores que en el pasado representaron los principales rubros de exportación venezolanos a la nación vecina, como la petroquímica, la siderurgia o la industria automotriz, están hoy acabados y no luce realista que productos como los mariscos, el cacao y el ron, que son los que Venezuela está exportando más allá de la menguada producción petrolera, puedan ser del interés colombiano y menos representar un valor en dólares importante.
La situación luce diametralmente opuesta del lado de Colombia, pues su vigorosa economía viene creciendo desde hace años, con la única interrupción generada por la pandemia, y su fuerte sector empresarial está ávido de reconquistar los mercados que perdieron en Venezuela. El país luce muy competitivo, por ejemplo, para llenar los anaqueles venezolanos, entre otros, con productos agrícolas, agroindustriales y alimentos procesados.
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Estas altas expectativas colombianas, sin embargo, también podrían verse frenadas por la reducción de la capacidad de consumo de los venezolanos que no es, de lejos, la de antes, como consecuencia de la grave crisis económica y social que ha padecido la población y que, entre otras secuelas, ha provocado la migración de 6,8 millones de sus ciudadanos.
Otro factor que podría hacer mella en la confianza de los exportadores colombianos es la inseguridad jurídica reinante en Venezuela y que en el pasado ya generó importantes problemas de impago. Las sanciones que aún penden sobre el gobierno de Nicolás Maduro son, igualmente, otro elemento que pudiera disuadir a los empresarios de Colombia a abstenerse de vender sus productos en el país vecino.
No sería raro que el patente desequilibrio comercial con el que se iniciaría esta nueva era de las relaciones comerciales lleve a las autoridades venezolanas, a solicitud del empresariado de ese país, a dictar medidas proteccionistas que salvaguarden la industria nacional. Algunas declaraciones de voceros gubernamentales van en ese sentido al pedir tiempo para negociar las condiciones del intercambio comercial.
La reapertura de la frontera, si bien facilitará y mejorará la vida de sus habitantes al tiempo que abrirá nuevas oportunidades para el comercio, no será un camino empedrado de oro.
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